martes, febrero 10, 2009

AGUANIEVE EN MADRID

Aguanieve en Madrid


Por Gina Montaner

Sorprendentemente yo no estaba allí. El pasado uno de febrero se celebró en Madrid una manifestación a favor de la libertad de Cuba a la que asistieron centenares de personas. A muchas de ellas, sobre todo el núcleo formado por los exiliados cubanos radicados en España desde hace años, las conozco desde mi niñez, cuando allá por la década de los setenta me instalé en la capital española con mis padres y mi hermano. Con el paso del tiempo también conocí a los amigos españoles que nos han apoyado incondicionalmente a pesar de los feroces ataques de una izquierda radical que, increíblemente, todavía hoy defiende la vetusta dictadura castrista.

El uno de febrero, que era domingo, amaneció helado y con mucho frío. Recién llegados de los Estados Unidos esa misma mañana, mis padres se encaminaron a la Puerta del Sol para reunirse con quienes siempre nos han brindado el calor y el aliento cuando las calles sólo las tomaban los progres, armados de causas nobles y resueltos a denunciar las crueles juntas militares, excepto la de los hermanos Castro. Mis padres ya no son el joven matrimonio que se estableció en Madrid sin haber cumplido la treintena, pero conservan el vigor y una tenaz militancia a favor de la libertad que fue el germen de tantas veladas en mi casa, por la que pasaron presos políticos recién liberados, intelectuales depurados por el régimen, artistas marginados, recién llegados a los que se les ayudaba a salir adelante. Recuerdo el barullo en el salón hasta altas horas de la madrugada, planificando estrategias políticas y grupos de apoyo internacional para favorecer una transición democrática en Cuba. No olvido la caída del muro de Berlín y la certeza de mi padre en aquel tiempo de que el principio del fin estaba cerca. Hoy miro en internet las imágenes de la manifestación y ya nadie es joven, ni siquiera yo, que era una adolescente entrometida en el salón de nuestro piso, rodeada de causas célebres, disidentes por quienes habían intercedido los jefes de estado de Francia o Estados Unidos.

Cae aguanieve sobre la Plaza del Sol y el paisaje es un océano de paraguas. Es la primera vez que estoy ausente en una protesta organizada por nuestro buen amigo Tony Guedes y a la que seguramente asistió mi querida María, siempre solidaria con nuestra causa, a veces tan perdida y extraviada frente a los vociferantes estalinistas de la izquierda rabiosa y con rabia.

Hay chicos que crecieron haciendo collares y signos de la paz junto a sus padres hippies y contraculturales. Padres que los llevaron a manifestaciones contra la guerra, contra las tiranías, contra el establishment, contra la política exterior de los Estados Unidos. Un arcoiris de ideales fotogénicos y agraciados por el colorido de los foulards, los ponchos étnicos, los abalorios de cuentas. Yo, en cambio, ayudé a pintar pancartas por una causa de la que renegaban casi todos mis conocidos de juventud, enamorados del póster del Che, el retrato warholiano de Mao, el perfil endiosado de Castro. Símbolos huecos y falsos, pero poderosos en la imaginación colectiva de los hijos de Mayo del 68.

Mi hermano y yo nos pasamos media vida enzarzados en virulentas discusiones dialécticas con amigos con los que teníamos muchas cosas en común porque éramos tan progresistas o más que ellos. Pero al llegar al tema de Cuba el abismo era insalvable. Llegados a ese punto, nosotros éramos los verdaderos liberales, que fueron las ideas que nuestros padres nos inculcaron, sólo que sin el aroma embriagador del pachuli y la horrorosa música de Atahualpa Yupanqui. Porque hasta en eso éramos un poco freaks, habituados a escuchar en casa los boleros de la Guillot.

En una sola cosa comulgo con los comunistas: la calle hay que tomarla para hacer sentir el peso de los principios que defiendes. Creo en ello tanto como los nostálgicos del estalinismo y los gulags que no pierden ocasión para insultarnos cuando sacamos nuestros modestos carteles a favor de la libertad en Cuba. Ocurrió el pasado uno de febrero en la Puerta del Sol. Caía aguanieve en Madrid y, sorprendentemente, yo no estaba allí.

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