Carlos Alberto Montaner escribe Cuba: El regreso de los partidos
Tomado de http://www.eldiarioexterior.com/
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acaso lo conveniente en esta fase de la historia cubana, en la última etapa de la dictadura comunista, sea forjar una suerte de gran frente democrático en el que comparezcan esa cuatro tendencias
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Por Carlos Alberto Montaner
11 noviembre 2010
Los partidos políticos, poco a poco, dentro y fuera de Cuba, aunque estén prohibidos y perseguidos en la Isla, van resurgiendo. Eso es magnífico: la democracia representativa necesita cauces de expresión y hasta ahora no se ha encontrado una fórmula mejor para darle vida a este sistema que la existencia de partidos políticos vigorosos, provistos de un diagnóstico de los males sociales, una receta para aliviarlos y un método para canalizar las naturales ambiciones de liderazgo.
Curiosamente, a fines del siglo XVIII, cuando surge en Estados Unidos la primera república moderna, las reflexiones de los “padres fundadores” se encaminan a perfeccionar la arquitectura institucional del nuevo Estado que se disponían a forjar, pero no hay previsiones sobre cuáles van a ser los vehículos para acceder al poder. Nadie habla de los partidos.
Sin embargo, paulatinamente, casi sin proponérselo, los líderes comienzan a formar partidos en lo que recuerda, en el terreno político, el “orden espontáneo” que luego Hayek consignara para describir el crecimiento del capitalismo. Surge un orden espontáneo de carácter político, no planificado, cambiante y proteico, que va modificándose con el paso del tiempo de acuerdo con los puntos de vista que imperan en la sociedad.
Ese orden político espontáneo hoy existe en Cuba. Es notable como dentro de la Isla las personas más inquietas, fatigadas de la mediocridad, los atropellos y los fracasos del Partido Comunista, comienzan a integrar grupos y formaciones nucleados en torno a cuatro de las tendencias más nutridas del mundo político democrático: liberales, democristianos, conservadores y socialdemócratas.
Es decir, el mismo tejido político que le da sentido y forma a la Unión Europea, como comprobamos cuando examinamos el Parlamento de esa institución: el noventa por ciento de sus representantes forman parte de algún partido político incardinado en una de esas cuatro orientaciones.
No obstante, acaso lo conveniente en esta fase de la historia cubana, en la última etapa de la dictadura comunista, sea forjar una suerte de gran frente democrático en el que comparezcan esa cuatro tendencias. ¿Es eso posible? ¿Qué tienen en común estas cuatro familias políticas? ¿Qué separa a estos partidos democráticos del Partido Comunista? A responder esas preguntas se encaminan los párrafos que siguen.
Pluralidad
En todos los documentos políticos se pondera y defiende la pluralidad. En general, damos por sentado que la pluralidad es un rasgo esencial de la democracia. Casi nunca nos detenemos a pensar en la complejidad que tiene la articulación de las diversas opiniones, de visiones distintas, de matices ideológicos y de simples rivalidades. No basta con reclamar las bondades de la pluralidad. Hay que crear una cierta arquitectura en la que tal fenómeno sea posible.
Tal vez uno de los peores fallos de la convivencia política cubana ha sido nuestra incapacidad para convivir armónicamente con las personas que piensan y actúan de manera diferente, o que poseen unas convicciones parcial o totalmente distintas a las nuestras. En nuestra tradición, los adversarios y los competidores se convierten en enemigos. Enemigos a los que se marginan, se demonizan y, a veces, se extirpan cruelmente de la vida pública.
Uniformidad
Esa pulsión hacia la diversidad es la principal coartada de una buena parte del pueblo, y de muchos de los dirigentes, para solicitar la mano dura de un caudillo que ponga orden y concierto en la inevitable cacofonía que se produce en las sociedades libres. La dictadura de los Castro suele referirse al pluripartidismo como pluriporquería, e inmediatamente invoca la necesidad de unir todos los criterios tras la voz de mando del caudillo para impedir, supuestamente, que los Estados Unidos “destruyan la revolución y se anexen a la nación cubana”.
De más está decir que eso es sólo el pretexto de la tiranía para uniformar y estabular a la sociedad con el objeto de obligarla a obedecer, pero quizás convenga recordar que lo natural, lo humano, lo conveniente, es el disenso, la diferencia, la variedad de criterios, porque si todos los individuos son distintos, es una aberración contra natura obligarlos a que suscriban las mismas opiniones y mantengan similares puntos de vista.
La única consecuencia posible de esa absurda imposición es el empobrecimiento creciente de las personas, material y espiritualmente, y esa sensación de angustia que suele apoderarse del corazón de los seres humanos cuando son obligados a aplaudir a hombres y a ideas que, realmente, rechazan.
Colaboración y ADN democrático
En rigor, liberales, democristianos, conservadores y socialdemócratas –estos últimos un benigno desprendimiento del marxismo que, con el paso del tiempo, la experiencia y la madurez ha asumido una parte sustancial de la cosmovisión liberal– forman parte de una misma familia política surgida de la Ilustración a fines del siglo XVIII. Familia que ha ido perfeccionándose a lo largo de las últimas décadas y, aunque cuenta con diversos y riquísimos matices, sus miembros coinciden en siete puntos fundamentales:
• Todos creen en la democracia representativa como método para tomar y ejecutar las decisiones colectivas. Esta modalidad, como sucede en Suiza y en muchas sociedades democráticas, puede combinarse con frecuentes consultas directas al conjunto del electorado para decidir cuestiones puntuales sin que ello afecte la esencia del modelo representativo.
• Sostienen el “constitucionalismo”, es decir, la idea de que todas las personas están sujetas a la autoridad y los límites de la ley –una ley que no admite privilegios ni ventajas porque todas las personas son iguales ante ella–, y ningún gobernante o funcionario electo o designado está autorizado para actuar al margen de lo que la Constitución y la ley determinan.
• Respaldan la separación de los poderes, mecanismo de contrapesos institucionales concebido para debilitar deliberadamente la autoridad del gobierno central y poder preservar las libertades individuales.
• Coinciden en que existen “derechos naturales” inalienables, y entre ellos los derecho humanos y civiles consagrados en la Declaración Universal redactada y aprobada por Naciones Unidas en 1948.
• Defienden que los gobernantes deben rendir cuentas de sus actos, necesariamente transparentes, porque la soberanía radica en el pueblo y ellos, los gobernantes, son sólo servidores públicos obligados por las normas a cumplir los mandatos de la sociedad.
• Convencidos de que existe el derecho a la propiedad honradamente adquirida, admiten que el modelo económico menos imperfecto es el que surge de los esfuerzos de los empresarios privados sometidos al rigor de la competencia y de la meritocracia, mientras rechazan el modelo del estado-empresario porque lo han visto fracasar constantemente.
• Sostienen la importancia del pluralismo político, el sano papel de una oposición crítica, y las virtudes de la alternancia de las diversas fuerzas políticas en el ejercicio de poder, siempre que así lo determinen los electores en comicios libres y con garantías para todas las partes.
Esos siete elementos son los que están en el ADN de las democracias del llamado Primer Mundo. Ésas son las señas de identidad de todos los grandes partidos políticos democráticos del planeta, ya sean liberales, democristianos, conservadores o socialdemócratas: eso es lo que nos une y vincula.
Por otra parte, si examinamos la ideología y la práctica de las dictaduras comunistas vemos que ellas rechazan explícitamente todo aquello en lo que nosotros coincidimos, extremo que explica por qué los gobiernos marxistas-leninistas o sus primos los fascistas se autoexcluyen de la gran familia democrática:
• La democracia representativa les parece un fraude construido por la burguesía capitalista para conservar sus privilegios. Las únicas decisiones que les resultan legítimas son las que toman las autoridades comunistas.
• La Constitución y la ley para los comunistas no son límites a la autoridad de los gobernantes, sino a la de los gobernados, dado que el espíritu y la letra de esos instrumentos jurídicos se subordinan a los dogmas del marxismo y a los fines determinados por el Partido. Donde el proletariado, supuestamente, tiene un rol especial en la historia, y en donde el partido comunista desempeña el papel de vanguardia de esa hipotética fuerza histórica, es imposible la noción de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley.
• Los comunistas, de manera expresa, no creen en la separación de los poderes porque rechazan, entre otros factores, la protección de los derechos individuales. Para ellos, la primacía la tienen los supuestos derechos colectivos. Tanto el poder legislativo, como el poder judicial, sólo pueden y deben hacer lo que el Partido Comunista les dicte a través de sus órganos de gobierno. No son poderes independientes: son instrumentos al servicio de un poder central y omnímodo.
• Los comunistas niegan la existencia de derechos naturales. Para ellos, todo derecho es siempre positivo y depende de la voluntad del legislador. La mayoría, o quienes dicen representarla, está moral y legalmente autorizada a aplastar a cualquiera que se oponga a los designios del “pueblo” o de la siempre mítica “revolución”.
• En las dictaduras comunistas, es el pueblo quien debe rendir cuenta constantemente de sus actos. Los gobernantes no están sujetos al escrutinio de la sociedad ni a auditorías independientes. Pueden gobernar medio siglo sin el estorbo de una interpelación parlamentaria, sin una indagación periodística imparcial y sin que la sociedad civil tenga forma alguna de juzgar independientemente los actos de gobierno. Las personas, en cambio, viven permanentemente vigiladas por el Estado.
• Por supuesto, en las dictaduras comunistas el sistema productivo está en manos del estado-empresario y no existen la competencia, el mercado, el emprendedor privado o la meritocracia. Se asciende por “méritos revolucionarios”, o se cae en desgracia por la ausencia de ellos, lo que generalmente se traduce en obsecuencia, renuncia al espíritu crítico y obediencia ciega al jefe, ya sea ésta espontánea o simulada.
• Naturalmente, en las dictaduras comunistas no están contemplados el pluralismo, el rol crítico de la oposición y mucho menos la alternancia en el poder. Se supone que el Partido Comunista debe gobernar hoy y siempre. Una vez que llega al poder, sea cual sea el método empleado para obtenerlo, trata de perpetuarse en él aunque tenga que recurrir a la más feroz represión, situación que siempre justifica por los fines supuestamente benéficos que persigue.
Un frente opositor
La formulación de este contrapunteo entre los siete aspectos que vinculan a la familia democrática y, al mismo tiempo, la separan tajantemente de la dictadura comunista, tiene un objetivo: dejar en claro quiénes y por qué debemos forjar un esfuerzo común frente a los comunistas.
En momentos de crisis, la gran familia debe unirse para hacerle frente al reto. Ese debe ser nuestro propósito principal. Sencillamente, liberales, democristianos, conservadores y socialdemócratas forman parte, insisto, del mismo tronco familiar. Lo que nos une es infinitamente más valioso e importante que lo que nos separa. Hay diferencias entre estos grupos, y se pueden debatir apasionadamente esas diferencias, pero los comunistas y los fascistas, como hemos visto, son otra cosa.
La democracia asentada
Estamos, pues, en la primera fase de la concertación de toda la familia democrática para lograr el rescate de la libertad. Sin embargo, una vez que se haya conseguido ese objetivo, es el momento en el que los distintos grupos deben competir entre sí como sucede en todas las naciones prósperas del mundo. Deben, también, aprender a colaborar en la construcción de coaliciones y en la búsqueda de consensos. La política, la buena política, se hace con una fórmula de 90 y 10: noventa de colaboración y diez de enfrentamiento. Haber olvidado este principio nos ha costado muy caro a los cubanos.
Si en el futuro queremos un país estable y gobernable, pacíficamente encaminado hacia el desarrollo y la prosperidad, vacunado contra las aventuras totalitarias y contra los cantos de sirena de los llamados “revolucionarios”, esos peligrosos sujetos empeñados en hacernos felices a la fuerza, es indispensable dotarlo de un clima político en el que prevalezcan esos siete elementos antes mencionados que caracterizan a las democracias exitosas y maduras.
La experiencia nos indica que nunca es más fuerte la institucionalidad, y nunca es más evidente la gobernabilidad, que cuando las familias políticas democráticas consiguen segregar un centro-derecha y un centro-izquierda sólidos y responsables, capaces de alternarse pacíficamente en el ejercicio del poder, aunque en los márgenes de ese gran universo ideológico subsistan, perfectamente tolerados, unos grupúsculos comunistas y fascistas, seguramente muy minoritarios, enfermos de nostalgia por el autoritarismo, pero ya incapaces de hacer daño. Eso es lo que queremos para Cuba.
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