CUENCA POR CHILE
Cueca por Chile
Por Alejandro Rios
Fue un día de la década del ochenta, que la cineasta chilena Camila Guzmán ha calificado de ''dorada'' aquí en Miami durante una presentación de su filme El telón de azúcar, cuando fui apresado en una calle del Vedado habanero junto a mi hermana por deambular con una extranjera chilena luego de salir de una llamada diplotienda en el vetusto edificio Focsa. Blanca era el nombre de mi compañera de trabajo que con gusto y riesgo me ayudaba a consumir mis dólares clandestinos, pues su circulación era penada con años de cárcel antes de la llamada dolarización.
La chilena había sido de la oficina de prensa del presidente Salvador Allende y se casó con un realizador de cine cubano. Luego del golpe de Estado de Pinochet, como tantos otros, terminó de exiliada en La Habana. Cada año, cuando la viuda del presidente, Hortensia Bussi de Allende, llegaba a Cuba para pasar sus vacaciones en Varadero, Blanca tomaba un respiro y se incorporaba a la distinguida y privilegiada comitiva.
El día que nos apresaron en plena calle fue frente al hotel Nacional. Hombres de civil nos pidieron la identificación y, sin más, nos entraron a un apartamento habilitado como comandancia de un nuevo operativo para capturar a cubanos en posesión de la maldita moneda del enemigo.
De nada le valió a Blanca esgrimir su estatus de extranjera. Era la primera vez, me decía atribulada, que se montaba en un carro de policía. Tampoco conmovió a los hombres inflexibles del Ministerio del Interior que Blanca debía llamar a alguien para que recogiera a su hija en la escuela, pues ya se había divorciado del director de cine.
En el viaje hasta la calle Monserrate, donde estaba la tenebrosa sede del Departamento Técnico de Investigaciones de la Policía (DTI), tuvimos el tiempo justo para ponernos de acuerdo en cuanto a que Blanca era la dueña del dinero y nos estaba dispensando unos regalos. También ella me hizo saber, muy rápido, que por esos días la viuda de Allende se encontraba de visita en Cuba hospedada en el hotel Riviera y habría que avisarle para que nos sacara del embrollo. Con ese guión aprendido nos separaron en tres oficinas habilitadas para interrogatorios.
Este capítulo humillante de mi vida de cubano regresa como una pesadilla al ver tan campante a la presidenta Bachelet romper su ajustado protocolo para decirle al mundo, como en improvisada obra de Ionesco, que Castro se encontraba bien de salud y que era un hombre muy inteligente capaz de hablar seguido una hora y media.
Todas las inquisiciones de la policía, enervantemente serenas, como quien tiene todo el tiempo del mundo, estaban dirigidas a lograr que mi hermana, con menos de 15 años de edad, y yo, confesáramos que éramos los dueños de los dólares para poder incriminarnos y librarse de la chilena, una extranjera no tan extranjera por residir en Cuba.
Pasaron horas, llegó la noche y nuestro destino era incierto. Nadie sabía dónde estábamos y no había como la intención de procesarnos y liberarnos bajo algún tipo de fianza. Fue entonces cuando reparé en uno de los policías, quien resultó ser un amigo de la escuela secundaria. Le dije que llamara a mi suegro y le contara la situación en que nos encontrábamos. Además, le apunté el nombre de la viuda de Allende y dónde ubicarla en el hotel Riviera.
Bien avanzada la noche fuimos conminados a la entrada de la estación y ahí pudimos ver como un alto oficial del Ministerio del Interior se consumía en atenciones ante una anciana pequeña y frágil. Según mi suegro, quien la había trasladado en su viejo automóvil americano desde el hotel Riviera, la Allende exigió ver a su coterránea y a sus amigos detenidos y enseguida le contó al gendarme de su encuentro con Fidel Castro, hacía unas pocas horas, para que entendiera con quién estaba lidiando.
Entonces los dólares y los regalos le fueron amablemente devueltos a mi amiga Blanca y nuestros records policiales desestimados. Todos montamos cabizbajos en el ''almendrón'', felices aunque desconcertados.
Blanca murió años después, de regreso a su país. La Allende ya no va a Varadero porque en algún momento emplazó a su amigo Castro para que democratizara la isla. Camila no supo de estos desmanes en su feliz adolescencia cubana. La presidenta Bachelet no sabe dirimir entre dictaduras de distinto signo y su admirado comandante le jugó una mala pasada apenas puso un pie fuera del recinto donde lo exhiben como un fenómeno de feria.
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