El filólogo clásico y ensayista italiano Luciano Canfora. / Effigie / Leemage
Democracia cadáver
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Canfora publica 'El mundo de Atenas', un libro sobre el mito idealista de la Atenas democrática
El filólogo italiano lamenta el fracaso de Europa frente al poder económico mundial
Especialista en el mundo griego, Canfora sostiene que el pasado ayuda a entender la actualidad
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Por Pablo Ordaz
26 ABR 2014
A sus 71 años, Luciano Canfora, filólogo clásico, historiador y ensayista italiano, sigue haciendo cada día el trayecto entre la antigüedad y el presente sin perder el aliento. Es más, si uno queda con él después de una de sus clases en la Universidad de Bari o en la de Bolonia, tiene que tener en cuenta que sus alumnos siempre intentan que haga un bis como si se tratase de un cantante de moda. Debe buena parte de su fama internacional a sus investigaciones sobre el mundo griego, pero sus publicaciones —más de setenta— demuestran que su mirada crítica también se detiene en Julio César, Gramsci o la política italiana actual y su relación —de dependencia— con el verdadero poder.
PREGUNTA. Usted es uno de los más importantes historiadores del mundo griego, pero a la vez un observador constante, y muy crítico, de la situación política actual. ¿Cómo hace para ir y venir de un mundo a otro?
RESPUESTA. Nunca he sentido que fuese una contradicción. Es más, podría responderle con las palabras de un gran filósofo italiano que se llamaba Benedetto Croce que decía que “toda la historia es contemporánea, porque vive dentro de nosotros. Nos ocupamos del pasado porque tiene que ver con lo que ocurre hoy”. Pero la respuesta correcta es que yo comencé mi vida pensante partiendo de un ambiente familiar que era muy político y me he dado cuenta de que la antigüedad que me gusta tanto no es un cementerio, ni un museo de cera, es un campo de batalla, donde el enfrentamiento continúa. Me parece obvio. El pasado es el inicio de tantas cosas. Si, por ejemplo, yo pretendiese entender la democracia de un punto en adelante no entendería nada. Así que no es un capricho, sino una necesidad.
P. Una necesidad de investigar y una necesidad de contar. Usted empezó a publicar en 1968 —con 26 años— y sus escritos son ya más de setenta…
R. Al principio se escribe por búsqueda erudita. Me di cuenta de que había versiones contrapuestas del mismo hecho. Me gusta ver las variantes entre textos, tratar de confrontarlos y acercarme a lo que se llama la verdad. La verdad, que es una palabra gruesa, pero que tiene que estar en alguna parte, no puede no estar. Es como un hilo conductor único a través del cual yo he de afrontar una búsqueda. Y ese hilo es exactamente el de la política antigua, la relación entre los hechos y la narración de los hechos.
P. En El mundo de Atenas, uno de los últimos libros suyos —junto a La historia falsa— que se han publicado recientemente en España, usted sostiene que en el tiempo del imperio ateniense no existía ese mito, que esa idealización de Atenas viene después.
R. En su tiempo, Atenas no solo no era amada, sino que era odiada. El mito de Atenas comienza tarde, comienza ahora. Atenas al principio se convierte en una especie de universidad, un lugar donde hay muchos libros antiguos, las escuelas filosóficas todavía funcionan, es el tiempo de Cicerón. Es mucho después, podríamos decir que con la Revolución Francesa, con la Ilustración, cuando Atenas se vuelve a convertir en un modelo político. Es considerada una ciudad rica, dedicada al comercio, simpática. Montesquieu la amaba muchísimo. Atenas se convierte en interesante para la Ilustración digamos no jacobina. Durante la revolución se hacen un lío enorme porque hablan de repúblicas antiguas sobre el mismo plano, sin entender las diferencias. La reacción contra el modelo ateniense viene cuando comienza la Restauración, y se empieza a decir: “Nos habéis puesto como modelo una sociedad horrenda”. Por tanto, hay dos vías: una, la de los liberales radicales ingleses que pretenden que sea el precedente de whigs [el antiguo nombre del Partido Liberal Británico], y la otra, la de los conservadores alemanes, que decían que Atenas era peor que la Tercera República Francesa. Y ya se combate sobre tesis opuestas.
P. ¿Quién tiene más razón?
R. Seguramente los conservadores alemanes, que ven el aspecto negativo de una sociedad fundada por una parte sobre el privilegio, la esclavitud escondida pero enorme, y por otra, sobre un poder popular controlado. Esta es la situación al final del siglo XIX. Y se hace más dramática con la revolución rusa. Un gran personaje, alumno de Maier, de los conservadores, que se llamaba Rosenberg (como el teólogo), dice: “Atenas no es una sociedad comunista, es un Estado social en el que no se confisca la riqueza, sino que los ricos tienen que pagar para hacer funcionar la ciudad”. Atenas nos interesa por esto, porque es el primer experimento popular que no expropia, sino que utiliza, la riqueza para devolverla a fines sociales. Por otro lado, el pensamiento conservador o reaccionario dice: “Atenas es el precedente de Lenin donde el poder de todos es el sóviet, y por tanto es un modelo horrible”. La línea que idealiza Atenas es, por tanto, minoritaria.
P. Cuando habla de democracia, ¿se refiere al mismo concepto que entendemos ahora?
R. Me gustaría que fuese así, pero no. Yo me refiero a lo que decía el viejo Aristóteles. La democracia es el gobierno de los pobres, aunque no sean numéricamente la mayoría. El contenido de clase social cuenta para distinguir los sistemas políticos. Un sistema político en el que mandan, porque son la mayoría, los ricos no es una democracia, es una oligarquía. Hasta hace pocos años —ahora la crisis está cambiando las cosas—, en Italia las personas en buenas condiciones económicas constituían una mayoría numérica del país. Aristóteles habría dicho que “son la oligarquía” —esquemáticamente, porque lo puedes decir de una ciudad de 20.000 a 30.000 personas, no sobre un país de millones…—. Para mí la democracia no es el hecho de que gobierne la mayoría después de hacer el recuento de votos, es el Estado social, el hecho de que quienes no poseen la riqueza cuenten en la vida política y tengan el modo de hacerlo.
P. Teniendo esto en cuenta, ¿entonces ahora en qué sistema vivimos?
R. Ni en la historia ni en la historia política, nada permanece firme. Estamos asistiendo a un cambio importantísimo. El andamiaje es igual y sigue en pie —el Parlamento, las elecciones...— y aparentemente se sigue discutiendo sobre las leyes electorales, las coaliciones… Pero la realidad es que se ha desarrollado y consolidado un fortísimo poder supranacional, no electivo, de carácter tecnocrático y financiero que tiene en los organismos europeos los instrumentos para gobernar toda la comunidad, dando a un país más importante que los demás, Alemania, el papel de dictar las reglas. Uno podría decir, por tanto, que la democracia ha muerto, que solo permanece el cadáver que camina —se hacen elecciones, leyes…—, porque quien decide realmente lo hace sin contar con un parlamento.
P. ¿Quién decide entonces?
R. Una oligarquía fundada sobre los intereses de grandes grupos financieros, que son el verdadero poder. Comparada con ellos, la familia Agnelli, por poner un ejemplo, es una familia de mendigos, no pobres, pero cuentan poco y nada. Los grandes grupos financieros que tienen un poder mundial e ilimitado pueden decidir el destino de todos. El Parlamento Europeo que elegiremos en mayo es un seminario universitario, no tiene ningún poder real, solo aquel de crear una clase de parásitos muy bien pagados, preciosísimos para el sistema, porque sirven para hacer ver que existe un parlamento y que Europa no es completamente antidemocrática. Por eso les pagan tanto. Porque uno compra una persona si le da 10.000 euros al mes.
P. Pero si este retrato descarnado es cierto, ¿cuál es la salida?
R. Diré algo que igual parece anacrónico, pero en la situación actual de las cosas el único lugar en el que se puede explicar el mecanismo democrático es el Estado nacional. Porque tiene la medida en la que las clases contrapuestas pueden contar. Hoy el conflicto de tipo sindical de cualquier país es totalmente irrelevante, porque no tiene oídos que lo escuchen, solo dentro del Estado nacional. Así que o se cambia de raíz el pacto constituyente o cada uno se salvará a sí mismo saliendo antes o después. Creo que sería mejor la primera solución, que se haga con espíritu de justicia y se transforme en algo en el que todos se reconozcan, no solo los poderosos.
P. Y mirando el panorama de la política actual, ¿quién cree usted que puede acometer una obra de tal magnitud?
R. El momento es pésimo. Hace diez años yo estaba convencido de que los partidos socialistas tendrían un gran futuro. En Alemania estaba el Gobierno socialdemócrata; en España, también; en Italia, de vez en cuando aparecía algo así; también en Grecia… Parecía que, por una parte, Europa reconocía la necesidad de convertirse en una comunidad más grande y, por otra, una fuerza históricamente supranacional como el socialismo había alcanzado la dirección política adecuada. Pero no ha sido así. Y esto, ¿qué nos enseña? Nos enseña sobre todo que cuando llega una crisis terrible no somos capaces de dar una respuesta justa, que cada uno ha pensado en lo suyo y que no se ha conseguido contener a los poderes financieros. Un pensador liberal, Benjamin Constant, escribió que la libertad de los antiguos era opresiva, que prefería la libertad de los modernos. La riqueza es más fuerte que el gobierno. Y es verdad, él lo dice con entusiasmo, yo no, pero es cierto, los partidos socialistas no han sido capaces de plegar a la utilidad social el capital financiero. No era tampoco una empresa fácil. Pero no creo que haya alternativas al intento de volver a traer al movimiento socialista a los fines para los que nació.
P. Usted —no hay más que ver el entusiasmo que suscita entre sus alumnos— le ha dado un papel importante en su vida a la docencia. ¿Cómo está la enseñanza en Italia?
R. Una respuesta brevísima. El salario del profesor italiano es una quinta parte del salario del profesor alemán. De aquí viene todo, viene la desmotivación, la calidad escasa. Porque, ¿quién sale de la universidad para trabajar de maestro? Se puede decir que en la escuela terminan o los idealistas —y no son pocos y los admiro— o, sobre todo, una gran masa totalmente desmotivada y con una preparación pobre. En Italia más que en otros lugares las cuentas del Estado penalizan a la escuela. Ni en Francia ni en Alemania sucede esto. Y es grave que Italia haya hecho esta elección porque si la escuela va mal, en diez años todo irá mal.
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