sábado, noviembre 17, 2018

Nicolás Águila: La carne rusa

Nota del Bloguista de Baracutey Cubano

A mí me gustaba la carne rusa como la preparaba mi madre; quizás fuera porque mi madre supo encontrar la manera de prepararla y  porque yo, en esos tiempos, estaba harto de los bistec de palomilla y de riñonada en el almuerzo y en la comida durante años, que era el plato favorito de mi padre   con papas fritas (french fried potatoes) y rodajas de cebolla.
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Tomado de https://www.facebook.com/nicolas.aguila.73?

La carne rusa

Por Nicolás Águila
17 de noviembre de 2018

Era el año del susto de 1960. Escaseaban los artículos de consumo tanto nacionales como de importación. No había nada de nada. Faltaba desde la carne hasta el papel higiénico. Todo de repente se había acabado. Y eso que todavía no existía el comodín del embargo. La campaña entonces no era --no podía ser-- contra el 'criminal bloqueo'. La culpa de los desabastecimientos se la achacaba el gran farsante a los especuladores y acaparadores. Mentiras tuyas, que decía el gran Rolando La Serie.

En apenas dos años habían destruido una economía floreciente. De la abundancia y variedad de productos en el mercado se pasó a la escasez a niveles de subsistencia. De la proverbial latería americana no quedaba ni rastro. Y de las conservas cubanas, muy poco. Las sopas Campbell’s, el Quaker, las latas de pera, los casquitos de guayaba... y para qué seguir, se habían esfumado como por ensalmo. La gente parodiaba un bolero de moda, 'Mi corazonada', que cantaba otro grande, Orlando Contreras: "Vas en busca de un fracaso, es la leche condensada / y a la larga comerás carne rusa entomatada...".

Era lo único que se veía en la bodega, eso, la carne rusa. Los anaqueles estaban llenos de arriba abajo de aquellas latas invendibles. Nadie compraba la carne rusa. Todos la rechazaban. Nadie la quería comer, aunque años después la llorarían, dicho sea por respeto a la verdad. Todo se andaría en el camino de la decadencia y la degradación. Y lo peor era que el pueblo se iba acostumbrando al creciente deterioro del nivel de vida, con un sentido de la adaptación y de la supervivencia indigno de ningún encomio.

Algunas de aquellas latas venían con una extraña recomendación, cargada de ironía eslava: "Desayuno para turistas". Pero la gente decía que en realidad era carne de presos siberianos. Cosa muy improbable, desde luego, y totalmente en contra del sentido común. Los famélicos deportados del gulag no daban carne ni para una croqueta sputnik.

Un día mi mamá, por probar, fue a la bodega y compró un par de latas de carne rusa. Siguiendo las instrucciones de una vecina, le quitó primero el sebo y luego la lavó bien, le dio un hervor previo para quitarle el mal sabor soviético y la cocinó a modo de ropa vieja. Pero ni eso valió. El viejo, medio cabreado y medio en broma, apartó el plato y le dijo: "Fela, no cocines más esa carne de Boyoslavia, por favor, que me sabe a chivo macho viejo y con berrenchín".

Y en eso llegó Picundio, un mulato aindiado que ayudaba a mi papá a preparar el tabaco en la escogida (la última que puso, por cierto, porque ese año le dio pérdida total). Picundio iba a casa a tomar el café del mediodía y hacer un poco de sobremesa con nosotros, para seguir después con el viejo para el negocio que quedaba a una cuadra. Y tal vez porque vio los restos del almuerzo se le ocurrió decir: “Oye esto, Tomasito: Para ser un buen cubano, hay que comer carne rusa, limpiarse con una tusa y meterse a miliciano”.