jueves, abril 16, 2009

DE MULTA Y REMESA

De multa y de remesa


Por Manuel Vázquez Portal


Los vientos de cuaresma le volaron el sombrero. Auguró mala suerte. No se apresuró. A su edad los presagios lo alarmaban poco.

Vio el sombrero revoloteando, tropezando, echando de nuevo a volar, chocar, elevarse, caer, atascarse entre la acera y un poste del alumbrado.

Sonrió. Estaba persuadido de que algo detendría aquel vuelo. No eran los tiempos en que perdía la calma. La vejez había frenado sus apremios.

Cuando estuvo seguro de que el viento no jugaría a verlo perseguir el sombrero como un niño que corre tras una libélula, caminó sin premura.

El viento le batió las canas, quiso cegarlo con polvo de la calle reseca. Pedazos de periódico se enredaron en la hierba. Un nido cayó del limonero y esparció trizas de cascarones. Entrecerró los párpados. Los convirtió en una rendija por donde el polvo, ni el mundo, cabían y siguió, pero tuvo la sensación de repetirse en el recuerdo.

Su único hijo masticaba moroso la cena del domingo y su mujer planchaba un uniforme que alejaría al muchacho de su amparo y sus regaños.

Sintió los ojos húmedos. Quiso pensar que era el viento. De un manotazo en la memoria espantó las visiones. Anduvo. No quería recordar. Los recuerdos eran púas que le prohibían traspasar ese día en que la realidad fue tan cruel que lo obligó a convertirla en fantasía.

Sombrero de pobre no viaja lejos. Pensó, y creyó ver cierta analogía entre el vuelo del sombrero y su propia vida.

Después de cincuenta años de volteretas y atascos, transportaba una jaba con ajíes, tomates, macitos de culantro para vender en una esquina del pueblo. El pueblo donde fue miliciano, responsable del partido, obrero de vanguardia y, de repente, varado entre el deseo de morir en un taburete o conquistar un aumento de la pensión casi simbólica.

Antes de agacharse para recuperar el sombrero, creyó que el gesto se parecía al día en que aprobó la partida del hijo. Creía salvarlo. Inclinó el cuerpo. Un resoplido de bestia escapó de sus pulmones, creyó que las rodillas no lo sostendrían pero de un tirón alzó el sombrero y se incorporó. El sombrero tenía una mancha de lodo en un ala.

La fecha borrada lo tentó de nuevo. Resistió. Nada de rememoraciones. Otra mancha asomaba. Una de la que se culpaba aunque sabía no era culpable.

Antes de continuar, sacó de la jaba un periódico y frotó el sombrero para limpiarlo. Lo consiguió a medias. El fango había penetrado las hendijas del tejido. Echó a andar.

De su casa al centro del pueblo, la calle es una pendiente. Antes del acueducto, aguas cristalinas se deslizaban sobre el lecho, verde de musgos, de una zanja paralela a la calle y recordó como los niños tiraban barquitos de papel que nunca se sabía dónde carenaban y tuvo la fantasía de que su hijo navegaba aún en uno. Que la otra mancha no existía. Que el barquito no había naufragado.

Se propuso pensar que vendía ajíes y cebollas por dignidad, cuando no por soberbia. Frente a la pizzería se sentó en un muro a esperar por los clientes. El viento trató otra vez de arrebatarle el sombrero. Lo evitó con la mano. Fue un segundo presagio. Volvió a pasarlo por alto.

--Pacheco, otra vez vendiendo sin licencia --dijo el policía.

--¿Quiere que muera de hambre?

--¿Su hijo no le manda para vivir?

--Ese es asunto mío y de mi hijo.

--¿Sí?

--Sí.

--Pues te voy a poner una multa por zoquete.

--Ese sí es asunto suyo, policía.

El policía extrajo un talonario. Garrapateó. Extendió un papel al viejo, le dijo que la mercancía quedaba decomisada y que se marchara.

Los vientos no volvieron a molestarlo. Llegó a su casa. Tiró el sombrero. Sacó la multa. La leyó. Era de ochocientos pesos. Su mujer vino desde la cocina.

--¿Y eso tan temprano de vuelta?

Le extendió la multa. En el trayecto el papel pareció doblarse, tomar la forma de un barquito, perderse entre las olas embravecidas en que se convirtieron los dedos de su esposa. Pacheco volvió a golpearse la memoria y con los ojos ausentes dijo:

--Eso lo resuelve el muchacho.

La mujer miro la multa. Se estremeció, pero no quiso que Pacheco se diera cuenta.

--Así será --respondió y alzó la vista hacia un portarretratos donde un adolescente de camisa clara y corbata oscura sonreía a la intemporalidad sobre un búcaro con flores, mientras por la mirada de Pacheco se perdía un barquito de papel echado por un niño en la zanja de aguas cristalinas que se deslizaba sobre el verde musgo del recuerdo.