LA SANGRE NUMEROSA
La sangre numerosa
Por Rafael Rojas
En todas las guerras civiles, desde la antigüedad hasta la globalización, los rivales mueren por la patria. Sea por fe en un Dios, por lealtad al emperador, por defenderse del conquistador, por oposición a un tirano, por una u otra ideología o por promover valores políticos universales como la ''democracia'' o el ''comunismo'', al final, quien muere, muere siempre por la patria. Todas las ideas y todas las creencias, como recuerda Ernst H. Kantorowicz, se vuelven tangibles como representaciones del suelo, a la manera del verso de Horacio: dulce et decorum est pro patria mori.
En la historia de Cuba, desde que los anexionistas, a mediados del siglo XIX, iniciaron las luchas contra España, cada bando de cada conflicto ha muerto por la patria. Narciso López, Carlos Manuel de Céspedes, José Martí y Antonio Maceo murieron por la patria, aunque la patria de cada uno fuera distinta. Los soldados del ejército peninsular, que se enfrentaron a los cubanos entre 1868 y 1898, murieron por su patria, es decir, España. Los más de 1,800 norteamericanos que murieron en las batallas del Caney y San Juan, en el verano de 1898, también eran patriotas.
En todas las guerras civiles del siglo XX cubano, desde la de agosto de 1906 hasta la de abril de 1961, pasando por la racial del 12 o por las revoluciones del 33 y el 59, se murió por la patria. Partidarios de Estrada Palma o de Gómez, veteranos negros y mulatos, miembros del ABC, el primer Directorio o el Partido Comunista, machadistas y antimachadistas, batistianos y antibatistianos no murieron, únicamente, por sus simpatías ideológicas o políticas, sino por la manera en que su partido o su caudillo encarnaba lo que ellos entendían por nación cubana.
¿Por qué murieron los revolucionarios que se levantaron en armas contra Batista? ¿Cuál era el sentimiento o la idea que movilizó a jóvenes, como la guanabacoense Urselia Díaz Báez, a quien le reventó una bomba entre las manos, en los baños del cine América, o como los villareños Julio Pino Machado y Agustín Gómez Lubián Urioste, quienes también murieron destrozados por explosivos que intentaban detonar en lugares públicos de Santa Clara? Ninguno de ellos murió por el socialismo, sino por liberar a su país de una dictadura.
Los muertos de la revolución no fueron mártires del socialismo, si por este se entiende el sistema de partido único, economía estatalizada, ideología marxista-leninista y gobernantes perpetuos que se estableció en 1961. Aun aquellos que murieron ''por Fidel'', como el famoso artillero Eduardo García Delgado, que escribió con sangre el nombre de su caudillo en una pared, durante el bombardeo previo a Bahía de Cochinos, murieron por la patria. El poema que le dedicó Nicolás Guillén habla, con razón, de un ``soldado que por la patria muere''.
En el momento de máxima polarización ideológica de la historia de Cuba, que sucedió a la revolución de 1959, unos y otros, revolucionarios y exiliados, comunistas y anticomunistas, castristas y anticastristas, no murieron tanto por las doctrinas que los enfrentaban como por la defensa del país que los unía. Una de las grandes falacias de la historia oficial cubana ha sido presentar a los expedicionarios de Girón, a los guerrilleros del Escambray y a cientos de miles de opositores al socialismo cubano, desde entonces y hasta hoy, como apátridas o anexionistas.
En su libro Marchas de guerra y cantos de presidio (1963), Manuel Artime narró el drama de la rastra en la que hacinaron a decenas de brigadistas, sin agua ni alimentos, provocando la muerte de nueve de ellos, también en abril del 61. Mientras unos morían, otros cantaban el himno nacional de Cuba, buscando alivio en la estrofa ''morir por la patria es vivir''. En el poema Con sangre de Girón, Artime presentó su causa como una lucha anticolonial: ``con sangre de Girón / se ha de anegar la estirpe servil del coloniaje / y nuestra Cuba esclava de extranjeros paisajes / sangrará en su agonía soviética el ultraje''.
Si se hiciera una historia de las guerras civiles cubanas o una historia de la violencia en la isla --algo así como una versión académica de Vista del amanecer en el trópico de Guillermo Cabrera Infante-- habría que reescribir, pluralmente, el mito de ''la sangre numerosa''. Durante siglo y medio los cubanos se han enfrentado unos a otros y unos y otros han muerto por su patria. Las diversas formas de representación ideológica o política de la patria no han sabido coexistir pacíficamente y han terminado en guerra. La nación, entre cubanos, no ha sido entendida como democracia, sino como exterminio o exclusión de los ``anticubanos''.
Desde fines del siglo XX, esa tradición parece haber llegado a su fin y las campañas de Africa son vistas hoy como delirios de la guerra fría. Podría pensarse que la pacificación es síntoma del avance de la democracia, pero, lamentablemente, no es así. El sistema político de la isla sigue siendo totalitario, aunque sus opositores hayan renunciado al método de la violencia. En Cuba ya no se muere por la patria, pero tampoco existe un contrato que garantice a los opositores el derecho de defender otra opción de gobierno sin arriesgar la libertad y la vida.
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