EL PELIGRO DE CAMBIAR PRINCIPIOS POR CARISMA.
Por Alfredo M. Cepero
Director de www.lanuevanacion.com
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"En materia de conciencia la mayoría no cuenta".
Mahatma Gandhi
L
os pueblos comenten con frecuencia suicido colectivo cuando se dejan cautivar por las facultades histriónicas y el lenguaje seductor de quienes, bajo el pretexto de servirlos, no tienen otra meta que servirse a sí mismos. Se olvidan de que unos principios sólidos son más importantes que la retórica y el carisma de aquellos que pretendan servir de paradigmas para orientar nuestros destinos colectivos. Quienes me leen saben de mi predilección por la historia como fuente para encontrar explicación a acontecimientos actuales y para explorar sus posibles consecuencias en el futuro de nuestras vidas. Con Marco Tulio Cicerón creo que "la historia es maestra de la vida" y que quienes la ignoran pagan irremisiblemente un alto precio por ignorarla. Pero lo más triste, es que ese precio es compartido muchas veces por sus propios pueblos.
Veamos. Corría el año de 1922 y el gobierno de Italia bajo el débil mandato de Víctor Manuel III confrontaba una de sus mayores crisis en el Siglo XX. La impotencia del gobierno para hacer frente a la situación en que se encontraba el país y la disolución del Parlamento allanaron el camino para la denominada Marcha sobre Roma, acontecida el 22 de octubre de 1922. Un periodista carismático de 39 años llamado Benito Mussolini entró en la capital italiana al frente de sus camisas negras y asumió un poder tan absoluto como el de sus antecesores los emperadores romanos.
Once años más tarde, la Alemania de 1933 sufría una profunda crisis económica desatada desde 1929 y confrontaba las dificultades políticas de la República de Weimar. Todo esto proporcionó a un alucinado de 44 años llamado Adolfo Hitler una audiencia creciente entre las legiones de parados y descontentos dispuestos a escuchar su propaganda demagógica, envuelta en una parafernalia de desfiles, banderas, himnos y uniformes.
Cruzando el Atlántico y avanzando a grandes pasos en el calendario arribamos a una idílica isla del Mar Caribe bautizada con el nombre de Cuba por sus aborígenes. Finalizaba el año de 1958, y un pueblo hastiado de una dictadura que siete años antes había interrumpido el ritmo constitucional con un artero golpe de estado, buscaba poner fin a cualquier precio y por cualquier método al estado de guerra permanente que había enlutado a la familia cubana.
A una semana de iniciado el año de 1959 entraba triunfalmente en La Habana un pandillero de 33 años cuyos antecedentes delictivos habían sido encubiertos por una prensa que había hecho una cruzada de la lucha contra la dictadura. La frase delirante era: "cualquiera es mejor que Batista" y el lema diseñado por los secuaces del pandillero era: "Fidel esta es tu casa". Algunos alabarderos abyectos llegaron a señalar que, como Jesucristo, nuestro Mesías tenía 33 años de edad. Malditos sean los aduladores de entonces y los cómplices de ahora que contribuyen a su permanencia. A causa de ellos, 54 años después no hemos podido deshacernos del diablo.
33 años más tarde, y vaya con el 33, el cáncer cubano hace metástasis por partida doble (primero política y después física) en la Venezuela de Bolívar. Un militarcillo de 38 años devenido golpista atentó en 1992 contra el gobierno constitucional de Carlos Andrés Pérez. Seis años después, en 1998, tomaba las riendas del gobierno de Venezuela para poner de rodillas a su patria ante la tiranía castro-estalinista. En menos de 14 años, Hugo Chávez Frías transformó a una nación celosa de su soberanía con relativa prosperidad económica en la miserable colonia de una aberración política y una mísera economía que mata de hambre a su pueblo y no ha celebrado elecciones en más de medio siglo.
Y, como para que no queden dudas de que este virus puede atacar a cualquier sociedad, tenemos el ejemplo de los Estados Unidos, cuna de la democracia moderna. Un novato senador federal llamado Barack Hussein Obama, sin otras credenciales que el color de su piel, una descomunal autoestima y una excepcional facilidad de palabra, lanzó su candidatura a la presidencia de la primera potencia de la Tierra.
Muy pocos estuvieron interesados en su deplorable historia o en su total falta de los principios tradicionales que han hecho grandes a los Estados Unidos. Los negros votaron mayoritariamente por Obama por orgullo de raza y muchos de los blancos que lo apoyaron lo hicieron para quitarse de encima el complejo de racistas. Sin esos ingredientes, Obama jamás le habría ganado a Mitt Romney después de su desastroso desempeño durante su primer período en la Casa Blanca. El presidente que le siga tendrá sobre sus hombros la difícil tarea de arreglar el entuerto de su empecinamiento en cambiar a la sociedad norteamericana desde sus mismos cimientos llevándola a la ruina económica y moral en que se encuentra en estos momentos.
¿Qué tuvieron y tienen en común estos personajes? Todos alcanzaron notoriedad relativamente jóvenes, lograron ascensos meteóricos a base de carisma, manipularon los detalles de sus biografías, ocultaron sus metas e ideologías políticas detrás de un fingido populismo, desplegaron una opinión exagerada de sus facultades personales y, cuando llegaron al poder, transformaron en forma radical las estructuras políticas, las instituciones de gobierno y el sistema económico de sus respectivos países sin tomar en cuenta las consecuencias para sus pueblos. Estos megalómanos fueron tan insensibles a la felicidad de sus semejantes que, como Luis XIV de Francia, parecieron decir "detrás de mí el diluvio".
A pesar de estos ejemplos de fraude y de manipulación son muchos los que argumentan que hay que ensayar nuevas estrategias y respaldar a nuevas figuras por el sólo hecho de ser jóvenes porque las estrategias anteriores no han funcionado y porque las figuras tradicionales sostienen principios obsoletos. Afirman esto sin tener siquiera la precaución de informarse sobre los antecedentes y los principios de aquellos a quienes les dan su apoyo festinado e incondicional.
A estos voceros de la innovación apresurada y del antagonismo al calendario los refiero también a la historia. En 1940 los ingleses iban cada noche a la cama bajo el terror de la lluvia mortífera de la cohetería de Hitler. El 10 de mayo de ese año un hombre que tenía principios y creía en un superior destino para su pueblo enfrentó con mano firme la pesadilla desatada por el bombardeo alemán. Tenía 66 años de edad y muchos de sus compatriotas lo consideraban pasado sus mejores años. Winston Churchill les demostró que estaban equivocados.
En 1949, el otrora temido y próspero pueblo alemán sufría las consecuencias de miseria económica y de ostracismo internacional que había dejado detrás de si el alucinante experimento de Hitler. Un anciano venerable de 73 años asumió el cargo de Canciller de Alemania y presidió sobre la restauración política y la bonanza económica que quienes leemos y aprendemos de la historia conocemos como el "Milagro Alemán". Se llamó Konrad Adenauer.
En 1980, los Estados Unidos sufrían una crisis económica y de identidad nacional bajo un presidente que había llegado al cargo relativamente joven pero, que como Barack Obama, parecía estar abochornado del poderío norteamericano. La crisis económica y energética, unida a la incapacidad de Jimmy Carter para confrontar el reto del secuestro de diplomáticos norteamericanos por los fundamentalistas musulmanes iraníes, parecían anticipar el ocaso de los Estados Unidos como faro de la democracia y de la libertad en el mundo. Como en las películas que había protagonizado en su juventud, un corajudo actor de 69 años vino al rescate y devolvió al pueblo de los Estados Unidos no solo la prosperidad económica sino el orgullo de ser americanos. Aún aquellos que ignoran la historia saben que se llamó Ronald Wilson Reagan.
¿Qué tenían en común estos hombres predestinados? Antes de llegar a la cima del poder sus errores les había demostrado que no eran infalibles y subordinaban sus decisiones a un conjunto de principios ancestrales y sólidos contenidos en las enseñanzas de religiones, ordenamientos jurídicos y normas de conducta que había hecho posible la convivencia armoniosa de los seres humanos a través de la historia del mundo. Pero sobre todo, compartieron una serie de atributos comunes como pureza de sentimientos, integridad de carácter y altruismo en el servicio.
A mis compatriotas apresurados por repetir el error de "cualquiera es mejor que Batista", aplicado ahora a los Castro, les digo que la Cuba de 1959 ya no existe ni volverá a existir porque la historia, como sabemos, no da marcha atrás. Pero les advierto que no cambien principios por carisma porque los carismas son transitorios y los carismáticos, como esperamos haber demostrado en este trabajo, muchas veces nos defraudan mientras que los principios y los valores son imperecederos. Han sido y siguen siendo tan aplicables a la Grecia de Platón y a la Ciudad de Dios de San Agustín como a la Cuba que nos proponemos reconstruir.
Asimismo les digo que el patriotismo no tiene edad y que la obligación de servir a la patria no tiene prescripción. Que los viejos no somos trastos desechables relegados al basurero de la historia y condenados a dejar el camino libre a jóvenes que se proclamen portadores de una nueva esperanza. Les sugiero que tomen la sabia lección de la alianza del joven José Martí y el sexagenario Máximo Gómez uniendo fuerzas para luchar por la independencia de Cuba.
Todos, independientemente de nuestras edades, debemos ser bienvenidos al sacrificio de la lucha por la libertad y al banquete de una patria en democracia. Pero tenemos que reconocer nuestras respectivas contribuciones y respetarnos los unos a los otros. Cualquier otra forma de actuar sería un insulto a la memoria de los hombres y mujeres fusilados, torturados y encarcelados durante esta pesadilla de más de medio siglo. Yo, y estoy seguro que muchos otros como yo, nos negamos a ser engavetados por obsoletos.
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