Miguel Sales Figueroa: La revolución interminable
La revolución interminable
Por Miguel Sales Figueroa
Málaga
1 de Marzo de 2018
En enero pasado se cumplieron 59 años del triunfo de la insurrección que derrocó al Gobierno de Fulgencio Batista y, con toda probabilidad, dentro de pocas semanas el general Raúl Castro abandonará el cargo de presidente de la República. Por primera vez en seis décadas, la Isla dejará de estar gobernada directamente por un miembro de su familia, aunque con toda probabilidad Castro Il conservará el puesto de primer secretario del Partido Comunista (PCC) y seguirá actuando como guardián de las esencias revolucionarias.
La efeméride anuncia que Cuba ha entrado ya en el sexagésimo año del régimen impuesto por los Castro y sus seguidores, un sistema arcaico casi extinto en el resto del planeta que todavía, curiosamente, muchos siguen llamando "la Revolución". Ante un fenómeno que dura ya 60 años y que ha condicionado la vida de millones de personas, cabe preguntarse qué es exactamente eso de "la Revolución" y por qué su variante cubana ha adquirido un carácter casi perpetuo.
Mucho más que una cuestión lingüística o de clasificación política, el concepto de revolución usado permanentemente en Cuba remite a un dilema ontológico. "Ser cubano es ser revolucionario", decretó apenas entronizado el Filósofo en Jefe, ante la multitud congregada en la plaza que Batista había construido. Los no revolucionarios habían dejado ya de ser cubanos y pronto perderían también su condición de seres humanos. Oficialmente pasarían a ser gusanos, escoria, cipayos, vendepatrias, agentes del imperialismo y otras especies de Untermenschen.
Para entonces, era evidente ya que el país atravesaba una fase de transformaciones súbitas y violentas que se ajustaba a la definición tradicional de revolución. Esta, según el Diccionario de la Real Academia Española, es "un levantamiento o sublevación popular" y también un "cambio profundo, generalmente violento, en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad nacional".
Con arreglo a estas definiciones, es indiscutible que lo ocurrido en Cuba entre 1957 y 1962 fue una revolución genuina, en la estela de las grandes calamidades sociopolíticas del siglo XX. La lucha de pequeños grupos armados contra el Gobierno ilegítimo y fraudulento de Batista, que transcurrió básicamente de principios de 1957 a finales de 1958, difícilmente podría considerarse un levantamiento o una sublevación popular, pero es obvio que entre 1959 y 1962 sí aconteció un cambio profundo y violento en las estructuras políticas y socioeconómicas del país.
Más que resultado de una derrota militar, la caída de Batista fue consecuencia de una combinación letal de terrorismo urbano, represión policial, lucha guerrillera, corrupción y desidia, mala prensa, expectativas descabelladas, suspensión del apoyo estadounidense y desafección de la burguesía nacional, que terminó por financiar generosamente a los grupos rebeldes.
La historiografía imparcial destaca siempre el dato de que dos semanas antes del triunfo revolucionario el ejército contaba con 60.000 efectivos y estaba prácticamente intacto, mientras que los insurrectos tenían poco más de 1.000 hombres y no habían conquistado todavía ninguna ciudad importante. Pero la República, que tan estimables logros sociales, económicos y culturales había alcanzado en medio siglo de vida, estaba corroída por la incompetencia y la venalidad de la clase política. Y el derrumbe de la estructura gubernamental en 1959 arrastró consigo al resto de las instituciones del país.
En cuanto al entusiasmo revolucionario de las "masas populares", que tanto ensalzaría la propaganda posterior, basta señalar que en una población de seis millones de habitantes, ni siquiera uno de cada 10.000 (el 0,01%) llegó a involucrarse directamente en la lucha contra el Gobierno. Hasta el 31 de diciembre de 1958 la Revolución fue un fenómeno minoritario que muchos cubanos veían con aprensión o desagrado, por diversos y bien fundados motivos.
La prensa de la época refleja las nutridas manifestaciones de desagravio a Batista que tuvieron lugar en La Habana tras el ataque al Palacio Presidencial de marzo de 1957 y la amplia participación en las elecciones de noviembre de 1958, celebradas pese al boicot y las amenazas de los insurrectos. Pero en el contexto cubano de entonces, bastó con la acción de una minoría violenta y la pasividad o la connivencia de la mayoría para derribar al Gobierno y destruir el Estado republicano. Porque incluso muchos de los que se abstuvieron de cooperar con los rebeldes, porque no simpatizaban con Castro o desconfiaban de su pasado de pandillero universitario, creían firmemente que Cuba estaba predestinada a alcanzar una grandeza sin par y que ese destino glorioso solo podría realizarse mediante la lucha revolucionaria. Las expectativas mesiánicas generadas por esta creencia desempeñaron una función decisiva en la consolidación del liderazgo castrista y la evolución posterior de su régimen.
Manifestación de desagravio a Batista por el asalto al Palacio Presidencial el 13 de marzo de 1957. La manifestación se llevó a cabo en el mes de abril de ese año. Fotos y comentarios añadidos por el Bloguista de Baracutey Cubano.
Hay quien habla sin sonrojo de la "Cuba revolucionaria" en referencia a la sociedad actual o repite que "la Revolución Cubana" decide esto o hace lo otro, como si el suceso estuviera transcurriendo todavía en tiempo presente. En los periódicos son frecuentes los titulares del tipo "La Revolución gana la batalla del sexto grado", "La Revolución envía médicos a Zimbabwe", "La Revolución se defiende del imperialismo", etc.
Los ejemplos de esta incontinencia verbal abundan, incluso en autores muy críticos con el régimen cubano.
Al respecto, algún historiador ha señalado que ese anacronismo es comparable a que en 1977, bajo el Gobierno de Brézhnev, alguien se hubiese referido a las actividades de la nomenklatura y la sociedad soviéticas como si formaran parte de la Revolución Rusa todavía en marcha o que en 2009 se hubiese hablado de las decisiones del Gobierno de Hu Jintao como actos de la Revolución China. En ambos casos, la expresión habría resultado risible por obsoleta. Sin embargo, en lo tocante a Cuba, se emplea con entera naturalidad.
Bajo la propaganda totalitaria practicada desde 1959, la Revolución ha terminado por convertirse en la sinécdoque absoluta. Es simultáneamente el todo y todas sus partes. Es Patria, Estado, Gobierno, partido único, sistema económico, ejército, sociedad, Líder Máximo, Líder Mínimo y, pronto, Sucesor Ungido, en lo que probablemente será la última manifestación hipostática del concepto sagrado.
En Cuba, la Revolución no es un suceso que aconteció una vez, hace seis décadas, y en realidad concluyó poco después, sino una entelequia que se sostiene en el vacío, idéntica a sí misma, y que perdura congelada en el lenguaje de los políticos y periodistas del régimen, sus aliados e incluso algunos de sus adversarios. Es un acontecimiento eterno, que siempre existió (al menos, desde los tiempos del cacique Hatuey) y que nunca decaerá, por más que se transforme, porque constituye el ser mismo del pueblo, el Gobierno y el Estado.
Y es así porque, en el contexto ideológico dominante, la Revolución es el agente indispensable para la realización del destino nacional glorioso asignado a Cuba por la Providencia o la Historia, y encarnado definitivamente en los Castro y sus sucesores. Es la versión caribeña del Pensamiento Juche norcoreano con banda sonora de Silvio Rodríguez. En cambio, visto desde fuera este abuso del concepto es a la vez un tributo a la capacidad metafórica de la lengua española y una prueba irrefutable de la pereza mental del ser humano.
De modo que ante las perspectivas de cambio (reales o imaginarias) que se abren con la jubilación de Raúl Castro, habría que empezar por preguntarse cómo un suceso ocurrido hace seis décadas se prolonga todavía hoy y cuál es su grado de realidad, más allá de las consignas y la propaganda oficial. Y, lo que es aún más importante, qué perspectivas tiene la sociedad cubana de salir de la revolución socialista y evolucionar hacia la fase superior del comunismo que, como todo el mundo sabe, es la democracia capitalista.
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