Nicolás Águila: La carne rusa
La carne rusa
Por Nicolás Águila
17 de noviembre de 2018

En apenas dos años habían destruido una economía floreciente. De la abundancia y variedad de productos en el mercado se pasó a la escasez a niveles de subsistencia. De la proverbial latería americana no quedaba ni rastro. Y de las conservas cubanas, muy poco. Las sopas Campbell’s, el Quaker, las latas de pera, los casquitos de guayaba... y para qué seguir, se habían esfumado como por ensalmo. La

Era lo único que se veía en la bodega, eso, la carne rusa. Los anaqueles estaban llenos de arriba abajo de aquellas latas invendibles. Nadie compraba la carne rusa. Todos la rechazaban. Nadie la quería comer, aunque años después la llorarían, dicho sea por respeto a la verdad. Todo se andaría en el camino de la decadencia y la degradación. Y lo peor era que el pueblo se iba acostumbrando al creciente deterioro del nivel de vida, con un sentido de la adaptación y de la supervivencia indigno de ningún encomio.
Algunas de aquellas latas venían con una extraña recomendación, cargada de ironía eslava: "Desayuno para turistas". Pero la gente decía que en realidad era carne de presos siberianos. Cosa muy improbable, desde luego, y totalmente en contra del sentido común. Los famélicos deportados del gulag no daban carne ni para una croqueta sputnik.
Y en eso llegó Picundio, un mulato aindiado que ayudaba a mi papá a preparar el tabaco en la escogida (la última que puso, por cierto, porque ese año le dio pérdida total). Picundio iba a casa a tomar el café del mediodía y hacer un poco de sobremesa con nosotros, para seguir después con el viejo para el negocio que quedaba a una cuadra. Y tal vez porque vio los restos del almuerzo se le ocurrió decir: “Oye esto, Tomasito: Para ser un buen cubano, hay que comer carne rusa, limpiarse con una tusa y meterse a miliciano”.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home