Maestros cubanos en Harvard, una historia a rescatar. Eliana Rivero: El intercambio entre estudiantes cubanos y universidades norteamericanas se remonta a principios del siglo XX 1,300 maestros cubanos viajaron a Cambridge
Maestras cubanas a bordo del Sedgwick, camino a Estados Unidos para asistir al curso de verano en Harvard. En el centro, con sombrero de plumas, María de Jesús Hernández Alfonso. Cortesía Harvard University Archives
Uno de los tantos pasajes de la Educación cubana ocultados o arrancados de la historia de nuestra Patria. Debo aclarar que no sólo la Universidad de Harvard, sino también la Universidad de Yale, participaron en la formación de verdaderos maestro emergentes en esa etapa.
Durante la ocupación norteamericana se implementaron notables medidas y acciones relativas a la enseñanza. El teniente Alexis Everett Frye y M. Hanna, como Superitendente General el primero y como Comisionado de Escuelas el segundo, por la parte norteamericana, y Enrique José Varona y otros ilustres ciudadanos, por la parte cubana ( entre ellos Borrero el padre de la poetisa) contribuyeron de manera relevante en la reorganización y desarrollo de la educación primaria en el país. Estas personalidades extrajeron lo mejor de la tradición educacional cubana y de los novedosos métodos educacionales norteamericano y los aplicaron exitosamente en la enseñanza de la Isla. Las Escuelas de Verano y los cursos emergentes, mediante exámenes anuales, contribuyeron a la formación y al aumento de la eficiencia de los maestros; esta formación acelerada se hizo imprescindible por la gran falta de maestros y la creación masiva de aulas por parte del mando militar norteamericano, pues solamente por la orden militar No 368 de 1900 se crearon 3 000 aulas; este movimiento de creación masiva de aulas solamente es comparable con el movimiento de creación de las Escuelas Cívico Militares en el campo, el cual fue llevado a cabo más de tres décadas después por Fulgencio Batista, y posteriormente con el gigantesco movimiento llevado a cabo por la Revolución que triunfó el 1ro. de enero de 1959. Las primeras Escuelas Normales para Maestros se fundaron en 1915.
- The Cuban Educational Association: An Early Experiment in International Education
- The Journal of Negro Education, Vol. 32, No. 1 (Winter, 1963), pp. 6-15 (article consists of 10 pages)
- Published by: Journal of Negro Education
- An Episode in International Education: The Cuban Expedition to the United States
- The Journal of Higher Education, Vol. 34, No. 2 (Feb., 1963), pp. 67-72 (article consists of 6 pages)
- Published by: Ohio State University Press
Tomado de http://futurodecuba.org
1899 Maestros cubanos invitados a Harvard
Por Alberto Luzárraga
Esta excelente foto de profesoras cubanas a bordo de un vapor se refiere a parte de un contingente invitado a tomar un curso de verano en Harvard. Los detalles de este episodio los relata el Dr. Martínez Ortiz en su libro 'Los primeros Años de la Independencia' (Paris 1921) que nos explica como se gestó el curso.
Fue una brillante idea del Superintendente de Educación, Sr. Alexis Frye nombrado por el general John Brooke, primer interventor, para ese cargo. Frye gran educador y hombre de capacidad ejecutiva consiguió que el gobierno americano facilitase los transportes y que la Universidad de Harvard donase $70,000 para gastos mientras que el resto se obtuvo por suscripción particular. Las maestras se alojarían en Cambridge, en casas particulares, y los maestros en la Universidad. De 3,500 maestros embarcarían 1450. 900 maestras y 450 maestros. Se escogieron con un sistema muy inteligente. En cada municipalidad se escogían dos grupos de maestros y cada cual seleccionaba los correspondientes al otro. El curso cubriría Inglés, Historia de Cuba, de América Latina, Geografía, e Historia de la Revolución Americana para que los maestros supieran como se organizó esa república.
(Cuban teachers on board the Sedgwick, 1900 )
Es un dato muy interesante que muestra dos cosas. Primero que hubo grandes y desinteresados personajes en la intervención pues Mr. Frye nunca quiso aceptar un sueldo y que había gran calidad humana disponible, a pesar de todas las vicisitudes de la guerra. No tendrían muchos medios pero todas las maestras están vestidas con elegancia y propiedad. Se ve a la larga su decencia.
El 'hombre nuevo' no entiende de estas 'cosas burguesas'. La inmundicia, la grosería y la chabacanería son su moneda corriente
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Tomado de http://www.cubaliteraria.cu
.Eliana Rivero: apuntes para un álbum de familia
Por Ambrosio Fornet
Eliana S. Rivero, poeta y ensayista, se desempeña como profesora universitaria en Estados Unidos. Es una notable estudiosa de las literaturas latinounidenses (la cubano-americana entre ellas), así como del género testimonio y la literatura de mujeres. Ha publicado dos poemarios y numerosos textos poéticos y críticos en revistas y antologías. Los fragmentos que siguen forman parte de un curioso diario en el que se mezclan los documentos con los recuerdos personales, lo histórico con lo íntimo.Memoria de la abuela María
Tucson, Arizona, abril de 1977
Me trajo Bernadette un número de la revista The Americas en el que -sorpresa sin igual- aparecía un artículo sobre el viaje de los maestros cubanos a la Universidad de Harvard, Estados Unidos, en el verano de 1900. Y allí, por milagro de la tinta impresa y de la cámara fotográfica, se veía la figura de mi abuela materna, mujer de traje blanco y sombrero de ala ancha, captada para la historia a bordo de un vapor cuyo nombre se me escapa, listo a zarpar desde el puerto de Matanzas al de Charleston, Carolina del Sur. [...]
New Haven, Connecticut, julio de 1982
Tal vez serían las grandes piedras amarillas de la Universidad de Yale recubiertas por la hiedra y la luz del verano, o la conversación que aquí tuve con Pepe Arrom y Emilio Bejel sobre las playas de Oriente de Cuba, o quizás la persistente memoria de tu juventud con sucesos extraños, visitante en este Norte de bibliotecas y monumentos, abuela, lo que me hizo pensar en tu pasado de muchacha y maestra novicia, que viajó en vapor desde Matanzas en aquel julio de principios de siglo hasta los recintos de Harvard, no tan lejos de aquí -ahora-, y en aquel entonces rodeados de huertos de manzanas y arces crecidos cuyas hojas admiraste. Lo cierto es: tu historia (pensada tantas veces, recogida en la ojeada a los retratos sepia con tu talle de avispa y tu moño alto, en el patio habanero con arecas; adivinada en la joven del sombrero de paja con cintas, que traicionaba su seriedad a bordo del vapor vislumbrado en una revista 75 años más tarde). Lo cierto es: tu recuerdo, con la pena de no haberte visto pasar al sueño último. Lo cierto es: tu voz y tu sonrisa, que fueron materia de visiones imaginarias para mi lejanía desterrada. Lo cierto es que mis pasos han repetido los tuyos aquí, ahora, y también en Cambridge, Massachusetts, por las calles empedradas, tantos veranos después que los maestros de Cuba viajaron por el mar desde la tarde soleada de un puerto matancero, porque el gobierno interventor de Leonard Wood quería instruir a los cubanos en el "American way of life", y qué mejor forma que mostrar el progreso y la democracia de la formidable Unión a los que instruirían a los niños en aquella isla, marcada por estaciones carboneras y enmiendas territoriales, fatigada en sus palmas, que pasaron de españolas a norteamericanas: así se trajo a los maestros a absorber esta vida del Norte, su lengua y costumbres por medio de ocho semanas de inmersión, desde luego que con chaperonas que acompañaran a las jóvenes.
Lo cierto es que te pienso, abuela, en la ironía histórica de duplicar tus huellas por estos alrededores, en la doble ironía de tener que constatar tu existencia por medio de un traductor certificado de la Embajada Suiza en La Habana de 1963 (por la tarifa de 15 francos o U.S. $3.45), cuando tú hace rato que dejaste de mecerte en un portal pinareño, cuando los canarios de tu jaula se fueron a cantar a otros montes más etéreos, cuando ya las vicarias de tu jardincito no reciben más el agua de tu mano. El dulcero vizcaíno, vendedor ambulante con paciencia, de boina y alpargatas, que traía quesitos de almendra y cusubú criollo, y apeaba su gran canasta de golosinas frente a mis ojos, también pasó a los libros del recuerdo. Y te pienso aún antes, antes de que tu pelo se emblanqueciera, cuando todavía cantabas en la vieja casa de Guanabacoa con sus vitrales, donde tus vecinos eran una familia de apellido Lecuona, y cuando Ernestico, de apenas cinco años, se sentaba casi al amanecer en la banqueta del piano a la que apenas se podía subir, y se desesperaba porque Ernestina, su hermanita mayor, le revelara los secretos del do bemol y de todas aquellas teclas negritas que lo atraían obsesivamente.
Me contabas que de allí, de aquella casona de las afueras donde te alojabas con la tía solterona -a la que recuerdo ya anciana, con sus lentes de cinta negra y los barquillos de helado en forma de abanico que me compró una vez- te ibas por las mañanas a la Escuela Normal en tranvía de mulas, al que te subías con las mismas mangas de hilo y entredoses de la pechera que yo quería tocar en tu retrato. Ay, abuela, ¿sería verdad que en el cuarto último de tu casa de la infancia, en Los Palacios, vivía encerrada tu madre Teresa Alfonso, mi bisabuela de nombre místico que veía visiones y aparecidos, y creía conocer a los espíritus que subían del río? Aquella casi legendaria mujer, en la que a veces creo reconocerme, era cuidada por la antigua esclava liberta de nombre Clara, quien fabricaba polvos de arroz para blanquear el cutis de las señoritas Alfonso, en los ratos de ocio que le proporcionaban las siestas de la abuela enloquecida. Todavía imagino sus cantos de soprano operática, mi antepasada cuya voz heredó mama, y la que tuvo tres hijas que se casaron con tres hombres tan disímiles: Pilar, con el senador de la República Matías de la Fuente -allá en los tiempos en que el presidente Estrada Palma dicen que perjuraba de su historia- y con el cual viviría después en una casa grande y extraña del barrio habanero de Lawton. Lola, la menor, con el funcionario Menalio San Juan, al cual recuerdo en su gusto por la leche quemada, en la casa de la calle San Lázaro número 22, donde reposaba el gran piano de cola que tocaba su hija Teté, con sus teclas de marfil legítimo cubiertas por aquel lienzo de terciopelo de aroma embriagador que yo acariciaba a los siete años, aquella casa semioscura donde se recordaba al maestro Eusebio Delfín, compositor de canciones románticas de la vieja trova que cuentan de niñas grabando su nombre en troncos de árboles... Y a ti, abuela, que tanto te dedicaste a los niños campesinos en tu aula rural de Ríohondo, en el kilómetro 79 de la Carretera Central, casi llegando a Candelaria, el pueblo dedicado a la Virgen del 2 de febrero, cuando las muchachas se cortaban el pelo y hasta las puntas de las pestañas (para que les crecieran bonitas); a ti, que te casaste con mi abuelo Antonio de la larga familia, que me dio primas con nombres melodiosos -Perla, Josefina, Antonieta-, y primos que después fueron combatientes dentro y fuera de su país... A ti, que te tocó pasar la infección de piojos que padecían los pobres muchachos de tu aula cerca del río Bayate, con las pesadas curaciones de alcohol de reverbero y trapos enrollados en la cabeza a manera de turbante, según me contaba mamá... A ti, abuela, te tocó casarte con aquel hombre de ternura chistosa y vista miope, de familia un tanto excéntrica, dueña de cines y boticas y lecherías. En aquel teatro de nombre Capetillo, donde pusiste tu enseñanza musical al servicio de las pianolas y las películas silentes de Thom Boyd y Theda Bara, según me contaba papá, y donde se les cobraba la entrada por igual a familiares y conocidos, nada de pases gratis, y todo el público se emocionaba al compás de tus pies que pedaleaban en el instrumento mecánico. En aquel pueblo donde vivías con tus hijos y con mi abuelo Tonito en la misma casa de la Calle Real número 26, con la lámpara Tiffany en el comedor que me tocó ver después que te mudaste, con sus colores de vivo azul prusia y rojo sangre que teñían el mantel de la mesa de reflejos, cuando me contabas de aquella vez que te picó un alacrán en la barriga y desde entonces siempre dormiste con mosquitero grueso, a pesar del calor...
Cómo te tocó en tus años tempranos salir de tus costumbres y comer jalea dulce junto a la carne asada en los comedores de Cambridge, al igual que me tocaría a mí años después en aquellas residencias de Virginia y Tennessee, a mis diecisiete años, en que te pensaba comparando nuestros destinos relacionados a este Norte que nos cambió la vida, donde le diste la mano al presidente McKinley en la elegante recepción que ofreció a los maestros cubanos en la Casa Blanca, a los maestricos cubanos recién graduados como tú (tú, con tu flamante diploma que te certificaba y no "habilitada", como a tantos otros al comienzo de la República, decías orgullosa). Todavía me miran esas caras lustrosas desde la foto, en la fila triple sobre la cubierta del vapor, desde las páginas de la revista donde Bernardette te recortó y donde papó y yo te descubrimos, seria, junto a las señoras que chaperoneaban al grupo. Y qué paralelo de nuestro destino darle la mano al Presidente, pensaría yo mucho tiempo después cuando en una primavera de Tucson me tocó saludar a Clinton, que pasaba por la base militar recogiendo simpatía cuando los rehenes de Kosovo todavía tocaban el corazón del gran público.
Pero antes, abuela María de Jesús, "señora Chucha" para los guajiritos de la escuela, mucho antes te había tocado a ti ver de cerca la Guerra grande del 98, y me contaste cuando me reponía del sarampión que habías visto a los campesinos reconcentrados, echados de sus sitios y fincas por Valeriano Weyler, azote de los campos de Cuba, para que no ayudaran a los mambises insurrectos, y por eso -me decías- no te asustaban los disparos ni los truenos, por todo lo que habías visto y pasado. Ay, abuela, quién te viera de nuevo con tus vestidos blancos y tus anillos finos de oro, sentada en tu portal esperándonos. La guerra de Independencia le tocó asimismo a la abuela María, la de trenza larga y esposo español venido de la más pequeña de las Islas Canarias, La Gomera, hasta aquella vega de Vueltabajo donde cultivaba tabaco y criaba gallos finos de pelea y donde se quedó hasta el final de su vida.
(Tomado de la revista Correo de Cuba)
Throughout its history the Harvard Summer School has included programs that are intercultural in scope. The earliest of these programs, the Summer School for Cuban Teachers, was initiated by Alexis E. Frye, Superintendent of Schools for Cuba by appointment of the U.S. military, and Ernest Lee Conant, an American lawyer practicing in Havana. The two men, both of whom were Harvard alumni, wrote to President Eliot in February 1900 about their plan to bring Cuban teachers to the United States for summer study and touring. The goals of the program were to provide educational and cultural enrichment for the teachers and to forge closer ties between Cuba and the United States. By this time, the Harvard Summer School enjoyed a national reputation and both men felt that their alma mater would provide the best setting for such an endeavor. The Harvard Corporation voted to approve the project and it was endorsed by General Leonard Wood, Military Governor of Cuba.
The program of instruction included two English lessons daily; lectures in Spanish on physiography that were illustrated by field trips to sites in the Boston area; lectures on American libraries and schools; and lectures on the psychology of imitation and allied faculties in children. In addition, the women attended special lectures on kindergarten education, while the men received instruction in American "sloyd" (shopwork). Excursions to local sites of historical, cultural and industrial interest were also organized.
A surplus of funds raised to support the Cuban Summer School of 1900 enabled a group of eighty Cuban teachers to return to Harvard the following summer for instruction in English. At the end of the course, examinations were given and certificates awarded. For several years thereafter, small groups of Cuban teachers returned to Harvard for summer study and received stipends from this fund.
For more details about the expedition of the teachers from Cuba to Harvard in 1900 see the report of President Eliot in the Annual Reports of the President and Treasurer of Harvard College, 1899-1900 (Cambridge: 1900).
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