viernes, diciembre 16, 2016

Miguel Sales Figueroa: El estado de las creencias


El estado de las creencias


Por Miguel Sales
Málaga
15 de Diciembre de 2016 


Bien entrada la tercera semana del año I de la era D.C., que empezó la medianoche del pasado 25 de noviembre, cabe preguntarse: ¿Cuál es el estado de las creencias en Cuba? ¿Qué queda de la ideología castrista, que durante más de medio siglo fue el pensamiento único, oficial e indiscutible de 11 millones de cubanos?

Las creencias del Estado ya las conocemos. Están petrificadas para la eternidad en la Constitución intocable y son las mismas que los jerarcas juran tener y repiten mecánicamente en sus discursos, aunque algunos síntomas inducen a pensar que de dientes para adentro tal vez esas convicciones no sean tan sinceras como aparentan. Ahora habría que indagar por las creencias profundas de la población, ésas que conforman lo que en sociedades menos sujetas al control estatal suele denominarse "opinión pública".

La tarea es complicada, porque el objeto de investigación —la ideología castrista— ha sido un poco camaleónica y porque los sujetos que la han asimilado desarrollaron al mismo tiempo un mecanismo de simulación que les permite pensar una cosa, decir otra y hacer una tercera sin que la menor sombra de contradicción les nuble la mirada. Esa disociación entre las ideas, la expresión personal y la actividad real es lo que en otras páginas he denominado la trizofrenia cubana.

En la trayectoria que va desde el intento de golpe de Estado del 26 de julio de 1953 en Santiago de Cuba —un ataque terrorista que se saldó con 70 muertos, remedo del putsch que Hitler había intentado 30 años antes en Münich— hasta el discurso de despedida ante el VII Congreso del Partido Comunista, que Castro I balbució en abril de este año enfundado en un chándal de Adidas, hubo numerosas contradicciones e incoherencias en materia de ideología.

Nacionalismo, socialdemocracia, constitucionalismo liberal, socialismo tropical, estalinismo rancio, tercermundismo belicoso, numantinismo comunista, socialismo del siglo XXI, capitalismo de Estado: todo eso y más ha sido sucesivamente (y a veces simultáneamente) la ideología predicada por Castro I y sus seguidores.

A la vista de estas mutaciones, desde 1959 lo más seguro para los súbditos fue limitarse a repetir las consignas del último discurso del Máximo Líder, sin empeñarse en recordar lo que había dicho o escrito anteriormente y sin atreverse a comparar las ideas de ayer con las de hoy. En ese contexto, la ideología quedó a merced de los humores y las tácticas del Conspirador en Jefe, que no podía malgastar en florituras del pensamiento las pocas horas que le quedaban al día, ocupado como estaba en promover la insurrección antiyanki a escala planetaria y eludir los centenares de atentados que la CIA organizaba cada semana contra su revolucionaria persona.

Pero, muerto el caudillo y huérfano el pueblo de su palabra orientadora, ¿cuáles son las creencias que prevalecen hoy en la Isla?

Dejemos a un lado el sainete del cortejo fúnebre y la urna de cristal, las lágrimas vertidas en público a partir del momento en que su hermano Raúl chasqueó los dedos y ordenó: "A llorar" (tres días después del óbito) y la ridícula liturgia que obligó a millones de personas a desfilar ante un retrato y unas medallas anacrónicas, bajo la raspadura de Martí. Nada de eso refleja en realidad las ideas y los sentimientos que los cubanos albergan en su fuero interno con respecto al régimen.

Muchos que hoy se sorben los mocos ante el pedrusco sembrado en Santa Ifigenia sueñan secretamente con huir cuanto antes a Estados Unidos. Otros que aplauden rabiosamente al nuevo/viejo presidente, ya calculan cómo pedirán asilo en la próxima misión internacionalista. En las condiciones actuales, no hay encuesta, estudio o cálculo que pueda arrojar un resultado cabal sobre el estado de las creencias en Cuba. La trizofrenia lo impide.

Pero, más allá de lo que los cubanos declaran a la prensa o lo que fingen en público, algunas conductas individuales o colectivas sí apuntan a determinadas convicciones profundas. Procedamos con cautela:

Parece haber consenso acerca de la inviabilidad del sistema de economía estatizada. Son cada vez más numerosas las personas que tratan de buscarse la vida al margen del aparato oficial de producción de bienes y prestación de servicios. Buena parte de esas iniciativas recaban el apoyo de parientes y amigos que viven en el extranjero. No está de moda ser funcionario.

Lo anterior sugiere que hay cierta desconfianza en el rumbo del país y la clarividencia de sus dirigentes. Los sucesos ocurridos desde la caída del Muro de Berlín y la previsible pérdida de los subsidios venezolanos han socavado la fe en el porvenir luminoso del socialismo y el carácter eterno de las dictaduras comunistas. Al parecer, la mayoría cree que en lo sucesivo todo dependerá de la relación bilateral con Estados Unidos y del grado de capitalismo que el gobierno tolere.

Esta impresión se refuerza por la crisis demográfica y el aumento de la emigración irregular. Las cubanas paren cada vez menos y los jóvenes huyen de la Isla por cualquier medio, incluso jugándose el pellejo en una balsa. Estas tendencias están presentes desde hace mucho, pero se han agravado en los últimos años.

Prevalece una gran confusión en lo tocante a la política. La mayoría parece ignorar cuáles son sus derechos inherentes y de qué libertades deberían disfrutar, en virtud del derecho internacional que el propio Gobierno reconoce y acata de cara al exterior, pero incumple en el interior del país. Este desconocimiento se complica con los hábitos de servidumbre inducidos por el prolongado dominio del régimen y los temores sembrados por la propaganda del PCC (amenaza de revancha de la "mafia de Miami", explotación del "capitalismo salvaje", previsible desaparición de escuelas y hospitales "gratuitos" en caso de que cambie el Gobierno y un largo rosario de clichés y falsedades, basado casi todo en el miedo a la libertad, que ya explicara Erich Fromm).

Pero, a fin de cuentas, estas conjeturas son apenas aproximaciones.

Entonces, ¿cómo saber en qué creen y qué quieren realmente los cubanos? La única manera de saberlo sería dejar que expresaran libremente sus preferencias, tanto en política como en otros ámbitos de la vida. Esto conduciría, en última instancia, a la celebración de elecciones libres, bajo supervisión internacional.

Que los grupos y partidos políticos expongan libremente sus idearios y los ciudadanos voten por los candidatos y programas que prefieran. Solo así podría saberse si desean seguir viviendo bajo el régimen que Castro I les dejó en herencia u optan por cambiar hacia un modelo de democracia liberal y economía de mercado. Pero ese derecho a elegir el gobierno que la mayoría apruebe mediante el voto libre y secreto, consagrado en la Declaración Universal de Derechos Humanos,  es lo que el PCC, los generales y la dinastía castrista están decididos a impedir por cualquier medio.

La democracia y la libertad no son inevitables, sino más bien lo contrario: son el fruto de una construcción ardua y complicada. Los opositores no deberían incurrir en la superstición marxista de creer que los cambios en la base económica van a acarrear automáticamente la transformación de la superestructura política y la transición a un régimen democrático.

Desde la consolidación del totalitarismo castrista, allá por 1962, la sociedad cubana ha demostrado una capacidad casi ilimitada de soportar en silencio la penuria material y la supresión de sus derechos. La posibilidad de huir al extranjero y las remesas procedentes de Miami han ayudado no poco a paliar el sufrimiento impuesto por el sistema. Pero tanto una como otra son factores que contribuyen también a la estabilidad del régimen.

La transición democrática, si alguna vez se inicia, no vendrá de las reformas económicas ni de la buena voluntad de algunos burócratas fatigados. Nadie nos va a regalar a los cubanos los derechos y las libertades a los que secretamente (quizá) muchos aspiran, si nosotros mismos no empezamos por exigirlos.