BARACUTEY CUBANO

Por Paulino Alfonso
Periodista independiente
palest44@yahoo.com

Lawton, La Habana, octubre 15 de 2009 (PD) Comentaba hace días con dos de mis alumnos, ambos universitarios, el video de María Elvira Salazar sobre la Universidad de Ciencias Informáticas. Cuando les pregunté si era mentira algo del mismo, uno de ellos me contestó: “Es peor, ella solo vio la uña del dragón, el dragón completo es la frustración que sentimos los universitarios cubanos por aprender tanto para terminar viviendo igual o peor.”

Entonces caí en cuenta que ellos también eran victimas de lo mismo que todos los jóvenes que un día estudiaron con la esperanza de ser alguien y vieron sus sueños hechos pedazos en el frío abrazo del castrismo. Por eso no quiero que se pierdan en el olvido tanta esperanza, fracasos y mentiras. Que lo sepan los que sufren en Cuba, los que obedecen para hacer sufrir o los que son libres al fin, como dicen los muchachos de Buena Fe, “lejos de tanta mierda”. Pero más aún, para que lo sepan quienes están a punto de caer en esta pesadilla.

Es lo que pretendo en síntesis mostrar, el fracaso del castrismo y las secuelas que ha dejado y deja en la anterior y actual juventud cubana. Quizás al lector que viva en libertad le parecerá alucinante. Eso mismo pensaba yo cuando leí “Archipiélago GULAG”.

Durante 50 años, la enseñanza universitaria en Cuba fue y es una estampida sin meta, en la que terminó y terminará la juventud mientras exista el castrismo, al que solo le interesa graduar profesionales para su propaganda en la ONU o explotarlos, a cambio de baratijas, en lugares tan hospitalarios como Zambia o Chad.

( Estudiantes en el comedor de la UCI )

Desde su infancia, cuando un cubanito vestía de pionero y juraba diariamente que sería como el Che, todos (padres incluidos) lo convencieron de que el futuro sería luminoso, que las miserias de entonces serían compensadas en ese futuro mejor.

No importaban los apagones, las movilizaciones, los zapatos rotos, el hambre, la falta de leche en la dieta infantil, el pan incomible, un solo juguete al año, si el país era un crisol o una inmensa obra donde a toda hora se trabajaba. Cuba se llenaba de escuelas, fábricas, hospitales y viviendas, feas sí, pero que anunciaban el bienestar del futuro.

No importaba que extranjeros parecidos como mellizos modificaran todo lo nuestro a cambio de tractores, autos, conservas, vodka, películas de guerra rusas (las chinas y coreanas estaban prohibidas), petróleo, chícharos y maquinarias que extrañamente eran iguales a las yanquis que estaban en los basureros.

Ni siquiera importaba que nuestros próceres fueran tildados de negreros o latifundistas y extraños señores, calvos o barbudos, con nombres impronunciables, ocuparan el panteón de la Patria.

Ese cubanito creció y al término de la primaria, perdió la inocencia. en la socialista escuela en el campo, donde vivió el infierno de las batallas nocturnas, vio los harenes de alumnas que gozaban los profesores y donde el barbitúrico era el mejor amigo.

Allí también descubrió otras evasiones: hacer un pantalón campana con tela de saco, oír escondido en el techo de la escuela en radios rusos y emisoras americanas, su música favorita, sobrevivir con la bazofia que le servían por “balanceada” dieta y luchar por algo más de pelo.

Un día oyó extrañado a sus padres, rogarle que no se burlaran de la tía Gloria y su hijo gay (lo tuvo que buscar en el diccionario), que vendrían “de la comunidad cubana en el exterior”. Así conoció a estos estrafalarios y confundidos personajes que increíblemente hablaban bien de Castro y mal de Carter, pero que regalaban cosas de la sociedad yanki, donde al parecer, había tanto que alcanzaba para repartir y nadie tenía que ir a Angola o ser de la Seguridad del Estado para tener jeans o tennis.