LAS TRES DUDOSAS PREMISAS DE PEREZ ROQUE
Tomado de http://www.cubaencuentro.com
Carlos Alberto Montaner, Madrid
lunes 23 de enero de 2006
El 23 de diciembre de 2005, el señor Felipe Pérez Roque, ingeniero de cuarenta años de edad, ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, pronunció ante la Asamblea Nacional del Poder Popular un discurso importante. Era importante por el contenido, y, sobre todo, era importante para él, que —según el usualmente bien informado Financial Times— quedaba, de facto, consagrado como el heredero político de un Fidel Castro viejo y enfermo, a punto de cumplir los ochenta años, y, por consiguiente, próximo a la muerte, circunstancia muy delicada y amarga que no eludió el conferenciante.
Unánimemente, como suelen ocurrir las cosas en esa disciplinada institución —conocida sotto voce como el "Coro de los niños cantores de La Habana"—, todos los asistentes (entre los que no estaba Raúl Castro, por cierto), se pusieron de pie y aplaudieron enfervorizadamente en señal de aprobación.
Obviamente, cuando los diputados aplaudían a Pérez Roque sabían que estaban aplaudiendo a Fidel Castro, como era su deber, y tampoco desconocían que la liturgia que adornaba al acontecimiento indicaba la consagración del canciller como delfín del viejo dictador.
A la mayoría no era algo que seguramente le agradaba, dado que Pérez Roque tiene fama de ser una persona dogmática e inflexible, sin legitimidad histórica por su corta edad, que no proviene del Ejército ni de la Seguridad, sino de ese irritante gobierno paralelo conocido como "Grupo de apoyo al Comandante", por el que pasó fugazmente, pero tampoco nadie podía oponerse a su designación sin ser inmediatamente arrollado y estigmatizado por el aparato de difamación y castigo del Estado.
Puestos a elegir a un diplomático en calidad de sucesor del Comandante, los diputados seguramente hubieran preferido a ese trágico personaje que es Ricardo Alarcón, pero quienes conocen a Castro saben que jamás ha confiado del todo en el contradictorio presidente del parlamento cubano.
Es verdad que los demócratas de la oposición son quienes sufren con mayor saña la intolerancia del régimen, pero no es menos cierto que la clase dirigente cubana tampoco posee el menor espacio dentro del sistema para manifestar sus preferencias, dudas, convicciones reales o contradicciones.
Si en el Partido o en el gobierno —no digamos en el seno de las Fuerzas Armadas— alguien intenta alzar su voz para manifestar la menor discrepancia con la línea oficial dictada por Fidel Castro, es inmediatamente barrido del escenario, como quedó muy claro hace ya muchos años con el viejo PSP, y como luego se reiteró en el caso del general Ochoa, o, de forma más benigna, como les sucediera más recientemente, por ejemplo, a Carlos Aldana y a Robertico Robaina, convertidos en unas asustadizas no-personas, permanentemente colocadas bajo la lupa de la Seguridad del Estado.
Por otra parte, la selección de Pérez Roque y el contenido del discurso parecen revelar el triunfo (provisional) de los jóvenes talibanes frente a los elementos más pragmáticos, presumiblemente reunidos en torno al raulismo.
Según todos los síntomas, tras la muerte de Fidel, su hermano Raúl, acompañado de los tecnócratas militares convertidos en empresarios desde hace casi veinte años, a los que se sumaba un buen puñado de familiares próximos, se proponían iniciar una tímida versión cubana de las reformas chinas, con cierto espacio para la pequeña empresa privada y una mayor atención para las apremiantes y olvidadas necesidades de consumo de los cubanos.
El raulismo, pues, con personas como el general Julio Casas Regueiro a bordo, tal vez hoy en desgracia, iba a dedicar menos importancia a los enfrentamientos ideológicos, como esa necia "batalla de ideas" —que no es más que una tertulia de amiguetes extremistas que repiten consignas machaconamente para desesperación de los aburridos telespectadores—, en beneficio de un más alto nivel de eficiencia, mayor tranquilidad en la esfera internacional y cierta prosperidad material para la población.
No es que los raulistas se plantearan la democratización de la Isla a la Gorbachov —lejos de ellos cualquier inclinación democrática—, sino que, tras medio siglo de locuras, estaban dispuestos a inyectar un poco de racionalidad y orden en la gerencia de la dictadura.
Aparentemente, Fidel Castro, aunque contrariado con esa previsible deriva ideológica, estaba más o menos resignado a que ocurriera esa "desviación burguesa" tras su inevitable desaparición física. No tenía forma de controlar el futuro de la revolución, una vez que Raúl y sus militares de confianza se apoderaran de todos los resortes del poder; pero ese panorama comenzó a cambiar en la medida en que Hugo Chávez emergía como el candidato ideal para recoger el testigo de las fantasías revolucionarias del viejo Comandante, trasformándose en el gran mecenas del radicalismo revolucionario internacional dentro de un mapa político latinoamericano que se escoraba a babor notablemente.
Fidel, pues, disponía de caja, heredero y doctrina para amarrar su cadáver al caballo y seguir combatiendo después de muerto, como cuenta la leyenda que sucedió con el Cid Campeador. Sólo le faltaba escoger a sus herederos y albaceas dentro de la Isla, y estos no podían ser los tibios revolucionarios de los primeros tiempos, biológicamente envejecidos y psicológicamente fatigados por casi medio siglo de fracasos y sobresaltos inútiles.
La doctrina la anunció Felipe Pérez Roque en Caracas, poco antes de su discurso del 23 de diciembre. Allí dejó establecidos varios principios que enunció con la certeza de quien formula una retahíla de silogismos: primero, el socialismo ya se había restablecido tras la traición moscovita y era posible continuar luchando por el triunfo de las ideas comunistas; segundo, el foco central de esa renovada revolución comunista planetaria se trasladaba al eje La Habana-Caracas; tercero, Estados Unidos entraba en un periodo de franca decadencia y se vislumbraba su derrota final; y cuarto, Hugo Chávez, ungido por el propio Fidel Castro, era el guía espiritual y material de esta nueva batalla librada para lograr un destino glorioso para la humanidad.
Poco después, también en Caracas, como para que no hubiera duda de por dónde iban los tiros, Carlos Lage anunció que Cuba tenía dos presidentes: Fidel Castro y Hugo Chávez. A lo que ahora se agrega que, muerto Fidel Castro, Pérez Roque será el virrey chavista de la Isla y administrador póstumo de la herencia política del Comandante hasta el hundimiento final del imperialismo yanqui.
El discurso de Pérez Roque
Es dentro de ese contexto, en fin, donde debe colocarse la designación de Felipe Pérez Roque. Estamos, insisto, frente a la derrota de la corriente pragmática a manos de la voluntarista, acaudillada por el propio Fidel.
Acerquémonos ahora al discurso del joven canciller y veamos qué quiso decir y por qué. Como se trata de un texto farragoso lleno de los habituales teques revolucionarios, démosle un poco de orden lógico acudiendo a los elementos de la estructura tradicional del llamado método DAFO (debilidades, amenazas, fortalezas y oportunidades), aunque con un orden diferente.
El discurso tiene un título que resume la intención de su autor: Las premisas de una revolución irreversible. Así aparece en las publicaciones oficiales del gobierno. En realidad lo que quiere decir no es que la revolución sea necesariamente irreversible, sino que, para que efectivamente prevalezca y no se desintegre, la clase dirigente y el pueblo revolucionario tienen que ceñirse a tres premisas que Pérez Roque, como si fuera un escritor de suspense, mencionará al final del discurso. Ya llegaremos a eso.
2. Fortaleza: los logros de la política exterior
Tratándose del canciller, no es extraño que comience por un inventario de los logros de la diplomacia cubana y de cómo ha conseguido burlar el aislamiento internacional y ganar batallas diplomáticas contra el "bloqueo" norteamericano. Anuncia que Castro vuelve a la presidencia del fantasmal "Movimiento de los Países No Alineados" —una extraña reliquia de la Guerra Fría carente de significación— y esquiva la derrota sufrida en la Comisión de Derechos Humanos de Ginebra enterrándola en medio de una catarata de dicterios contra Estados Unidos.
Ni por asomo se le ocurre cuestionar la racionalidad de mantener como leit motiv de la revolución una costosa y estridente política exterior, consagrada desde hace medio siglo a una inútil cruzada antiyanqui, cuando lo sensato hubiera sido buscar alguna suerte de entendimiento con un vecino que ya aloja a dos millones de personas de origen cubano, anualmente le proporciona veinte mil visas de residente a los cubanos más desesperados, autoriza el envío de más de mil millones de dólares en remesas, y es, simultáneamente, el primer vendedor de productos agrícolas de la Isla a precios generalmente subsidiados dentro del territorio de Estados Unidos.
Es verdad que la dictadura cubana ha sobrevivido a 10 presidentes norteamericanos, pero ese dato sólo indica dos cosas: primero, que Washington, en realidad, desde la muerte de Kennedy en 1963 no se ha esforzado seriamente en desalojar a la revolución del poder, simplemente porque se trata de una incomodidad menor perfectamente llevadera que se disolverá con el paso del tiempo.
¿Duda alguien de que, a partir de 1992, desaparecida la URSS, si Estados Unidos hubiera tenido la voluntad de invadir la Isla nadie hubiera podido impedirlo?
En segundo lugar, demuestra la infinita terquedad del Comandante para negociar flexible e inteligentemente. Entre esos 10 presidentes, por ejemplo, estuvo el pragmático Richard Nixon, que se retiró de Vietnam e hizo las paces con China: ¿por qué Castro no pactó con Nixon, flexiblemente, el levantamiento del embargo y el fin del enfrentamiento entre los dos países?
Pero después de Nixon la oportunidad fue aún mayor: Jimmy Carter —el mismo Jimmy Carter que Pérez Roque llenó de elogios en su discurso— llegó a la Casa Blanca pletórico de buenas intenciones y sin el menor compromiso con los cubanos exiliados, que en aquella época (fines de los setenta, principios de los ochenta) ni siquiera contaban con una oficina de lobby en Washington.
¿Por qué Castro no quiso forjar una suerte de razonable modus vivendi con su poderoso vecino que le permitiera a su gobierno dedicar sus energías a una causa menos absurda que combatir incesantemente a la primera potencia del planeta?
¿Sería que no le interesaba el levantamiento del embargo y una relación estable y madura con Estados Unidos, como le confesó a José María Aznar, el ex presidente del gobierno español?
¿O será que Castro, eterno camorrista, convirtió su personal obsesión antinorteamericana en la causa artificial de todo un pueblo que, lejos de odiar a Estados Unidos, ya ha trasladado a ese país al veinte por ciento de la población, y, si se lo permitieran, instalaría allí al ochenta?
¿Se le preguntó alguna vez al pueblo cubano si quería dedicar tanta energía y tantos recursos a una ocupación tan absurda y empobrecedora como combatir sin tregua a un vecino riquísimo, con el que otras naciones (como China, por ejemplo) mantienen buenas relaciones, pese a las diferencias políticas que las separan de Washington?
Como muestra de la superioridad moral de la revolución —que para Pérez Roque es una prueba de su fortaleza—, el canciller detalla las muestras de solidaridad dadas por el gobierno a lo largo de su prolongada historia. Ahí comparecen 208.000 pacientes operados de la vista, 45.000 extranjeros procedentes de 120 países graduados en las universidades, 2.000 combatientes muertos en Angola (no menciona los de Etiopía) y 25.000 médicos, dentistas y técnicos de salud que hoy prestan sus servicios en diferentes partes del mundo.
A este cuadro de generosidad y desinterés, Pérez Roque, que súbitamente se trasforma en un gandhiano defensor de las víctimas de la represión, contrapone el repugnante espectáculo norteamericano: un gobierno de torturadores y asesinos que se atreve a maltratar a los prisioneros, que no respeta el medio ambiente, invade otros países, viola los derechos humanos y se hace algo tan deleznable como escuchar ilegalmente las conversaciones de los ciudadanos, actos, seguramente, que no suceden en Cuba, ese modelo de respeto por la dignidad y la intimidad de las personas, como pueden atestiguar, por ejemplo, las docenas de detenidos durante la "primavera cubana" de 2003 o las admirables Damas de Blanco.
¿Para qué establece Pérez Roque ese contraste o contrapunteo? Muy sencillo: para explicar por qué Estados Unidos supuestamente desea la destrucción de la revolución. Según Pérez Roque, "Cuba es un peligro [para Estados Unidos] por su ejemplo, es un peligro de tipo moral, ético, porque Cuba encarna que se puede construir un mundo mejor".
Ahí está, pues, redondeado el teorema y localizado el origen de todo este despropósito: la revolución cubana, o sea, Fidel Castro, es el Bien, mientras Estados Unidos es casi la idea platónica del Mal. Estados Unidos, pues, como Príncipe de las Tinieblas, pretende destruir a la revolución, que es la encarnación del Bien, dado que su líder, Fidel Castro, es el Príncipe de la Luz.
Aquí estamos ante una de las claves del mesianismo de Fidel Castro. Para Fidel Castro el antiyanquismo es una misión religiosa y su combate se inscribe dentro de esa clave teológica. Como gran narcisista, el Comandante, que habla por boca de Pérez Roque, se siente dotado de una irreprimible pulsión altruista. Siente que está hecho de la madera de los grandes santos puestos sobre la tierra para cambiar el destino de la humanidad.
Más aún: él sabe lo que hay que hacer para que cada hombre y mujer sean felices y dichosos. Lo sabe mejor, además, que todos los hombres y mujeres a los que desea hacer felices según sus infalibles criterios.
Él es el Bien. Pero tiene un enemigo, el Lucifer americano, que lo adversa, como siempre ocurre, y debe dedicar toda su vida a combatirlo en una épica batalla cósmica, ya sea en el terreno de las guerrillas y el terrorismo, o en el de las operaciones de catarata, porque todas estas acciones son escaramuzas de una guerra universal e interminable a la que consagra todos los segundos de su ajetreada vida.
El problema es que la personalidad mesiánica y narcisista de Fidel Castro no tiene nada que ver con la realidad de Cuba, y mucho menos con la circunstancia de cada cubano individualmente.
Es cierto que vivimos en un mundo imperfecto en el que nunca sobran la solidaridad y el altruismo, pero si las operaciones de la vista que hacen en Cuba sirvieran para curar la ceguera psicológica que sufre el Comandante, en vez de un ejército de heroicos combatientes siempre dispuestos al sacrificio, vería a una sociedad empobrecida y molesta, hambreada e incómoda, que no desea servir de carne de cañón en guerras africanas, que no puede entender por qué su gobierno gasta fabulosas cantidades de recursos en educar extranjeros, mientras en medio siglo de planes quinquenales y otras ensoñaciones no ha podido solucionar problemas tan elementales y básicos como el agua potable, la electricidad, el transporte, la alimentación y la vivienda.
Pérez Roque y Castro ven también signos de debilidad revolucionaria entre la juventud. Y es cierto: los jóvenes cubanos son apáticos, no están interesados en que les cuenten otra vez la historia del cuartel Moncada y del desembarco del Granma. Esas son unas referencias antiguas y pesadas que no quieren oír. ¿Por qué extrañarse? Es como si a la generación que presenció el fin del batistato la hubieran mortificado sin tregua con la remota anécdota de la guerrita de agosto de 1906. El destino de todo ritornello es ése: pasar inadvertido después del segundo compás.
Pero lo asombroso es el argumento con que Pérez Roque explica este fenómeno: según su texto, las carencias extrema del período especial fomentaron en los más jóvenes una actitud individualista de sálvese el que pueda. Según él, lo que separa a los jóvenes de la revolución es el odiado consumismo, esa tentación, por lo visto inmoral, de vivir mejor rodeado de objetos agradables y desear una existencia cómoda.
Esos jóvenes son tan ciegos, según Pérez Roque, que ni siquiera pueden valorar la vida maravillosa que les otorga la revolución, con la educación, la salud y el techo precariamente resueltos, y comienzan a soñar con un sistema más eficiente y productivo, como el capitalismo, cuando lo que los yanquis impondrían en Cuba a sangre y fuego es un modelo de vida como el haitiano.
Pérez Roque no explica por qué los cubanos laboriosos y emprendedores no pueden aspirar a tener una casa cómoda, con piscina, gimnasio y jardín, como la que posee Ramiro Valdés en Santa Fe, o un yate magnífico como el que siempre aguarda a Raúl Castro en Varadero. Porque es verdad que los cubanos de a pie reciben atención médica, pero en hospitales destartalados y sin medicamentos, mientras la cúpula dirigente disfruta de buenas y exclusivas instalaciones en donde no faltan los últimos equipos tecnológicos.
También es cierto que los cubanos tienen acceso a escuelas, y, si no se muestran rebeldes, a la universidad, pero ellos saben que en el loco sistema económico impuesto al país, un título universitario vale mucho menos que un empleo de camarero en un hotel para turistas.
Esos muchachos que hoy desprecian a la revolución y ansían otra forma de organizar la economía y el Estado, más rica, racional y libre, hablan con los turistas y se sorprenden (y avergüenzan) cuando un sencillo enfermero italiano o una maestra española de bachillerato, de visita en la Isla, les cuentan que ellos tienen automóviles, computadoras y viviendas bien acondicionadas, porque con sus estudios y el esfuerzo que realizan forman parte de las clases medias de esas naciones.
Pero cuando esa sorpresa llega a la estupefacción, es cuando les oyen decir que en sus países leen lo que les da la gana, escuchan la música que se les antoja, piensan y dicen lo que les parece, critican sin límites ni consecuencia al gobierno, militan en el partido político que más les gusta, viajan al extranjero sin pedirle permiso a nadie, y deciden con total autonomía qué quieren hacer con sus vidas.
Y si esos muchachos son avispados, no tardan en descubrir que en 1959, cuando comenzó la revolución, España era bastante más pobre que Cuba, mientras Italia tenía un per cápita similar, aunque menos oportunidades de trabajo, como se demuestra en el signo migratorio de aquellos tiempos. Cuando comenzó la revolución, en el consulado de Cuba en Roma había más de diez mil solicitudes de italianos que querían marchar a la Isla a abrirse paso, mientras entonces eran muy pocos los cubano dispuestos a viajar en la otra dirección.
Los jóvenes cubanos, sencillamente, no son idiotas, y saben que el pretendido imperialismo yanqui no le impone a ningún pueblo la miseria, y, por el contrario, como Washington ha anunciado a bombo y platillo, tanto durante el gobierno de Bill Clinton como en el de George W. Bush, el pueblo americano se dispone a ayudar generosamente a la transición cubana con miles de millones de dólares, con el objeto, entre otros fines, de estabilizar la situación económica en la Isla y así evitar el posible éxodo masivo de hacia Estados Unidos.
Si Estados Unidos deseara imponerles la pobreza a sus vecinos, idea obviamente absurda, ¿por qué le presta a México veinte mil millones de dólares en un momento de crisis, en lugar de zampárselo de un bocado imperial? Y, ¿por qué, además, admite y hasta fomenta con sus propias inversiones una balanza comercial inmensamente favorable a los mexicanos?
Ellos saben que un país como Cuba, con ochocientos mil graduados universitarios y una población alerta y trabajadora, como han demostrado los exiliados, en el curso de una generación se pondría, junto a Chile, a la cabeza del desarrollo de América Latina, y no en la cola al costado de Haití.
6. Debilidades y peligros: blindarse para cuando falte Fidel
¿Cómo conjurar los peligros cuando falte Castro y salvar a la revolución? Es aquí, al final de su alocución, donde Pérez Roque formula las tres premisas que deben cumplirse para lograr la permanencia sin cambios del régimen. La primera de esas premisas es mantener firmemente el liderazgo moral sobre la población. Hay que predicar con el ejemplo.
Pérez Roque comienza el asedio a su propuesta regresando al tema de la detectada alienación de los jóvenes. Este peligro del desencanto juvenil aumenta en la medida en que se acerca la hora de la muerte de Fidel Castro, incluso de Raúl, a quien Pérez Roque, sin gran convicción, también introduce fugazmente en el panteón de los próceres.
¿Qué propone Pérez Roque para cuando llegue ese aciago día del desamparo? Algo que, en principio, no parece descabellado: contar con una dirigencia que dé el ejemplo con la austeridad, la ausencia de privilegios y la honradez, porque (supuestamente) la columna de fuste sobre la que descansa el apoyo a la revolución es de carácter moral.
No, no es Abelardo Colomé Ibarra con su implacable aparato represivo el sostén básico del gobierno y del sistema. No, no son los Comités de Defensa de la Revolución, siempre vigilantes y dispuestos a la delación y al acoso a los desafectos. No, no son las Brigadas de Respuesta Rápida y los actos de repudio contra los disidentes. Tampoco los expeditos tribunales revolucionarios y el infinito poder de la Seguridad tienen nada que ver con la sumisión bovina de ese pobre pueblo.
Según el ingenuo Pérez Roque, el pueblo obedece y ama a los líderes porque le seduce el maravilloso influjo ético de la abnegada clase dirigente encabezada por Fidel Castro, un hombre que vive modestamente en las veinte casas que se auto-asignó, y que siempre paseó humildemente en el lujoso yate que le regaló el Parlamento o en los dos aviones repletos con su séquito con que se traslada al extranjero en sus infinitamente costosas giras internacionales.
La segunda premisa de Castro-Pérez Roque se deriva de la primera: como consecuencia del liderazgo ético de la clase dirigente, las masas mantendrán su supuesta adhesión al sistema producto de la admiración moral, porque los estímulos materiales siguen siendo despreciables y contraproducentes.
Y es aún, más increíble que suponga que el sentimiento que Fidel Castro inspira en la clase dirigente y en la sociedad cubana es la admiración por su conducta ejemplar, y no lo que realmente ocurre: lo que los mantiene unidos es el pavor que Castro les inspira a sus subordinados inmediatos y mediatos, como en voz muy baja a veces confiesan a amigos muy íntimos algunos de los diputados reunidos para oír y aplaudir su discurso.
Ese terror profundo que hace que hasta Raúl Castro a veces tenga que servirse de García Márquez para darle a Fidel un mensaje o una opinión, porque ni siquiera el (supuestamente) segundo de a bordo se atreve a decirle lo que piensa por temor a sus explosivas represalias.
Cumplidas las dos premisas previamente descritas (el ejemplo moral y el consiguiente apoyo popular que éste generaría), queda la tercera: no ceder en el tema de la propiedad privada. Insistir en el colectivismo y en el capitalismo de Estado. ¿Por qué se aferran Castro y Pérez Roque a un modelo tan probadamente fracasado? Porque si cambia el régimen de propiedad y se introduce una suerte de economía de mercado, con empresarios privados, según ellos, se pierden la revolución, el Estado y hasta la nación, "porque Cuba sería absorbida, Cuba sería convertida en un municipio de Miami".Colofón
En realidad, esto último no es una estupidez, sino algo peor: una coartada para justificar el más grosero inmovilismo. Cuando cambie el régimen, ese absurdo sistema de estabular y empobrecer a la sociedad dará paso a algo que la inmensa mayoría de los cubanos desea: libertades económicas y políticas.
Desaparecerá, es cierto, felizmente, la revolución, pero no el Estado, que se acogerá a un diseño institucional libremente decidido por los cubanos, mucho más hospitalario, eficiente y respetuoso con los ciudadanos. Y la nación sobrevivirá como una entidad independiente, pero en paz y armonía con todos sus vecinos, pues se habrán terminado el aventurerismo y el mesianismo.
¿Qué hace falta para llegar a ese punto? Exactamente lo que más temen Castro, Pérez Roque y el resto de esa minoría dogmática que controla el gobierno: un pacto serio y maduro entre los reformistas del régimen ocultos entre los políticos, militares, administradores, militantes del partido comunista y las organizaciones de masas, y los demócratas de la oposición interna y externa, para llevar a buen puerto la transición, sin vencedores ni vencidos, sin represalias ni pases de cuenta. Algo parecido a lo que sucedió en España, en Hungría o en Checoslovaquia. Sencillamente, ese experimento fracasó y es la hora de darle sepultura ordenadamente con todos los cubanos y para bien de todos los cubanos.
* Dedicado a Ramón Saúl Sánchez, quien en Miami se jugaba la vida en una huelga de hambre por defender el cumplimiento de la ley americana y el derecho de todos los cubanos, mientras yo escribía estos papeles en Madrid.
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