sábado, mayo 21, 2016

Luis Cino Àlvarez desde Cuba sobre el fusilado en 1971 Nelson Rodríguez Leyva


Tomado de http://primaveradigital.net/nelson/

Nelson

Por Luis Cino Àlvarez
Mayo 18, 2016

Arroyo Naranjo, La Habana, Luis Cino (PD) En las últimas semanas, luego de haber leído la versión digital que circula entre nosotros de la excelente reedición que hizo la editorial Betania del libro de cuentos “El Regalo” de Nelson Rodríguez Leyva, varias personas me han preguntado si yo fui amigo del escritor fusilado en 1971 por intentar secuestrar un avión.

Las preguntas se deben a un cuento que hace años le dediqué, “Volver a hablar con Nelson”, y que aparece en mi libro “Los tigres de Dire Dawa” (Neo Club Ediciones, 2014).

He hablado y escrito sobre Nelson Rodríguez en otras ocasiones. He explicado que no fui amigo suyo, pero lo conocí, coincidimos tres o cuatro veces y tuvimos dos o tres amigos en común.

En aquellos primeros años 70, en La Habana, casi toda “la gente de la onda” se conocía. Al menos de vista o de oídas. Y más aún si se compartían intereses comunes, que en nuestro caso, además de la música rock, era el afán por la escritura y los libros y las consecuentes peripecias derivadas en aquellos tiempos y circunstancias.

Cuando conocí a Nelson era más de diez años mayor que yo, pero delgado, bajito y melenudo como era, se veía casi igual de adolescente. La principal diferencia entre nosotros no era la edad, sino que Nelson tenía publicado un libro de cuentos que se llamaba “El regalo” y que había salido siete años antes en Ediciones R. ¡Se imaginarán lo que significaría aquello para el impertinente chiquillo aspirante a escritor que era yo!

Sin embargo, Nelson apenas hablaba de aquel libro, del que no conservaba ningún ejemplar, porque el único que tuvo se lo quitó la policía. Le interesaba más el libro que decía estar escribiendo sobre sus vivencias en un campamento de “rehabilitación de lacras sociales” de las UMAP adonde lo habían enviado apenas un par de años después de la publicación de “El Regalo”, sin que su padre, que era oficial del Ministerio del Interior, hiciera algo para impedirlo.

Nos conocimos en la casa del pintor Waldo y su musa, Barbarita, una de las muchachas más bellas del underground habanero de la época. Allí confluían aspirantes a pintores y escritores –recuerdo a Carlos Victoria y David Lago- y hasta algún futuro alto personaje de la Nomenclatura que en aquella época era sólo un melenudo hijito de papá que estudiaba en la Escuela de Letras y se desvivía por las canciones de los Beatles y Janis Joplin.

Pese a que éramos muy jóvenes, todos teníamos amargas experiencias que narrar. Lo que escribíamos inevitablemente reflejaba el ambiente de prohibiciones, carencias y desesperanza en que vivíamos. Y el desenfreno hippie, que era nuestra rebelión contra “la triste monotonía de las dictaduras” que decía Borges.

Nuestros sueños, obsesiones, desencantos, angustias y calamidades, se convertían en poemas y cuentos escritos en hojas de libretas escolares que se ocultaban celosamente entre una improvisada tertulia semi-clandestina y la próxima, porque desconfiábamos de los vecinos, los amigos, las novias y la familia. De todos. Nunca se sabía quién podía delatarnos a la policía política. Y conocíamos muchos casos en que las historias con “esta gente” acababan en la cárcel, o en Mazorra, con el cerebro achicharrado por los electro-shocks (porque había que estar locos para no ser felices con la revolución).

1971 fue un año terrible. Los 10 Millones no fueron. En lugar de las bonanzas prometidas, lo que hubo fue más penurias y represión. Fue el año del Caso Padilla, el Primer Congreso de Educación y Cultura, el parametraje, el Pavonato, la ley seca. Y el año en que fusilaron a Nelson.

Con él, fusilaron también a su cómplice en el secuestro del avión, que tenía solo 16 años, igual que yo, y que escribía poemas, posiblemente tan malos como los míos. No sé si lo conocí, pero es probable que hayamos coincidido alguna vez.

Aquella noticia, que no recuerdo si supimos antes o después de que apareciera en el periódico Granma, con aquella historia tenebrosa e insultante que pretendían fuera escarmentante para otros desesperados por escapar del paraíso revolucionario, cayó entre nosotros como un rayo.

Luego, el grupo de aspirantes a escritores no se reunió más. Waldo fue muerto a puñaladas, en una parada de ómnibus, por un borracho que lo confundió con otro. Y a Bárbara, un tiempo después, por tener un romance con un diplomático extranjero, la condenaron a cinco años en la cárcel de mujeres Nuevo Amanecer.

No fue hasta treinta y tantos años después que gracias a una colega que me lo prestó, pude leer “El Regalo”. Solo entonces comprendí, con aquella imaginación y tanta influencia de Kafka, Piñera y Cortázar, cuán lejos hubiese podido llegar Nelson Rodríguez como escritor. Por eso le dediqué aquel cuento. Para que no se olvide su historia, que pudo ser la de cualquiera de nosotros.
luicino2012@gmail.com; Luis Cino
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Tomado de http://web.archive.org

No te olvidaremos, Nelson

Tania Díaz Castro

LA HABANA, Cuba - Abril (www.cubanet.org) - Nelson Rodríguez Leyva nació en la provincia Villa Clara el 19 de julio de 1943, y fue fusilado en 1971 en la fortaleza habanera de La Cabaña por intentar el secuestro de un avión (ver nota ), en busca de libertad. En 1964, adolescente aún, el afamado escritor Virgilio Piñera le publicó su libro de cuentos El regalo, en ediciones R; 3 mil 200 ejemplares fueron convertidos en pulpa de papel seis años más tarde, por orden expresa del gobierno cubano.

La noche de su muerte no le dieron tiempo a mirar por última vez las estrellas, a ver editado el libro de poemas que preparaba, a escribir una carta de despedida a la mujer amada, tal vez nombrada Elena Parente, a quien dedicó su libro de cuentos. Ni siquiera pudo tener una defensa eficaz en el juicio. Lo mataron así, de pronto, con una ráfaga de balas que rechinaron sobre el paredón, mientras el poeta, con las manos atadas y los ojos vendados, pensaba en la crueldad de los hombres.

Cuando el pelotón de fusilamiento recibió la orden de: Apunten, ¡fuego!, no sabía que mataban el corazón de un poeta, de un artista de gran sensibilidad y talento.

Alguien que fue su amigo me dice que Nelson era un joven apuesto, elegante, de fuerte personalidad, e inconforme. Un buen samaritano muy sincero, sentimental, y reacio a las órdenes de disciplina.

En los breves relatos de El regalo, tan breves como su vida misma, el elemento más recurrente es su propia muerte, demasiado temprana, la que gravita como una obsesión entre sus páginas. ¿Acaso la presentía, temeroso del tiempo, de la vejez?

Le siguen y sobresalen el mundo subconsciente de su infancia, enlazado con lo fantástico, su imagen, que se le escapa del espejo, la angustia, la pasión por todo lo que ama.

En su obra literaria en ciernes no aparece para nada la llamada Revolución Cubana. Ni siquiera la menciona, como si presintiera el joven creador que esa Revolución lo llevaría al cadalso.

Nelson Rodríguez Leyva, a los 20 años, ya era un excelente aprendiz de este género literario más antiguo que Cristo. Es posible que sus inspiradores fueran Kafka o Jorge Luis Borges y por eso nada tiene que envidiarle a la principal cuentística del antiguo Oriente, tampoco al realismo mágico de Isabel Allende, porque se le adelantó a la autora de La casa de los espíritus. Su buena carga de poesía en la atmósfera de sus narraciones, su hondo pensamiento de adolescente precoz, son sus mejores virtudes, sus dones más preciados; todo lo supo utilizar para así mezclar lo real con lo sobrenatural. En su cuento titulado Pesadilla, dice:

"Según iba subiendo la escalera, me notaba más pesado. A cada peldaño que debía vencer era una parte de mi esfuerzo que escapaba inútilmente. Las piernas se tendían hacia los escalones como plomos colgados de una soga. Y sentía que todo mi cuerpo era atraído por la fuerza de la gravitación. Los temores no se alejaron de mí, sino que, al contrario, obraron más ímpetu, pareciendo que perdería la razón si no lograba encontrarme. Las manos adheridas a los huesos, como engomadas, me daban miedo y no podía olvidar que yo estaba muerto. Caminé frente al espejo. En vano busqué mi rostro".

"Ya he perdido gran parte de la piel del pecho; y con temor contemplo el orificio de bala en mi corazón. Con más intensidad que antes siento que mi cuerpo arde, o lo que queda del mismo, y ese dolor punzante me crea un vacío en el cual vago, y noto que camino sin moverme. Miro mis manos. Ya no queda nada excepto los huesos. No me acostumbro a la idea de estar muerto".

Seguramente la Unión de Escritores y Artistas de Cuba no pidió clemencia para el creador Nelson Rodríguez Leiva. Transcurría el largo y lamentable tiempo de Nadie escuchaba. Durante la guerra de los mambises en el siglo XIX, el Mayor General José Maceo habría intercedido en su defensa. Cuando uno de sus bravos subalternos situó a la banda de músicos en un lugar riesgoso, José Maceo exclamó, molesto: "Si usted o yo morimos, nada importaría: se corre el escalafón y nos sustituyen fácilmente; pero si muere un artista, no podríamos hacer lo mismo ".

La vida de este artista a nadie importó. Su mayor pecado, mientras sufría el totalitarismo castrista, fue sentirse dueño de sus decisiones. El, que sólo era romántico y a veces lloraba, cometió un error: usar la fuerza que no poseía realmente en pos de la libertad, pero mayor error fue haberlo matarlo aquella noche de 1971, durante el apogeo del estalinismo en Cuba.

El otro día, cuando tomé su libro entre mis manos, salvado del holocausto por manos generosas, aún con sus páginas blancas y limpias, como recién salido de la imprenta, sentí una gran angustia, un raro dolor. Su destino fue morir, pensé; el mío, a pesar de haber sentido una vez mi muerte en un paredón de fusilamiento, fue seguir aquí, para que un día, mientras un sol inmenso y hermoso de abril pudiera asomarse por entre los framboyanes de mi calle, yo abriera la puerta de mi casa para recibir de manos de un amigo el libro de Nelson, con su portada color naranja, igual que el sol de esa tarde y las impresionantes palabras que aparecen en uno de sus relatos:

"Me doy cuenta de que soy levantado en peso. Ya no oigo nada. Debe ser por lo hermético de mi encierro. Sé que dentro de un rato todo habrá pasado, y acabará con unas paletadas de tierra. Era bueno, dirán".

O esas otras que escribió tal vez como epitafio: "Ahora sí estoy convencido que me queda poco. Y por tanto deseo dejar un recuerdo. No quiero que me olviden".

NOTA DE LA REDACCION

En el primer párrafo: "por intentar el secuestro de un avión", es preciso aclarar que se trataba de una avioneta de fumigación, y no de un avión comercial.