Alejandro González Acosta: Las «pauras»* del escritor cubano Leonardo Padura (I). Primero de una serie
Primero de una serie
Por Alejandro González Acosta
Ciudad de México
21/03/2018
Para Rafael E. Saumell, que padeció cárcel por sus letras, y está delante (y detrás) de tantas buenas obras.
Mucha gente está equivocada con Leonardo Padura: realmente, más que un novelista, él es un cuentapropista de la literatura. Hace lo suyo individualmente, paga su gabela y sigue trabajando. No es un producto genuino y total del régimen cubano, que lo mastica, pero no lo traga plácidamente. Tampoco es una sublimación residual del exilio, donde muchos le exigen más intransigencia y definición, acorde con estos tiempos tan conflictivos. A veces sospecho que algunos —o muchos— funcionarios cubanos respirarían complacidos si Padura se quedara definitivamente en uno de sus viajes: “Por fin salimos de él”, dirían con un suspiro de alivio. Pero mientras, lo utilizan lo mejor que pueden y él se deja. No es la oveja de blanca pureza ideológica de la manada, pero todavía no llega a ser tampoco la negra francamente opositora que desentona del níveo rebaño, aunque a veces el pelaje se le oscurece un poco, quizá a pesar de él mismo, con alusiones truncas, evocaciones conflictivas y alguna ironía. Recibe palos de uno y otro lado, porque, además de críticas severas y justas, la envidia cubana florece como la verdolaga lo mismo en Hialeah que en Mantilla.
Este autor cubano nunca niega su enorme y creciente deuda de gratitud con los editores europeos que lo han lanzado al mercado y promueven su obra, mucho más que el Estado cubano, que hoy apenas lo tolera. Padura es, además de un novelista eficaz y fecundo, un producto de esos publicistas, que necesitan comercializar un autor cubano que viva en Cuba, pero que no sea la aburrida e inverosímil copia pedestre de los demás, carente de credibilidad. Requieren que este autor tenga un toque especial, cierto tono discrepante, algo de herejía y medida heterodoxia. Pero, como decía aquel filme cubano, esto puede ser “hasta cierto punto”[1]. Y esto lo ha conseguido él con mucho empeño, aplicación, y una disciplina férrea, definiéndose como un “luchador”, “empecinado” y que tiene “poca imaginación”[2], pero que “trabajó como un loco para no volverse loco durante el Período Especial”, y se ha sujetado fiel y exitosamente a esa franja comercial, que vende para el consumo de una masa de lectores ajenos al problema de Cuba y de una nutrida izquierda nostálgica, la cual no asume aún el mea culpa por sus sueños utópicos —siempre a cargo de otros— para calmar sus buenas conciencias.
Si Hemingway vendía sus libros de viajes y aventuras, era en gran parte por su leyenda de cazador, de hombre fuerte, que ascendía al Kilimanjaro y pescaba en la costa de Cojímar. Si hubiera vivido permanentemente en New York, quizá no habría tenido tantas ventas: vida es estilo. Padura escribe en y desde su Mantilla, pero para Madrid, Barcelona, Roma, Londres, Caracas, México… y, de paso, para Cuba. Es parte de su realidad y su leyenda, no la leyenda del indomable sino del intragable: no lo pasan ni los funcionarios ortodoxos de la isla ni muchos del exilio vertical e históricamente comprometido, pero a él esto no le importa demasiado, porque sus lectores y clientes son predominantemente otros. Y sus editores lo saben también.
Las biografías sobre él deben comenzar por una importante rectificación: Padura no es un escritor cubano, sino habanero, y si lo llevamos más adelante, de los bajos fondos de la cada día más derruida ciudad, otrora admiración del mundo y hoy “triste sombra de lo que fue”. A esa Habana, y especialmente a Mantilla, antes un reparto proletario de clase media en ascenso y hoy uno de los barrios más feos y pobres de la ruinosa urbe, se aferra Padura como su razón de ser y estar: Padura en Mantilla es él y su circunstancia.
Y en última instancia, para mayor precisión ontológica, es un escritor hispano-mantillano, porque ya disfruta de la nacionalidad española, lo cual además en cierto modo lo protege de posibles represores, y que sus editores le gestionaron muy atinadamente para su defensa. Además, él mismo lo sabe bien, es mucho más grato viajar con un pasaporte europeo de amplio acceso general, que con uno cubano, sujeto a mil restricciones e imponderables. La poderosa Beatriz de Moura lo ha adoptado felizmente, con el respaldo del influyente holding planetario de la Familia Lara. Hoy ya sería un escándalo mundial reprimir a un Premio Princesa de Asturias. Un galardón así puede ser un sólido escudo: un enorme azabache contra el maldeojos de una tiranía recelosa y decidida. Pero para que sea efectivo, se requiere que Padura siga puntualmente “las reglas del juego”; el affaire Padilla es un permanente recuerdo de lo que implica salirse de esas “reglas” no escritas, pero por todos conocidas: quedar fuera de éste puede conllevar caer dentro de la cárcel.
Origen es destino: Padura comenzó siendo un escritor comercial —de relatos policíacos— aún en las precarias condiciones de la Isla, y seguirá siéndolo: más que un escritor pretencioso, experimental o un intelectual reflexivo, Leonardo Padura es hoy, sobre todo, un autor comercial, y como tal se ofrece o lo venden sus avispados editores. Él escribe para que lo lean multitudes, no grupos selectos; por supuesto entre sus consumidores incluye cubanos, pero sobre todo está destinado a lectores de otras nacionalidades. Todas sus obras de más éxito, aun las novelas que parecen no serlo, son policiales y adoptan su estructura y elementos distintivos, así como sus pretextos literarios: La historia de mi vida trata de un manuscrito perdido; Herejes, de un cuadro extraviado; El hombre que amaba los perros, de un personaje misterioso y enmascarado con sucesivos antifaces. Por supuesto, no son sólo novelas policiales, pero son mucho de eso y algo más.
Quizá el género literario que hoy vende más sea el thriller histórico, una combinación de novela histórica con relato policiaco, que inauguró gloriosamente Umberto Eco con El nombre de la rosa, y después ha cosechado con enorme éxito Dan Brown y sus series de novelas con el profesor de semiótica (homenaje a Eco) Robert Langdon, y sus docenas de entusiastas seguidores en todas las latitudes. Si la Edad Media tardía fue el paraíso de las novelas caballerescas, y el Romanticismo el tupido vergel de la poesía sentimental, hoy en esta Posmodernidad que busca caminos y atajos, ese thriller histórico es sin dudas el género más exitoso. El gran acierto de Padura ha sido combinar en una fórmula triunfante dos temas atractivos para una enorme masa de lectores internacionales: lo cubano y lo policiaco. Porque ambos tópicos son unos enigmas para muchos. Hoy Padura es, sin dudas, un hombre de éxito[3]: quienes recuerden esta película, saben que para ello hay que pagar un precio.
A Padura le molesta (con todo derecho, pues es lo que menos quiere él en su situación actual), que le cuestionen la situación política cubana, y hasta confiesa su envidia por Paul Auster, y ha dicho que quisiera ser como él, para que sólo le preguntaran de literatura. Por supuesto, sobre el tema de Estados Unidos sí se le puede preguntar y responde con agrado e incisión, y en general del horrible capitalismo. Eso no molesta, sino agrada, a sus numerosos lectores fieles, donde el antiamericanismo es un dogma elegante y una progresista profesión de fe. Así que en su caso particular no es una cuestión de tema (política) sino de ubicación (“Cuba sí, Yankees no”).
Pero en realidad, parece ser que no le interesa especialmente la política ni la ideología, sino la mercadotecnia literaria: escribir con decoro profesional, tratar de no molestar excesivamente a los poderosos comisarios cubanos, y quedar bien con sus muníficos editores (también comisarios a su modo, pero más generosos), y sobre todo resultar atractivo, ameno y agradable a su lector promedio, publicar, vender y cobrar sus libros: de eso se trata, y nada más. Becas, premios y distinciones (además de arroparlo con una coraza protectora), a la larga todos son elementos para promover lo principal: vender sus libros. No le interesa demasiado una búsqueda formal en el lenguaje literario, ni revolucionar el género al que se dedica. Aunque generar polémicas, causar debates y responder diatribas, también son mecanismos de venta muy eficaces. Y Padura es un producto en sí mismo, más allá de sus obras: Astrid Pikielnik ha dicho atinadamente que hoy existe una “paduramanía”. Nadie puede tener nada en contra de esto, y hasta parece legítimo. Lo cierto es que actualmente, en el mundo literario hispanoamericano, es “un fenómeno de ventas”, un best seller, con todo lo que eso implica. La “paduramanía” también implica, inevitablemente, una “padurafobia”: es una verdadera “fiebre de caballos” insospechada con la que tiene que lidiar el prolífico y ambiguo autor policial.
Esta serie aparecerá en días alternativos.
* Paura, del italiano: Espanto, pavor, miedo.
[1]Hasta cierto punto: filme cubano de 1983, dirigido por Tomás Gutiérrez Alea, sobre el machismo insular.
[2] Dice Padura: “La imaginación es un poquitico que pongo yo ahí de la poca que tengo” … “Soy un escritor con muy poca imaginación, me hacen falta hechos, certidumbres reales, para poder crear una historia…” Entrevista con DPA en El Comercio, 19 de febrero de 2014, estando en Miami.
[3]Un hombre de éxito: película cubana de 1986, dirigida por Humberto Solás.
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