Los libros prohibidos de la Feria
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Las obras trascedentes siempre resultan peligrosas y eso bien que lo saben los censores
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Por Roberto Jesús Quiñones Haces
Febrero 10, 2017
GUANTÁNAMO, Cuba.- La Feria Internacional del Libro de La Habana y sus sagas provinciales serían un acontecimiento más importante si se realizaran debates donde todos los intelectuales cubanos pudieran participar sin exclusiones. Pero son proscenios amurallados donde sólo tienen cabida los escritores que jamás levantan su voz contra ninguna injusticia interna. Los discriminados y perseguidos de otras partes del mundo tienen su solidaridad, los de aquí no.
Así que no es noticia —ni lo será— la exclusión de los debates y hasta la expulsión de la Feria de los escritores incómodos, esos que no encajan en los moldes establecidos para los “dóciles asalariados del pensamiento oficial”, frase del argentino del gatillo alegre y el odio feroz.
Más allá de las características de la Feria, donde hay más personas comiendo y emborrachándose que las que van a comprar libros y a participar en las actividades culturales, quiero detenerme en la intolerancia de la política editorial cubana.
“Nosotros no le decimos al pueblo cree, le decimos lee”
La frase es de Fidel Castro y pertenece a los primeros tiempos de su estado totalitario. Cuando la Imprenta Nacional de Cuba hizo aquella tirada masiva de “El Quijote”, nuestro país inauguró una época luminosa para la cultura al poner a disposición de los lectores, a precios baratísimos,
innumerables obras clásicas de la literatura universal. Ese esfuerzo, que se mantiene, fue y es loable, aunque también ha estado signado por prohibiciones y notorias ausencias.
Disciplinas como la Filosofía, Sociología, Derecho, Política e Historia no recibieron igual atención que la literatura, aunque hoy, a 58 años del castrismo, todavía no han sido publicados autores ni obras de reconocido prestigio internacional porque los censores son quienes deciden qué debemos leer y lo publicado tiene que ser congruente con la política impuesta por el régimen. A ello se une la justificación de que Cuba no puede pagar el derecho de autor a escritores relevantes.
En ese caso están los chilenos Roberto Bolaño e Isabel Allende, y los Premios Nobel Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, de quienes se ha publicado muy poco, aunque quizás la exclusión de los últimos se deba a sus críticas al castrismo. En el círculo de espera aparecen también Gabriele D’Annunzio, Aldous Huxley, Milán Kundera, Boris Pasternak y Alexander Solzhenitsin. Las novelas “El estruendo y la furia”, de William Faulkner, “El hombre sin atributos” de Robert Musil y la descomunal “Vida y destino”, de Vasili Grossman tampoco han sido publicadas y continúan siendo desconocidos Karl May, Enid Blyton, Albert Camus y Heinrich von Kleist mientras se reeditan hasta el cansancio otros autores. Ni hablar de las literaturas europea y norteamericana contemporáneas. Y conste que estoy escribiendo a vuelo de mi declinante memoria pues si lo hiciera con un libro de historia de la literatura universal la lista sería inmensa.
Autores y textos de marcada vocación democrática permanecen inéditos aquí, aunque el devenir histórico les haya dado la razón. Dentro de ese extenso grupo están Simone Weil, Nikola Tesla y Wendell Berry. Después de pequeñas tiradas hechas en 1960, en Cuba no han vuelto a publicarse “La
gran estafa”, de Eudocio Ravines, “Anatomía de un mito”, de Arthur Koestler o “La nueva clase”, de Milovan Djilas.
Un libro extraordinario, “El hombre en busca de sentido”, de Viktor Frankl, permanece inédito. A la lista se unen Erich Fromm, Ortega y Gasset y hasta socialistas como León Trotski, Antonio Gramsci y Ernst Fischer. A ella añadimos “Trece días”, de Robert Kennedy, “Gabo y Fidel, el paisaje de una amistad”, de Ángel Esteban y Stéphanie Panichelli y “Dios entró en La Habana”, de Manuel Vázquez Montalbán. “El fin de la historia y el último hombre”, publicado en lengua española por la editorial Planeta hace 25 años continúa fuera del alcance de los cubanos y sólo el año pasado, luego de más de cuarenta años de su publicación inicial, fue publicada “La gran transformación”, de Karl Polanyi y esa obra cumbre de la literatura universal que es Ferdydurke, de Witold Gombrowicz, mientras Borges sigue casi inédito.
Autores cubanos que han escrito análisis objetivos sobre el castrismo o memorias no autorizadas también están en la lista negra. Puedo citar en ella a Carlos Franqui, Dariel Alarcón, (el “Benigno” de la guerrilla del Che), Juan F. Benemelis con “Las guerras secretas de Fidel Castro”, Juan Clark con su extraordinario libro “Cuba: Mito y realidad”, Norberto Fuentes con “Dulces guerreros cubanos” y al comandante Huber Matos. Siguen proscriptos Antonio Benítez Rojo, Zoé Valdés, Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, Manuel Granados y Eliseo Alberto Diego, de quien la gran mayoría de los cubanos desconoce su estremecedor testimonio “Informe contra mí mismo”.
Que no se publiquen estos libros y autores desmiente la tan cacareada tolerancia a la diversidad que hacen los principales personeros del régimen ante los incautos y otros que siempre están dispuestos a creerles. Y que no se publiquen libros reconocidos por la crítica porque no puede pagarse el derecho de autor me parece una verdad a medias.
Si no se imprimieran tantos libros intrascendentes y se destinaran los recursos a obras verdaderamente relevantes el panorama sería otro. Los libros insulsos no hacen pensar y su destino está en los empolvados anaqueles de las librerías, los cucuruchos de maní y los servicios sanitarios. Los libros trascedentes siempre resultan peligrosos y eso bien que lo saben los censores.
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