La servidumbre de los sabios
Por Pedro Corzo
4 de enero de 2017
A través de los tiempos numerosos intelectuales han padecido de una fatal afinidad con los déspotas.
Los eruditos, supuestamente más cultos, sensibles e ilustrados que el resto de los mortales, que creemos disfrutan de un mayor discernimiento sobre el hacer y pensar humano son proclives, en muchos casos, a ser magnetizados y seducidos por los autócrata, y cuando sucede sólo tienen ojos y oídos para quien ejecuta la fuerza y no para quien libera y cultiva el pensamiento en oposición al despotismo.
Esto obliga a pensar que la real o supuesta inteligencia del intelectual, junto a la elevación de espíritu que se le atribuye, no debe conducir a suponer que todos poseen un elemental sentido de la justicia o capacidad para un análisis realista de unas circunstancias determinadas. Tampoco la necesaria comprensión de la condición humana, y menos aún que posean el más privilegiado de los sentidos: el común.
No obstante es el intelectual, militante o contestatario, el que más arriesga y pierde ante un gobierno autoritario. El creador, esté en torre de marfil con atmósfera aséptica, refugiado en un oscuro cuartucho o en una inmunda celda, estará perdiendo libertades a un ritmo superior al de cualquier otro ciudadano.
Sus libertades para asociarse, debatir, expresarse y cuestionar serán cercenadas. Su arte, sin distinción de formas de expresión quedará encasillado como agresiva fiera que sólo podrá actuar en la forma y el tiempo que el entrenador disponga. Su capacidad creativa se extinguirá, junto a la de aprehender, hacer crecer los horizontes y el jugar con los demiurgos de la propia imaginación.
El intelectual que acata una doctrina se transforma en maquina de consignas, espantapájaros de sus quimeras, y en el mejor de los casos fiscal y juez del pensamiento ajeno y con frecuencia como verdugo. Al que proteste, rechacé el dogma, le espera la oscuridad, el destierro, la cárcel y hasta la muerte como creador e individuo.
El intelectual en su comunión con el poder se masifica y pierde la individualidad que le distingue, su expresión, plástica o literaria es afectada por su dependencia de la voluntad que le domina. La capacidad creativa por grande que sea se autocensura, los privilegios que detenta o los miedos que padecen le imponen límites que tienden a satisfacer al Señor que le protege. Es doloroso y frustrante contemplar la relación entre un creador cómplice, un individuo que supuestamente ha logrado depurar su conciencia y sensibilizar su espíritu, con el estado-gobierno depredador al que se somete.
¿Cuál es el motivo de que muchos de los que crean para las elites, asuman conductas propias de la masa informe y coloidal ante el poder? Es una interrogante digna para los psicólogos más avezados. Por qué el creador que se identifica con una dictadura sufre una especie de embeleso, de enamoramiento político que le convierte en objeto de una seducción donde los sentimientos más telúricos y arcaicos se imponen al raciocinio.
Por lo regular el intelectual es un individuo que huye de los compromisos. Su libertad de hacer y pensar son los pasaportes imprescindibles de su espíritu. Son iconoclastas, contestatarios y destructores de esquemas. Sin embargo, al parecer, en la condición del titulado creador orgánico hay un recóndito receptáculo que atesora un primitivismo vulgar y cruel. Un sitio donde tempestuosas pasiones aguardan por alguien que, al tensarlas, les provoque reacciones que obnubilaran su conciencia crítica.
Probablemente, desde los orígenes de la civilización, cuando los brujos nos sometían con conjuros para la conveniencia del Cacique, hasta el fin de la especie, existan intelectuales subyugados por la fuerza, atraídos por una imagen mesiánica que les impida el conflicto de la duda.
Pueden ser inteligentes, brillantes, capaces de imponer pautas y escuelas en su creación y en la historia. Como ejemplos: Ezra Pound, un defensor acérrimo del fascismo; Pablo Neruda, bardo del estalinismo más frenético. Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez autores de notable talento pero sumisos adoradores del castrismo o simples jenízaros de pluma robada como Luís Pavón Tamayo, Jorge Serguera, Alfredo Guevara y Roberto Fernández Retamar. Todos idólatras de un Dios y un Olimpo que no dudaría en desencadenar contra ellos toda la furia del infierno, si esto le beneficiara.
Estos individuos y muchos más, parecen encontrar en su conversión las fuerzas que les faltan, encuentran en la nueva fe, la paz y la seguridad de la que siempre habían renegado. El dogma que dicen defender, es la religión inmutable e imperecedera que siempre rechazaron. Y el líder es el Dios todopoderoso que les ofrece certidumbre y les garantiza la posteridad, concluyen que ofreciéndose al Dogma y su Patrón se están sirviendo a ellos mismos.
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