viernes, junio 10, 2016

Alex Heny sobre Miami: La imaginación del que es paria en su país-páramo no conoce límites

 Nota del Bloguista de Baracutey Cubano

Los cubanos no TOMARON Miami, la desarrollaron con su trabajo,  penas, vejaciones de algunos propietarios y residentes, esfuerzos, nostalgias, iniciativas y amor hacía la Patria  que traían entre pecho y espalda.
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La imaginación del que es paria en su país-páramo no conoce límites
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( Cubanos exiliados de los años 60 del pasado siglo XX. Posiblemente en ¨El Refugio¨. Foto y comentario del bloguista de Baracutey Cubano)

Por Alex Heny
Nueva York |
09/06/2016

Había cierta amargura cuando los que no teníamos remedio nos referíamos a la tercera opción.

Había también algo de envidia al mencionarla: tristeza, por supuesto; además, desesperanza, y una resignación que quemaba en la garganta como vómito de madrugada.

Luego estaban, están, las otras opciones, por supuesto. Dos más, más radicales: vivir en Cuba, la primera; marcharse para siempre, a cualquier otro lugar, la segunda. Y daba igual —sigue dando igual— cuál fuera el destino: de tal magnitud era —es— el desespero que Haití, la tundra canadiense, o algún pueblo somnoliento de un desierto huérfano de mar se nos aparecían como sendas tierras, además de prometidas, anheladas.

La imaginación del que es paria en su país-páramo no conoce límites.

Pero la tercera, ¡ah, la tercera opción! Uno soñaba con ello: era la lotería, la alternativa carpe diem, la supervivencia a buches, diminuta hendija en el muro hediondo por la que se colaba, cuela, un hálito de aire fresco, frio, oloroso a suavizante de ropas y cosas nuevas: la tercera opción era, es, ir, regresar, ir, regresar, péndulo indolente, ciudadano insolvente, economía oscilante, pariente dependiente, funcionario viajante, misionero miserable, vaivén de animal doméstico, del redil al comedero, de La Habana a Moscú, Praga, Toronto, Madrid, Nueva York, Ciudad de México, Caracas.

Miami, y de vuelta.

La tercera opción, dama impredecible, cínica pragmática huidiza meretriz que mide sus días en obesas maletas de peso ajustado con precisión de verdulero.

La tercera opción, a veces —tantas, que da nauseas— luciendo pegotes de colorete ideológico. Disfrazada de discurso y método para comer una hamburguesa, visitar un pulguero, tomarse una foto en el Versailles miamense y regresar presurosa a protestar fidelidades, a confirmar que vamos allá, sí, pero acá estamos, de vuelta, porque somos felices aquí, allí en Cuba.

La tercera opción, prima de la doble moral, esa hija pródiga de las tiranías totalitarias, nunca es tan rozagante como cuando se le fertiliza con divisas, pacotillas y aires de otras tierras, mientras más abundantes y lejanas, mejor.

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Miami, tan cercana, es una Cuba imposible.

La cubanía pre-castrismo, por ejemplo, sobrevive, está a salvo, allá en Miami.

También lo está —conservada, corregida, aumentada— la gastronomía cubana. El Palacio de los Jugos es un santuario de manjares aniquilados por la barbarie insular; la “bakery”, cubanísima institución, alternativa a los deli y sus egg sandwiches, es un paraíso de hojaldre, manteca pastelera y azúcar; los cubanos exiliados, antes de aprender las nuevas manías del Primer Mundo, las obsesiones de la clase media con los gimnasios, jogging, dietas estrambóticas y ropa deportiva escandalosamente cara, engordamos en nombre de lo sabroso, brillamos de manteca, acariciamos panzas inflamadas de carbohidratos y televisión.

Cuba prospera en Miami. Las croquetas y las mediasnoches desplazaron a los bagels y al bacon, los pasteles derrotaron al apple pie, y el regetón vocifera desaforado desde patios con césped cuidadosamente recortado donde bohíos hacen las de gazebos.

Los cubanos tomaron Miami y crearon una Cuba de fábula. Han hecho suya la ciudad, con la contundencia de la masa crítica, con la testarudez de la hiedra que trepa por paredes resecas, con la timidez del neonato que no quiere abandonar el útero.

Los cubanos, que poblaron Miami con mitos, nostalgias y guettos amables, con la vista tan puesta en el sur que casi olvidan que hay un país al norte de Miami Dade.

Los cubanos, los de la segunda opción, hemos aprendido tanto que ya sabemos vivir para el weekend; manejamos autos, bebemos cerveza, comemos tamales, vamos a la playa, trabajamos con la obsesión aprendida de los americanos, y alimentamos a la tercera opción para que Cuba exista.

Cuba la otra, porque la ficticia, la imposible, solo existe en Miami. La otra, sin Miami, vuelve a ser la cosa trémula, sola y oscura que apenas flota unos kilómetros al sur.

Miami, que es nuestro vino: la tercera opción por excelencia.

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Pero seguimos siendo refugiados.

Rehenes, además, atrapados por tentáculos familiares, por cadenas de compasión, por ataduras de deberes filiales.

No así nuestros hijos. “Van a crecer con nuestras ventajas y sin nuestros traumas”, dijimos mientras mirábamos a los niños jugar en el patio caldeado por una tarde tan calurosa y húmeda que parecía cubana.

Van a crecer, pensé yo, sin la necesidad de hacer malabares con extrañas opciones para poder vadear un país imposible; sonrientes, perplejos con las ideas recurrentes que atormentan a sus padres, nunca van a saber que son esas opciones —primera, segunda, o tercera— de la desesperación.

Se ven felices.

Miami parece ser su país, aunque vivan en Nueva York.

© cubaencuentro.com
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Exilio

Por  Rev. Martin N. Añorga

Para algunos, un traslado, un cambio de dirección. Una aventura secretamente deseada que de pronto se hizo realidad. Para muchos una deplorable travesía hacia lo incierto.

Para los que eran afortunados, tenían propiedades bien adquiridas y disfrutaron de las comodidades propias de un intenso trabajo, el exilio fue la pobreza impuesta arbitrariamente, el cambio de los palacios por el estrecho cuartucho de un hotel sin estrellas. Pero fue también la exaltación del decoro, el despliegue de la más arriesgada expresión de la valentía y la máxima manifestación del patriotismo. Para otros, un ascenso, un salto a mejor economía y a vivir sin mayores problemas.

Habrá quienes crean que el exilio es una bendición, viajamos, tenemos casas más holgadas, manejamos automóviles, y hasta buenas cuentas en el banco. Son los que han anestesiado su dolor por Cuba, inyectados por la ambición desmedida por el dólar. Hay los que asocian el exilio con la amnesia. Para estos sus vidas empezaron aquí, con imperdonable olvido de los años vividos allá. Son los que cambian de nombre y de idioma, los que se han dejado subvertir la cultura y han aceptado calladamente una nueva geografía.

Están los que se han insertado en el cómodo espacio de la indiferencia. No creen en las organizaciones y por eso no las apoyan. Son los que se pasan la vida criticando a los héroes del pasado y se han dejado clavar en la frente la dolosa marca de la resignación.

Y están también los traidores y tramitados. Los que abandonaron un pedazo de tierra, porque patria no tenían, y han venido para esparcir falsa ideología, para crear divisiones y para servir en este ámbito de libertad al tirano que ha sembrado en la Isla atropellada el crimen, el odio y la opresión.

En el exilio he visto, sin embargo, a campesinos que han fabricado su nueva agricultura en tierra ajena sin abjurar jamás de aquella de la que se despidieron.

He visto en el exilio a médicos y profesionales reconstruyendo sus carreras al tiempo en que trabajaban mal pagados en fábricas hacinadas.

He conocido a escritores que sostenían la escoba en sus manos sin olvidar la pluma que les reclamaba el regreso al romance de su vocación literaria.

He conocido en tierras de libertad a mujeres y hombres con la altura moral de una empinada asta de bandera, que llegaron de Cuba cuando eran niños, prendidas sus manos de manos desconocidas. Los padres, allá, en la tierra convulsa se separaban lagrimosos de sus criaturas con la ilusión de que éstas vivieran en tierra libre, con esperanzas vestidas de limpio. Los asombrosos niños de Peter Pan son honra del exilio cubano. Sus logros exaltan la fertilidad del sacrificio y la libertad.

Una de las experiencias más dramáticas del exilio, para mí, es la de despedir en un cementerio local a un cubano que se murió con hambre de Cuba. Pudiera intentar una larga lista, pero siempre cometería impropias omisiones.

Voy a mencionar a un íntimo amigo que a punto de exhalar su último suspiro, me dijo con entrecortada voz: "no me duele morir, lo que me duele es morir fuera de Cuba".

El exilio es una rara combinación. Para unos, gloria, triunfos reflectores, aplausos y riquezas. Para otros, pobreza, soledad, escasez, insomnio y desespero.

Este exilio, que se ha ido integrando por etapas, es diverso. Para la gente de mi edad, Cuba es innegociable, la queremos libre, sin zurcidos en el traje. En ese empeño hemos ido dejando pedazos de juventud.

Los que han venido llegando después no pueden tener de Cuba el mismo recuerdo que el nuestro. Han dejado atrás una tierra encadenada, un sistema de opresión feroz y un amargo sentimiento de frustración que es perdurable.

Cuando oigo a algún recién llegado hablando despectivamente del exilio histórico, se me sale del pecho la rebeldía. Estos cincuenta años de destierro contienen un cúmulo de heroísmo, sacrificio y patriotismo que únicamente pueden negarlo los que estén ciegos por el odio o tienen corrompido el corazón por la maldad.

El exilio es sueño interrumpido, sonrisas que alternan con lágrimas, nostalgias que invaden el alma, despedidas que han dejado incurables cicatrices, es andar al frente con el corazón mirando hacia atrás. No importa lo que hayamos alcanzado ni la importancia que hemos conquistado. Para el verdadero exiliado nada hay que valga más que la ansiosa ilusión de una patria redimida.

Hoy día existen puentes de comunicación entre el exilio y la Isla aherrojada. Hay quienes van a la Isla con un equipaje de sorpresas y un plan empaquetado en carcajadas. Son los que han cambiado el traje de desterrados por el uniforme de turistas. Pero hay otros que van a dar el beso último a la madre enferma y llevan como equipaje pan para saciar el hambre y medicinas para aliviar el mal. Es, evidente, sin embargo, que estos trámites de los viajes a Cuba, sea cual fuere el motivo, cobran el precio del silencio por parte del viajero.

A nosotros, en las primeras décadas del destierro nos tocó una etapa dolorosa y cruel de aislamiento total. Conozco personas - más de lo que quisiera -, que no pudieron cerrar los ojos al padre moribundo, ni visitar a sus enfermos y seres más amados, que en tierra cubana clamaban por un abrazo y por una limosna de cercanía. Cuando veo a algún cínico sonreír malévolamente, cuando hablamos del dolor del exilio cubano, tengo que cerrar mis puños para no golpearlo. El que no es capaz de entender el dolor ajeno ha dejado de ser humano.

El exilio podrá tener sus momentos de alegría, sus horas de disfrute de abundancias y sus conquistas felices; pero no por eso deja de ser fundamentalmente un exilio triste.

Cuando se apaga la última nota de la música, se queda vacía la copa en que celebramos la felicidad y regresamos a nuestro íntimo reencuentro con la almohada y desnudamos, ante Dios, nuestra alma sin que nos importe el pudor, sabemos que no tenemos patria, que Cuba nos ha sido robada, que nos espera una tumba bajo cielo extraño y que, a fin de cuentas, por mucho que creamos tener, nada somos. La risa es pasajera, la tristeza es resurgente.

Soy un exiliado, un viejo exiliado. En Miami tengo hijos, nietos y biznietos, amigos y hermanos. Pudiera decir que, a mis años, nada me falta; pero eso sería engañarme. Me falta Cuba, y mientras no la tenga no seré más que un errante caminante que anduvo por sendas que jamás le pertenecieron.
Sé que moriré fuera de Cuba, como un exiliado más; pero el consuelo que me queda es el de que Cuba seguirá viviendo más allá de mi muerte. Otras manos, otras voluntades rescatarán a Cuba de la ignominia. ¡Y ese día celebraré en el cielo, con millares de mis amados 

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Cuba y su Historia - Jose A Albertini entrevista a Salvador Lew (22-05-2016)