AL CARDENAL LO QUE ES DEL CARDENAL || LA LIBERTAD VALE UNA MISA
Tomado de El Nuevo Herald
Al cardenal lo que es del cardenal
Por Gina Montaner
Mi deseo se cumplió. El pasado jueves el cardenal Ortega ofició una misa en La Habana por el descanso eterno del disidente Gustavo Arcos. Antiguo compañero de lucha de Castro quien, tras pasar por el obligado desencanto con una revolución que se quedó en vulgar caudillismo, fue objeto de persecución por parte del gobierno. No faltaron a la cita conocidos opositores como Oswaldo Payá, Martha Beatriz Roque, Vladimiro Roca y Oscar Espinosa Chepe. Y con ellos estuvo un puñado de representantes de los pocos países que se atreven a brindarle una mano a la disidencia interna. Diplomáticos de Polonia, Canadá, Gran Bretaña y, por supuesto, el estadounidense Michael Parmly, quien ha continuado la labor de compromiso con los derechos humanos de su antecesor, James Cason.
Posiblemente Gustavo Arcos falleció sin saber que Castro estaba postrado en otra cama y aquejado de una dolencia que, de acuerdo a los mensajes crípticos al estilo de El Código Da Vinci que publica el Granma, apunta a ser irreversible. Arcos se fue de este mundo envuelto en las gasas de la desmemoria. Ajeno a lo que está por venir. Un destino ineludible que él mismo ayudó a labrar cuando fundó el Comité Cubano pro Derechos Humanos, mientras los hermanos La Guardia y la corte de groupies que los seguían traficaban con Rolex y marfil en Africa o mataban por encargo en el mismísimo corazón de Miami. Muchos años antes de que uno de ellos se encontrara frente al pelotón de fusilamiento. Porque ni su amigo Gabo los salvó de una muerte anunciada.
Si en la Casa de Dios hay que orar por el alma insalvable de un tipo como Castro, era obligado hacer lo mismo por el espíritu redimido de Gustavo Arcos. Tan valiente siempre. Dispuesto a enfrentarse a las contradicciones de la dizque ''revolución'' que ayudó a instaurar. Su antiguo amigo le pagó con el presidio político. Ahora Gustavo duerme el sueño eterno mientras su ''yang'' se enfrenta a una cita inaplazable con la mortalidad. Frágil y con el intestino estrangulado. Tal vez minado por dentro. ``Oremos, Señor''.
En la Iglesia Parroquial del Vedado, Vladimiro Roca dijo de Arcos: ''Lo único que siento es que haya muerto sin haber podido ver el final de esto, después de todo el trabajo y toda la lucha que tuvo''. Es la pena que sentimos todos los que apreciamos su labor y la de su hermano Sebastián. Por ello, era de esperar que el cardenal Ortega rezara por el ''hermano Gustavo'' y al término de la misa abrazara con afecto a su viuda. De lo contrario, habría sido excesiva la orfandad de los cubanos. Como extraviados de la mano de Dios. Son demasiados años vagando por el desierto.
Cuando supe que Jaime Ortega había elevado sus plegarias por la salud de Castro, sentí un resquemor inevitable y terrenal. A fin de cuentas, no poseo el don de la abarcadora piedad cristiana. Pero sí deseé con todas mis fuerzas que el máximo prelado de Cuba homenajeara públicamente a Gustavo como lo había hecho en Miami monseñor Román en la luminosa Ermita de La Caridad. Al borde de la Bahía. Al cardenal lo que es del cardenal y a Dios lo que es de Dios. Es de justicia decirlo.
© Firmas Press
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Por Andrés Reynaldo
Apenas 72 horas después de que se anunciara la enfermedad del gobernante Fidel Castro el pasado 31 de julio, la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba llamaba a ofrecer oraciones para que Dios lo acompañara en su enfermedad e iluminara a quienes recibían provisoriamente las responsabilidades de gobierno.
Una semana después moría Gustavo Arcos Bergnes, patriarca del movimiento de los derechos humanos en la isla, asaltante del Cuartel Moncada y católico de profunda convicción, quien significará para futuras generaciones de cubanos un ejemplo de rectitud, coraje y desinteresada entrega patriótica en medio de la hora más oscura de la nación.
Pero los obispos no llamaron a orar por el alma de Arcos. Hubo una misa el jueves, oficiada por el cardenal Jaime Ortega, en la Parroquia del Sagrado Corazón, en La Habana.
Estas son las contradicciones de una Iglesia que ha cumplido la proeza de sobrevivir a casi 50 años de castrismo, pero que en muchas ocasiones ha perdido la oportunidad de alinearse de manera abierta y (¿por qué no?) desafiante con las ansias de justicia y libertad de su rebaño.
Ya sé, desde Miami es muy fácil (y en última instancia obsceno) reclamar el heroísmo de nuestros compatriotas en la isla. A lo largo de los años y con sobrada razón, la alta jerarquía de la Iglesia ha esgrimido esta defensa ante las críticas frecuentemente injustas de los exiliados. En efecto, el exilio implica una renuncia voluntaria a participar in situ en las cotidianas zozobras nacionales. Nadie pone en duda las ventajas de oponerse al castrismo a 90 millas de Villa Maristas. Esa elección, por justificable y dolorosa que sea, impone un filtro de compasiva discreción al valorar las acciones de quienes decidieron quedarse a batallar, o simplemente resistir, preservando el noble compromiso del hombre con su tierra.
La visita del Papa Juan Pablo II en 1998 fue un respiro revitalizador para la hostigada Iglesia cubana. En esa década se ganaron anhelados espacios, sobre todo, en el ámbito social. Muchas parroquias establecieron redes de distribución de medicamentos y alimentos para socorrer a los ancianos y enfermos, así como a un creciente número de personas desamparadas. La precariedad de estas estructuras estaba determinada por una madeja de factores impredecibles. Desde la escasez de recursos a los cambiantes fueros de los funcionarios locales y desde las características de cada región a los análisis del gobierno sobre los potenciales peligros de un proyecto católico de beneficencia.
A los líderes de la Iglesia de la isla debió parecerles milagroso el espectáculo de miles de jóvenes gritando ''¡Libertad! !Libertad!'' frente al Papa Wojtyla en la misma Plaza de la Revolución y con Fidel moralmente maniatado en el auditorio. Los más reacios puristas del marxismo-leninismo, y aquellos que durante décadas atropellaron impunemente a quien tuviera el valor de confesarse creyente, afrontaron el trago amargo de ver que el Partido Comunista abría sus filas a los católicos.
La realidad, lamentablemente, saldó las cuentas a favor de Fidel, al menos en lo que respecta al desarrollo de una masa de católicos con un impacto en las decisiones nacionales. Ignoro las cifras de los creyentes en el Partido y en los puestos de dirección del país, pero sospecho que son irrelevantes. Exceptuando la posibilidad de realizar procesiones y actividades fuera de los recintos eclesiásticos sin faltar la obligada autorización oficial, y la sofocada circulación de un par de revistas para consumo parroquial, con un dramático contraste entre sus pírricos medios y las ansias de expresión de sus valientes editores, la apertura gubernamental ha consistido en darle a un católico la ocasión de portarse como un comunista sin tener que abjurar de su fe.
El Proyecto Varela, auspiciado por el Movimiento Cristiano Liberación, recogió más de 20,000 firmas para convocar un plebiscito sobre los cambios necesarios a fin de democratizar la sociedad cubana. Presentado a la Asamblea Nacional del Poder Popular con la rúbrica de los 11,000 peticionarios prescritos por la ley cubana, fue respondido con la recogida, bajo intensa compulsión gubernamental, de cientos de miles de firmas de ciudadanos que clamaban para que no se alterara el carácter socialista (es decir, totalitario) del régimen.
Miami es una atalaya con un imperfecto ángulo de visión. Sin embargo, se puede distinguir nítidamente el esfuerzo de la Iglesia por permanecer contra viento y marea. Vemos la finísima cuerda floja que deben recorrer los líderes católicos con tal de no darle al dictador la coartada de volver a cerrar a cal y canto los pequeños reductos conquistados con sagacidad, diplomacia y estoicismo. Vemos la agonía de sacerdotes, monjas y fieles por ayudar a los perseguidos y a los necesitados, si es que los unos no fueran también los otros. Por destilar una gota de paz sobre los familiares de los presos. Por reafirmar la indivisibilidad de la familia y la cultura cubanas.
Ahora bien, si el exilio es parte natural y doliente de la nación, entonces tampoco hay que andarse con preámbulos a la hora de juzgar el acontecer allende el Estrecho de la Florida. Ante todo, porque gozamos de la libertad para decir aquello que nuestros compatriotas están obligados a callar. Tanto más, porque nuestra presencia es imprescindible en el diario devenir material y espiritual de casi cada cubano de la isla. Sin nosotros, habría muchas mesas sin pan, muchos enfermos sin su medicina, muchos prisioneros políticos sin nombre y muchos sueños sin asidero. Es lógico que Fidel simplifique nuestra fuerza, nuestro dolor y nuestro inapelable amor por Cuba bajo la etiqueta de ''la mafia de Miami''. Pero estoy seguro de que no ocurre así con nuestros obispos.
Por eso, no debemos sentir el menor pudor en preguntar desde Miami:
¿Hasta qué punto, señores obispos de Cuba, vuestra cautela no es también una cómoda alternativa de la contemplación? ¿No se dan cuenta de que vuestros maltratados corderos languidecen por un mensaje de dignidad, entereza y franco y razonado cuestionamiento del poder? ¿Cuál providencial ocasión están esperando para ponerse en primera fila junto a su pueblo? ¿Acaso han decidido aguardar esa anhelada hora cero convocando a rezar por el tirano, mientras se clavan la lengua bajo la sotana cuando muere un católico de la estatura de Arcos, cuando se fusila a jóvenes desesperados por escapar de ese aniquilador infierno, cuando el estado hace mofa de su propia y torcida ley con tal de impedir la voluntad ciudadana, cuando los purpurados visitantes del Vaticano regresan a Roma alabando a la dictadura, cuando las riendas del poder se pasan de un hermano a otro con la expedita displicencia de un señorío feudal?
A ustedes, señores obispos, se les pueden hacer estas crudas preguntas porque ustedes eligieron el camino del Crucificado. El camino del Cristo que libera al hombre de su miedo, su culpa y su orfandad. De ustedes se espera que hagan misa de mañanita y de tardecita por los presos políticos, por los desaparecidos en el mar, por Guillermo Fariñas, que languidece en huelga de hambre desde enero, por Oscar Elías Biscet, por los disidentes, por las adolescentes que salen a la calle a vender su entrepierna por un paquete de galleticas de María, por los ignorados mártires del Maleconazo de 1994, por los niños obligados a beber la diaria doctrina del odio y la mentira, por los enfermos que no pueden entrar a los hospitales dedicados a la caridad política de venezolanos y bolivianos, por las madres que deben pagar dos dólares por una cebolla podrida, por las constantes víctimas de la opresión, la deliberada escasez y la ignorante soberbia de una clase política cegada en su egoísmo y su temor al futuro.
No es que nadie quiera verlos clavados en la cruz. ¿Pero creen que la posible libertad de mañana les va a regalar la autoridad moral que hoy no se han atrevido a conquistar? Vale más una jerarquía católica que proyecte su ascendiente humanista, conciliador y libertario desde la prisión y las catacumbas que una mesurada recua de gestores de lo divino, tratando de dar pie, a fuerza de eufemismos, en la pantanosa lectura del capricho dictatorial. En suma, tratando de ponerle el cascabel a un gato que se les ha orinado encima durante 47 años.
En el agitado mar de la bahía de Nipe, la Virgen de la Caridad del Cobre busca con afán a sus tres juanes. Les tiene un pequeño bote. Les tiene un poco de agua. Les tiene la frágil esperanza de la salvación. Señores obispos de Cuba, no estoy seguro de que la Santísima pudiera encontrarlos si se dejara guiar por ustedes.
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