viernes, septiembre 01, 2017

Zoé Valdés: EL VEINTIÚNICO.


EL VEINTIÚNICO.

Por Zoé Valdés
París, Ile-de-France
Francia ·

No hubo nada peor para mí que la época de adolescente en Aquella Mierdeta. Flaca (aunque con mendó), cuatro-ojos de fondo de botella, unos espantosos espejuelos modelo t'ostenemos que vendían en la óptica de Línea, en el Vedado; sin apenas ropa, dos pares zapatos, las botas ortopédicas y las sandalias rusas, y lo peor, sin blúmeres y sin ajustadores. Pasaba la mayor parte del tiempo vestida con el uniforme escolar y con aquellas sandalias azules soviéticas a las que mi madre le tuvo que recortar la punta para que los dedos se me salieran por el frente porque ya empezaban a quedarme chicas, con los dedos gordo y el del medio barrí el asfalto de buena parte de La Habana Vieja y Centro Habana. Tuve esas sandalias hasta que se me desbarataron en los pies. Las botas ortopédicas ya no me entraban porque se fabricaban en la RDA y entre el tiempo en que la tienda las mandaba a confeccionar allá y el que llegaran a tus pies ya habían transcurrido dos o tres años, crecimiento incluido, por supuesto.

Pero yo lo que peor viví fue la falta de blúmer. Por la casilla B4 de la libreta de racionamiento daban derecho a comprar anualmente un blúmer o un ajustador, había que escoger, cuando había para escoger, porque a veces no surtían ni de blúmer ni de ajustador y te quedabas en eso, como la boba de Calimete, que en cuanto uno se la saca, otro se la mete.

Los ajustadores y blúmeres que vendían eran tan feos -como recordarán-, que yo salía de la tienda casi siempre llorando. Mi madre, de menos senos que yo, me daba entonces su derecho al ajustador, blanco, de copa picúa, y de unas tiras que se empercudían de sólo mirarlas. Pero ella no podía quedarse sin su blúmer, entonces un año sí y otro no, yo le cedía mi derecho al blúmer. Con lo cual, estuve andando durante cuatro años con dos blúmeres, dos y va que chifla. Cuatro años, que se me ripiaron en el culo, porque yo siempre ripiaba los blúmeres por el culo. Andar con los blúmeres zurcidos era para mi una pesadilla, cuando ya no podías zurcirlos más porque la mala calidad del jersey no lo resistía y cuando ya todos los elásticos habían cedido podridos por la humedad y la antigüedad, pues entonces había que andar de todas todas con esos blúmeres ahuecados y de pata ancha, lo que significaba para mi una verdadera penitencia.

Nunca olvidaré que en una ocasión, durante el recreo, los varones me alzaron la falda de la escuela, la famosa 'saya', y descubrieron muy divertidos mi blúmer agujereado. El impacto de la burla me ha durado toda la vida. Todavía no me he recuperado de aquellas carcajadas y de los crueles nombretes: Nalgae'fuego era uno de ellos.

Cuando empecé con mi primer novio, mi mayor preocupación no era que me besara o me tocara una teta, sino que me sorprendiera una corriente de aire o manga de viento por el Malecón y se me viera el blúmer lleno de huecos y desbemba'o en las patas. Mi obsesión, mi sueño de aquella época entonces era llegar a poseer un blúmer bonito, sin huecos, y con elástico firme.

La madre de una amiguita mía de la Secundaria 'Forjadores del Futuro' ('Comedores de pan duro', le llamábamos agriamente), no sé cómo ni por qué vía, pudo comprar en el mercado negro, a un precio exorbitante, un blúmer rojo para su hija, de encaje, nada del otro mundo, pero diferente, eso sí. La muchachita nos lo enseñó a todas en el baño de la escuela, no tanto para darse valijú, y de paso darnos caritate, sino para negociar con el blúmer. Lo que hizo de inmediato. Nos prestaría el blúmer a todas aquellas que la ayudáramos a subir las notas (o sea, a las que le permitiéramos fijarse de nuestros exámenes). Yo fui la primera en negociar, acepté que copiara como una 'caballa' lo que quisiera de mi examen de Español, de Historia, y todo lo que tuviera que ver con Letras, con tal de que me prestara el dichoso blúmer; otra condiscípula negoció los exámenes de Ciencias. Y así ella fue negociando lo que le dio la gana por toda la escuela con aquel blúmer que nos parecía de ensueño.

De modo que el blúmer rojo de Anisia se convirtió en el blúmer de pueblo. 'El Veintiúnico', lo bautizamos. Y aquel blúmer le dio la vuelta a la escuela y pasó por todos los 'totos' de todas las niñas de mi grado. Se convirtió en una especie de fetiche itinerante. Un libro por el blúmer, un chiclet masticado por el blúmer, un pintauñas por el blúmer, una liga de pelo fluorescente por el blúmer, un pañuelo de cabeza con hilitos dorados para el torniquete por el blúmer, y así sucesivamente... Lo dicho, un auténtico fetiche. Todavía hoy lo es para mí. Cuando entro en una 'boutique de lingerie' aquí en París, lo primero que busco son los blúmeres rojos de encaje. Y no salgo de la tienda sin uno.

No sé qué se habrá hecho de Anisia, la he buscado en Facebook, sin éxito. Ojalá un día pueda testimoniar ella misma y confirmar lo que hoy les cuento: de cómo El Veintiúnico nos salvó el culo, el pipisigallo, y la adolescencia a unas cuantas jóvenes habaneras.

Zoé Valdés.