César Vidal: Es la cultura, querido Carlos Alberto Montaner
Por César Vidal
03 September 2015
Carlos Alberto Montaner realizó hace apenas unos días una inteligente reflexión sobre el estado en que se encuentran las naciones situadas al sur del río Grande. Prescindiendo de la evolución diversa de las ideologías y de innegables balances, lo cierto es que la frustración, la corrupción y otras lacras son menos peligrosas siguen caracterizándolas a día de hoy. La pregunta que se plantea de manera obligatoria al examinar ese panorama es cuál es la razón de esa evolución peculiar. Hace ya unos años, esa misma cuestión también sacada a colación por Carlos Alberto Montaner provocó por mi parte la redacción de una serie titulada Por qué somos diferentes que, paso a paso y ampliada, estoy volviendo a publicar bajo los auspicios de este instituto. Sin embargo, de manera más breve, me gustaría adelantar ahora la respuesta a esas preguntas punzantes y necesarias que formulaba Montaner. A mi juicio, no es la raza, no es el clima, no es la riqueza – o la pobreza – lo que convierte en diferentes a las naciones situadas a uno y otro lado del río Grande o, si se desea también, al norte y al sur de Europa. La causa es la diferente cultura. Al referirme a ella no señalo obviamente lo que es común – el internet, los teléfonos celulares, los automóviles… – sino a lo que es peculiar y distinto. Me explico.
Mientras que la cultura de Estados Unidos y el Canadá – como la de Suecia, Finlandia, Noruega, Holanda, Gran Bretaña o Dinamarca – hunde sus raíces en la Reforma protestante del siglo XVI y en los valores recuperados por ésta, la de Hispanoamérica – como la de España, Portugal o Italia – fue moldeada por la Contrarreforma católica. Las consecuencias son obvias para cualquiera que conozca la Historia. Permítaseme, sin ánimo de ser exhaustivos, dar algunos ejemplos.
En la cultura nacida de la Reforma, el trabajo es visto como algo extraordinariamente positivo – Dios se lo encomendó a Adán antes de la Caída – mientras que en la de la Contrarreforma, por el contrario, es un castigo de Dios impuesto tras el pecado de nuestros primeros padres.
En la cultura nacida de la Reforma, el mundo financiero fue contemplado de manera positiva mientras que en la de la Contrarreforma, hasta bien avanzado el siglo XVI, siguieron existiendo condenas canónicas contra el préstamo a interés. Para España resultó fatal porque su imperio careció de instrumentos financieros necesarios mientras que sus pequeños enemigos – Inglaterra, Holanda, Dinamarca… – contaban con los mismos y los opusieron con extraordinaria pericia. Una de las razones por las que Francia se acabó imponiendo sobre España como potencia hegemónica a mediados del siglo XVII fue precisamente que no tuvo reparo en contratar a los capacitados banqueros protestantes a diferencia de la monarquía hispánica.
En la cultura nacida de la Reforma, la educación es un valor fundamental – a inicios del siglo XVI ya se crearon las primeras escuelas públicas y obligatorias de la Historia en reductos protestantes como Ginebra o Escocia – ya que sin saber leer y escribir es imposible estudiar la Biblia. En la de la Contrarreforma, por el contrario, se podía ser santo – o conquistador – y, a la vez, analfabeto. De hecho, no hubo leyes educativas hasta bien avanzado el siglo XIX – incluso el XX – y, generalmente, por impulso liberal y con encarnizada resistencia de la iglesia católica. No deja de ser revelador que los Peregrinos del Mayflower contaran así con un índice de alfabetización de cerca del ochenta por ciento de los varones y del sesenta de las mujeres mientras que todavía a inicios del siglo XIX, en España e Hispanoamérica no superaba el diez por ciento. Como consecuencia relacionada, la Reforma dio lugar a la revolución científica mientras Galileo, Pascal o Descartes – científicos procedentes de naciones católicas – se convertían en exiliados, reclusos o sospechosos. A finales del siglo XX, en torno al noventa por ciento de los Premios Nobel serios – descarto el de literatura y el de la paz – eran protestantes o judíos – la otra gran cultura escrita – lo que no deja, nuevamente, de ser revelador.
En la cultura nacida de la Reforma, el principio de legalidad se impuso de manera rápida ya que el texto legal por antonomasia – la Biblia – se situaba por encima de papas y monarcas. A decir verdad, a él tenían que someterse y a partir de él se los juzgaba. Por el contrario, en la cultura de la Contrarreforma, determinadas instancias políticas y religiosas se supieron desde el principio situadas por encima del principio de legalidad.
En la cultura de la Reforma, el hurto y la mentira se convirtieron en pecados tan graves como el asesinato o el adulterio puesto que aparecían en el mismo Decálogo. Por el contrario, en la de la Contrarreforma, no pasaron de ser pecados veniales lo que explica no poco el desprecio hacia la propiedad privada de nuestras naciones y la omnipresente corrupción por la que, generalmente, no se responde.
En la cultura de la Reforma, la separación de poderes se impuso hasta consumarse en la constitución de Estados Unidos porque se partía de la base de que el ser humano, como individuo y especie, está caído y a menos que se evitara la acumulación de poderes se caería en la tiranía. Por el contrario, en la de la Contrarreforma, se consideró que determinados poderes absolutos – por ejemplo, el papal o el de los reyes sometidos a él – no sólo eran peligrosos sino más que deseables.
Finalmente, a lo anterior se sumó en el caso español una visión de la vida política no caracterizada por la noción de accountability – ni siquiera existe una traducción directa para esa palabra – y el concepto de civil servant sino por el de conquista y reparto de despojos. El que llega al poder busca fundamentalmente conquistar – a veces incluso con buenas intenciones – y entregar una parte del botín a sus mesnadas. Es algo que ya el propio Colón señaló en sus cartas a los reyes en relación con su segundo viaje y que perdura hasta el día de hoy: se busca conquistar y enriquecerse y no colonizar. Alguno podrá decir que el destino de los indígenas fue tan aciago o más al norte que al sur. Sin entrar en esa cuestión, no deja de resultar significativo que en Estados Unidos – no en el Canadá, sin embargo – se pudiera expulsar a los indígenas de sus tierras para colonizarlas y trabajarlas. Por el contrario, al sur del continente, los indígenas quedaban anejos a las tierras como siervos – las infames encomiendas – con la intención de que trabajaran para los conquistadores y la iglesia católica evitando que éstos a su vez se entregaran a una actividad tan infame – así lo fue legalmente hasta finales del siglo XVIII durante el reinado de Carlos III – como el trabajo.
Permítaseme al respecto citar una anécdota. En 1962, Hollywood realizó una superproducción titulada How the West was Won. En ella se describía magníficamente toda una filosofía de los Estados Unidos tomando como base su marcha hacia el oeste. Los llegados a estas tierras buscaban colonizar y avanzaban en torno al núcleo familiar. Por supuesto, aceptaban de buen grado todo tipo de avances tecnológicos – los barcos de río, el telégrafo, el ferrocarril… – y aunque en su camino se cruzaran obstáculos como la guerra civil finalmente llegaban a construir una sociedad basada en la ley y el orden. La visión es, ciertamente, muy distinta a la de los españoles en Hispanoamérica y quizá lo más grave es que sigue resultando en buena medida incomprensible tanto para ellos como para sus descendientes. Prueba de ello es que, en España, la película se tituló La conquista del oeste porque mis compatriotas no podían entender aquello de la colonización familiar y la supremacía de la ley, pero sí comprendían – y les gustaba – el concepto de conquista.
Cuando se reflexionan en estos aspectos que acabo de señalar – meras pinceladas – se comprende que la raíz de nuestros males está en la diferente cultura. Ahora bien, esa situación no es ni irreversible ni irreparable. Tampoco implica realizar tabla rasa con medio milenio de pasado. Más bien se trata de seguir el viejo consejo paulino de "examinad todo y retened lo bueno". De hecho, podemos mantener nuestra maravillosa lengua española; conservar la cumbia, el tango y el fandango; recrearnos en la lectura de Cervantes, la novela picaresca, Lezama Lima, Julio Cortázar o García Márquez; disfrutar del arte expresado a uno y otro lado del Atlántico y A LA VEZ, desprendernos de manera resuelta de aquellos aspectos que han lastrado trágicamente la vida de nuestras naciones. Sin duda, será una tarea ardua educar a nuestros pueblos para que repudien la mentira y se la hagan pagar a los políticos; para que adopten una visión del trabajo bien hecho y no meramente de compromiso; para que respeten la propiedad privada y no se dejen desviar por los mensajes irrespetuosos y amenazantes hacia la misma tanto si proceden de Castro, Maduro o el papa Francisco; para que instauren una verdadera separación de poderes con independencia judicial; para que comprendan los beneficios de la supremacía de la ley; para que asuman la magnífica idea del "muro de separación" entre la iglesia y el estado defendido por los Padres fundadores de Estados Unidos o para que desarrollen una visión educativa mejor que las experimentadas hasta ahora. Cuando se llegue a ese punto – no será tarea breve ni fácil – las naciones situadas al sur del río Grande experimentarán un salto político, social, económico y cultural como no han disfrutado hasta la fecha. Porque, al final, no es la raza, la lengua o la riqueza. Es la cultura, queridos amigos.
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