Alejandro Ríos sobre Eusebio Leal: El último alabardero castrista
El último alabardero castrista
Por Alejandro Ríos
14 de febrero de 2018
La anécdota pertenece a la Feria del Libro de Guadalajara dedicada a Cuba (2002), cuando un funcionario, viejo conocido, quien trabajaba a la sazón en una editorial que el llamado historiador de La Ciudad de La Habana promovía por entonces, le dio por hablarme de las virtudes de Eusebio Leal.
Lo retrató, como suelen hacer sus amigos: “un burgués gentil hombre”, “preocupado por la diáspora cubana”, “empeñado en revertir el desmadre arquitectónico de la antigua y preciosa urbe”, “un humanista cabal”, “el creyente atormentado que sufrió junto a monjes y obispos las herejías verde olivo”.
Quien emerge de aquella perorata, al paso de los años, es un sujeto como bipolar, por un lado, con algunas de las mañas explicadas por su empleado y por otro, un burócrata indigno, que ha puesto su inteligencia y habilidad al servicio de la longeva dictadura cubana.
Eusebio Leal corresponde a esa suerte de equipo de comisarios ilustrados, que no son necesariamente artistas, ni escritores, aunque a veces alardearon de serlo, a donde pertenecen los difuntos Carlos Rafael Rodríguez, en buena medida el mentor de todos ellos y animador de este estilo de buena vida, porque estuvo brevemente en la Sierra Maestra, gesto que lo validó para siempre ante el “máximo líder”; Armando Hart, hacedor del llamado “hombre nuevo” mediante el adoctrinamiento en los sistemas de educación y de cultura, y Alfredo Guevara, tal vez el más ladino e intrigante de todos, dueño absoluto de los destinos cinematográficos de la nación, que puso al servicio de su “adorado tormento”, a quien conocía desde los combativos años estudiantiles universitarios.
Leal, aquejado de una enfermedad grave, refieren fuentes del habitual secretismo gubernamental, es el sobreviviente de esta élite revolucionaria, dada a vivir en mansiones abandonadas por los exiliados, comer en porcelana de Sevres, viajar con el peculio público o extranjero, porque prefieren no cubrir sus propios gastos, y hacerse los liberales ante la prensa internacional, siempre y cuando no se toquen las figuras históricas y sagradas de la tiranía.
En muy poco tiempo, ya la historia ha ido borrando a los occisos. Solo dejan huellas entre su servidumbre y otros tracatanes, que vivieron a su sombra, pues el pueblo está muy ocupado en la supervivencia como para reparar en un señor comunista y dogmático de emperifollado goatee, con varias residencias para sus amantes; el que se babeaba al hablar y, mucho menos, aquel que andaba peculiarmente con el saco sobre los hombros y un perrito coqueto llamado Baco.
Cuando decaen físicamente, comienzan a recibir tributos que suenan a despedida. Hart asimiló los suyos en silla de ruedas y ahora le toca el turno a Leal. Le han dedicado la Feria del Libro de La Habana, como si fuera un intelectual –que no es–, luego de que los militares lo despojaran de su corporación Habaguanex. Se le ve demacrado, pero con la misma incontinencia verbal de siempre.
Como para ponerlo a prueba, lo conminaron a presentar un libro donde se recogen discursos y otras monsergas del dictador que ahora detenta el poder en la isla. Terminó por superar sus propios récords de abyecta y rocambolesca guataquería: “Raúl es de una sensibilidad casi desconocida; ha sido ministro de día y por la tarde y siempre, el hombre del Partido, con la convicción de que el Partido es la Revolución”.
Por otra parte, refiere una experiencia personal: “Llevó las cenizas de su esposa, Vilma Espín, al cementerio, las depositó en el lugar del reposo final y besó la caja. A partir de ahora –le dijo Leal–, usted será menos temido y más amado”.
Crítico y periodista cultural.
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