domingo, junio 23, 2013

Juan Orlando Pérez sobre palabras de Leonardo Padura: El Gran Editor

El Gran Editor

Por Juan Orlando Pérez


Leonardo Padura, el más laborioso de los escritores cubanos, ha dicho recientemente que el período especial, ese estado de calamidad nacional en que hemos vivido desde 1990, provocó, además de hambre y trece millones de exiliados, un boom de la literatura cubana.   Padura debe saber lo que dice:  quizás haya visto, guardadas en las gavetas de sus amigos y sus discípulos, novelas inéditas que, de publicarse, conquistarían para Cuba Nobel y Cervantes.  Pero si uno va a La Habana, y recorre las paupérrimas librerías de la capital, no encontrará ninguna de las novelas del supuesto boom cubano.  Encontrará raquíticas novelitas locales y poemarios de tono y altura denodadamente provincianos, cubiertos de polvo y aburrimiento.  Uno diría que esos volúmenes han sido publicados por un malévolo Gran Editor que hubiera querido cogerse para sí, y no compartir con el público, los libros de más mérito, esas novelas brillantísimas de las que habla Padura, y solo ha dado a los sufridos lectores  cubanos los libros que ni él mismo jamás abriría.
 
Si Padura tuviera razón, y tal boom hubiera ocurrido, no sería tan difícil enumerar las mejores novelas cubanas de los últimos veinte años.  No es que no haya algunas de mérito e interés literario,  escritas en Cuba o en cualquier otro manicomio.  Se podrían aquí mencionar títulos, pero ninguno de ellos, ni siquiera los del catálogo del propio Padura, justificaría la idea de que el período especial, haciendo excepción con la literatura, destruyó todo lo demás en Cuba, y dejó a nuestros escritores indemnes.   Padura parece creer que el éxito comercial y literario de sus recientes novelas, es prueba suficiente de que la literatura cubana “ha ganado un espacio suficiente para que casi todo sea publicado en la isla”, incluyendo libros como “El hombre que amaba los perros”, su novela sobre Trotsky, de la que él habla como si fuera “El Archipiélago Gulag” de nuestra época.  “El hombre que amaba los perros”, que no se puede comprar en La Habana porque no hay librería que todavía tenga un ejemplar, es, no hay que negarlo, un libro interesante, incluso importante.   Padura no es un gran estilista, pero es un estupendo contador de historias.  Su novela es ingeniosa y consistentemente entretenida.   Pero es difícil entender por qué él pensaba, cuando la escribía, que no se la publicarían en Cuba. No solo se la publicaron, sino que un jurado del Ministerio de Cultura le dio, como recompensa, el Premio Nacional de Literatura del 2012.  “El hombre que amaba los perros”, después de todo, es sobre la muerte de Trotsky, no sobre la de Camilo Cienfuegos.  ¿Por qué habría de vetarla el Gran Editor, si, diligentemente, “El hombre que amaba los perros” cumple el requisito literario más riguroso que todavía se le exige a cualquier nuevo libro en Cuba, no atacar frontalmente, no irrespetar, no desaceptar con claridad y contundencia la legitimidad de los gobernantes del país, su derecho al poder, y el uso que han hecho, infinitamente, de él?   La novela de Padura, como otros de sus libros, como sus viejas crónicas periodísticas, es, cuando más atrevida, apenas sugerente, tangencial, alusiva, el narrador deja que sea el lector el que haga cuentas, dos más dos y dos más cuatro, pero a él nadie podría condenarlo de haber escrito un estentóreo “´¡Abajo Fidel!”, cosa que no ha sido nunca su intención o su deseo, o algo que esté en el rango de sus habilidades o su valor.  Un libro, a la postre, tan mesurado, aunque, admitámoslo, tan instructivo, como “El hombre que amaba los perros”, no prueba que haya en la literatura cubana vigor, ambición, genio y sentido del deber, más bien todo lo contrario.   El exagerado interés provocado por ese libro solo muestra qué poco más tienen los lectores cubanos que leer, qué ansiosos están de nuestros sus escritores nos den algo que nos sacuda, y si es posible, sacuda también al país, que falta le hace.

(Leonardo Padura)

Padura, en suma, se equivoca, aunque quizás el equivocado sea yo.  A lo mejor, en diez o quince años, salen de las gavetas todas las novelas y poemas jamás publicados, y veamos qué maravillosos escritores desconocidos prefirieron hundirse en el anonimato que aceptar la norma intelectual y política impuesta por las editoriales cubanas, y también por las extranjeras, que tampoco andan buscando entre nosotros al nuevo Lezama, sino a la nueva Zoé Valdés.   Debe haber en La Habana, o en Placetas, o en Banes, o  todavía en la maleta de un recién llegado a Madrid o México, algunos majestuosos libros inéditos, que nunca verán la luz mientras Raúl Castro sea dueño de las imprentas de Cuba.  Es muy probable que alguno de los nuestros haya escrito un libro comparable, sino en mérito, en suerte,  a “Vida y Destino”, la rabiosa novela de Vassily Grossman sobre el estalinismo que fue publicada en Rusia veinticuatro años después de la muerte de su autor, o a “Maurice”, la viril historia de amor que E. M. Forster escribió antes de la Primera Guerra Mundial y que solo se publicó en Inglaterra en 1971, después de la despenalización de la homosexualidad.    De momento, desgraciadamente, no se puede calificar a ninguno de los libros cubanos publicados en las dos últimas décadas de obra maestra, y si se les compara con las novelas y poemas de décadas anteriores, el panorama parece aún más descorazonador.   Hace cincuenta años, teníamos, escribiendo a la vez, en Cuba o en cualquier otra prisión, a Lezama, Carpentier, Guillén, Piñera, Baquero, Sarduy, Loynaz, Vitier, Diego, Cabrera Infante, Vieta, Labrador Ruiz, Novás Calvo, Padilla, el muy joven Arenas.  Hoy, los tenemos buenos, capaces, pero no tantos, no tanto.   Cada año, el jurado del Premio Nacional de Literatura tiene que esforzarse más para encontrar alguien que lo merezca.   Padura lo merecía, aunque sea todavía un hombre joven, y quizás le queden por escribir algunas novelas aún mejores que “El hombre que amaba los perros”.  No se me ocurre a quién podrían darle el premio el año que viene.

 Una escuálida teoría, a la que parece suscribirse Padura, sugiere que épocas de desastre, como esta, son fértiles literariamente, inspiran, dan más historias y personajes a los escritores que las épocas de sosiego.   Cuba es ciertamente desgraciada, pero su desgracia no la ha vuelto más elocuente.  Tenemos la boca medio seca, de quejarnos, de repetir el canto de nuestro infortunio.  Padecemos de un agotamiento retórico, ya no tenemos nada nuevo que decirnos a nosotros mismos.   Nuestras novelas, nuestro cine, nuestro arte, hasta nuestra imaginación política, están amordazados por un hondo resentimiento contra la mala suerte de Cuba.   Lo que aflige a la literatura cubana, es el mismo mal que aflige a nuestra política:  la verdad, es que no somos demasiado inteligentes.  La revolución primero, y luego la crisis y el exilio, fracturaron y dispersaron las clases creativas de Cuba, contaminaron la literatura y el habla popular con la lengua enrevesada de la política, maleducaron en la medianía, la sumisión, el cinismo y la pobreza a los jóvenes, agotaron la imaginación nacional y destruyeron el prestigio de las palabras y del hábito de pensar.  Habiendo tenido una vez la fulminante idea solar de la revolución, Cuba se encontró, después, cuando la revolución se acabó, que no se le ocurría ninguna idea más.  Nos falta densidad, hondura, imaginación, sutileza, y nos ufanamos de ello, de nuestra ligereza, de nuestra habilidad para simplificar y reducir, Cuba y nosotros mismos, a un simple arañazo en una tablilla de barro.  No se nos da la filosofía, se nos da el chiste, no tenemos paciencia y disciplina para meditar, pero gritamos más alto que nadie.   Obsesionados con nuestra infelicidad, no hacemos más que mirarnos la punta de la nariz.   Tenemos dos únicos cuentos, que repetimos ad nauseam, el de nuestra desventura, y el opuesto, el de nuestra viveza, y ambos dejan perplejos e indiferentes a pueblos más infelices o más listos, que son la rotunda mayoría.   Es asombroso, ya ni siquiera somos capaces de imaginar el futuro, el día después de esta eternidad.   Por eso Cuba, como un loco, se ríe de sí misma, de su torpeza y su miseria, insiste en transformar en farsa su ronca tragedia:   nuestra risa oculta nuestro pánico, no sabemos a dónde iremos a parar.   Un país desmoralizado por su propia insignificancia, que se ha sacado a sí mismo del mundo, confundido, ciego, partido, sin líderes y sin maestros,  no podría producir la ejemplar generación literaria capaz de contar este fin du régime, de examinar y compadecer las muchas vidas gastadas inútilmente en esta marcha infinita hacia ningún lugar, de avistar y anunciar el cambio de época.

Cuando todo esto pase, tendremos que aprender a hablar y escribir y pensar, como si fuéramos niños de nuevo.