Miriam Celaya desde Cuba. El legado de la intransigencia del Castrismo
Por Miriam Celaya
Digamos que desde hacía tiempo no escuchaba en los medios oficiales la frase maldita, (aunque debo admitir que no soy exactamente una seguidora de dichos medios). De cualquier manera, también los discursos la han estado omitiendo, evitándola con disimulo, como quien elige soslayar en lo posible las expresiones duras del período estalinista anterior a 1989. Sin embargo, hace pocos días, durante la transmisión de un noticiero, una joven y elegante locutora la mencionó y sentí que cayó en mis oídos con la fuerza de una bofetada: "quedó demostrada en la actividad la 'intransigencia revolucionaria' que caracteriza a nuestro pueblo".
Intransigencia revolucionaria, dijo la muchacha, y su rostro, lejos de mostrarse ceñudo y fiero, lucía el entusiasmo feliz de quien alude a un mérito invaluable.
Es sobrecogedora la carga negativa de la palabreja y de algunos de sus sinónimos –intolerancia, fanatismo, obstinación, testarudez, pertinacia–, pero comprendo que ninguna palabra es mala en sí misma. De hecho, casi todos nos negamos a transigir en algunas cuestiones esenciales o de principios, sin que ello suponga dañar a los demás y sin que tal actitud encierre una deliberada, insuperable rigidez de espíritu. Sin embargo, el contexto marca las diferencias. En lo personal, me enferma el recuerdo de toda la pesadilla que trajo consigo la práctica de la intransigencia revolucionaria como vehículo de terror y de control social en tiempos que, quizás ingenuamente, preferimos asumir como pasado.
Repasemos brevemente algunas formas de expresión de esa estrategia oficial llamada intransigencia, que signó la vida de todos en la Cuba de los Castro y en virtud de la cual cada cubano debía delatar al compañero ante la menor sospecha de que aquel no apreciara suficientemente el proceso y a sus líderes o no mostrara el celo o entusiasmo (también revolucionarios) adecuados en cada circunstancia:
"Salir al paso", incluso a las mínimas manifestaciones de crítica –aunque fuesen veladas o moderadas, que éstas solían ser las más "peligrosas"–, ya fueran dirigidas al gobierno, a las disposiciones oficiales, a un simple militante del PCC, etc.; combatir la "blandenguería", la "tendencia al individualismo" y ciertas "aberraciones" como la homosexualidad, o azotes tan enraizados y dañinos como las creencias religiosas de cualquier denominación; demostrar claramente el rechazo a las "desviaciones pequeño burguesas" tales como el gusto por los artículos, las modas, la música, etc., de los países capitalistas, en especial de EE UU (pecados que clasificaban como "diversionismo ideológico" y entre los cuales el uso de jeans, escuchar la música rock y tener la melena larga se contaban entre los más graves); y muchas más. Ni qué decir de reconocer algún tipo de opinión política diferente de la línea cuidadosamente monitoreada desde Moscú.
El daño pasado y presente
Debido a la aplicación de la intransigencia como estrategia al servicio del poder, en la Isla se han producido crímenes como los paredones de fusilamiento, las Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP), las Escuelas al Campo, la discriminación y hostigamiento a individuos y grupos por motivos de credo religioso o por sus preferencias sexuales, los mítines de repudio en cualquiera de sus diferentes gradaciones –que aún persisten–, la anulación de la sociedad civil independiente y de la prensa libre, y muchas otras variantes diabólicas destinadas a encerrar en el puño de hierro del totalitarismo hasta el menor atisbo de voluntad ciudadana.
La intransigencia ha sido la madre de la censura en la literatura, el cine y otras manifestaciones del arte y la cultura, e igualmente ha amordazado la creación y la iniciativa en todas las esferas de la vida nacional. No por casualidad Ernesto Guevara es considerado el paradigma de la intransigencia y de lo que debía ser el "hombre nuevo".
Podríamos hablar de otros eventos desastrosos que nos ha legado la intransigencia a lo largo de nuestra historia, incluyendo ejemplos de todas las etapas anteriores a 1959, pero me temo que el recuento se haría demasiado extenso. Si prefiero referirme a la etapa llamada "revolucionaria" es porque fue después de aquel engañosamente luminoso enero cuando ser intransigente se generalizó al establecerse como política y se convirtió en un rasgo de decoro y de reconocimiento social. Muchos lo aceptaron, otros tantos callaron y todos, absolutamente todos, temieron. Por eso pudo hacer tanto daño.
Es así que quedé perpleja cuando una sonriente locutora de apenas treintitantos años de edad pronunció el vocablo maligno, y me estremecí ante el poder regenerativo de la perversidad del sistema que trata de perpetuarse como una costra en la psiquis de ciertos individuos de nuevas generaciones.
¿Sabrá esta muchacha cuánto dolor ha producido a la nación el revolucionario intransigente? Desde entonces y en lo adelante, combatir la intransigencia revolucionaria se ha convertido en un punto permanente de mi agenda personal.
Perdonen los lectores si tal decisión me hace parecer un tanto intransigente.
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