lunes, agosto 21, 2006

TAMBORES DISTANTES EN CUBA

Tambores distantes en Cuba


Por Eliseo Alberto, México DF *



La primera vez que Fidel Castro debió morir fue probablemente en el verano de 1947, cuando, a punto de cumplir 21 años, se enroló en una expedición naviera con el propósito de desembarcar en alguna playa de República Dominicana y derrocar a tiro limpio al dictador Leónidas Trujillo. La travesía duró un suspiro porque la embarcación fue interceptada en la boca de la bahía de Nipe, en el oriente de Cuba. Fidel se lanzó al agua y nadó hasta la orilla. Esa bahía es un criadero de tiburones: esa tarde los tiburones no tenían hambre.

La última vez fue hace un par de semanas, muy cerca de cumplir 80 años. La noticia dio la vuelta al mundo. Sucedió en un quirófano blindado de Cuba, cuando sus médicos de confianza tuvieron que operarlo de urgencia, ante el sangramiento brutal de sus entrañas. ¿Cómo operar sin miedo a una leyenda? La Historia con mayúscula siempre ha sido un paciente conflictivo. ¿Cáncer de colon? ¿Úlcera intestinal? ¿Divertículos? Quién sabe, y cómo adivinarlo si el propio enfermo escribiría, al despertar de la anestesia, que su salud sería un secreto de Estado.

El día de su cumpleaños, el pasado 13 de agosto, se divulgaron varias fotos suyas y un mensaje esperanzado: "Afirmar que el periodo de recuperación durará poco y que no existe ya riesgo alguno, sería absolutamente incorrecto. Les sugiero a todos ser optimistas, y a la vez estar siempre listos para enfrentar cualquier noticia adversa". ¿Optimista? ¿El vaso está medio lleno o medio vacío?

Lo que nadie puede negar es que la situación resultó tan grave que el 31 de julio el carismático comandante decidió ceder temporalmente (y por escrito) todo el poder a su hermano Raúl Castro y a seis de sus colaboradores más cercanos. Hoy por hoy, una herencia así de grande puede considerarse de dos maneras: como un trofeo o como una bomba de tiempo. Muchos percibieron en su "Proclama" (que el propio Fidel redactó desde el hospital) ese tono de helada emoción que suelen destilar los testamentos políticos o las confesiones de un moribundo.

La llama de la noticia rodó en la pólvora del desconcierto. En la isla, los cubanos se refugiaron en sus casas, pendientes de los partes televisivos. Unos brujos bolivianos solicitaban la rápida intervención de sus deidades. Asomados a las ventanas, mis compatriotas vigilaban el destello de cualquier señal extraña. Nada. Sólo se oía, distante, el toque de los tambores de santería que imploraban clemencia a los orishas del panteón africano -dioses, por cierto, más ocupados en los goces de la sensualidad que en la justicia de la historia-. Los obispos católicos ordenaron misas en defensa de algo que, en abarcadora síntesis, llamaron el derecho a la vida.

Un segundo parte informativo, también firmado por Fidel, fue leído en la televisión por un funcionario de decimoquinta categoría, lo cual disgustó a muchos, entre ellos a los millones de revolucionarios que vivían y viven la tragedia como un duelo familiar: el fin del abuelo, del patriarca, del único Dios en el que han creído ciegamente desde hace casi medio siglo de fe, esperanzas y caridades. Durante 14 días, Raúl Castro se mantuvo enclaustrado en un mutismo que pudo parecer sospechoso. Luego se dejó ver en la pista del aeropuerto José Martí: fue a darle la bienvenida al presidente Hugo Chávez. Los que lo conocemos suponemos que Raúl debe de estar trabajando en la sombra, como un general en campaña al frente de un puesto de mando. Los militares aseguran que las guerras las ganan los comandantes en jefe y las pierden, siempre, los jefes del Estado Mayor.

En Miami, por el contrario, los cubanos del exilio celebraron la noticia en espontáneo carnaval. Y no sin razón. Allá sobreviven hombres y mujeres que lo perdieron todo en nombre de la justicia social, desde un ingenio azucarero hasta una barbería, acusados por igual (latifundistas y peluqueros) de explotación del hombre por el hombre; allí han encontrado amparo miles de cubanos sencillos (no terroristas, que también los hubo y los hay) que pasaron 10, 15,20, 30 años en lo hondo de una cárcel por el delito imperdonable de desconocer los mandamientos del Gobierno revolucionario; allí siguen conspirando cientos de rebeldes inconformes que no aceptaron, con argumentos legítimos, el destino socialista de la revolución en la que también lucharon a pecho limpio; allí viven protagonistas de la Campaña de Alfabetización (1960) y conviven milicianos de Playa Girón con brigadistas de Bahía de Cochinos (1961), jóvenes y no tan jóvenes internacionalistas que se jugaron el pellejo en polígonos de Angola o Etiopía (1975-1984); allí se recomponen familias rotas que perdieron parientes queridísimos en las aguas del estrecho de la Florida, devorados por tiburones viciosos de carne humana. Sumando vivos y fantasmas, allí habitan o vuelan más de un millón y medio de cubanos de buena voluntad para quienes el exilio no ha sido un destierro, sino un entierro, sin derecho a regresar siquiera a las tumbas de los suyos, con los pies por delante, como cadáveres nostálgicos de la tierra donde nacieron.

Junto a ellos festejaban, no lo niego, políticos revanchistas que ven a Cuba como un negocio próspero, en un futuro cercano, y dogmáticos antifidelistas que no aceptan otro plan que no sea el retorno imposible a una Cuba (la republicana) que ya no existe. En ilógica consecuencia consideran enemigos a los que aún permanecen en la isla, leales o resignados a un proyecto en el cual siguen creyendo porque a él entregaron sus mejores años con la ilusión de conseguir cuanto antes un mundo mejor. ¿Por qué tendrían que aceptar que se equivocaron y reconocer avergonzados que fue un esfuerzo sin sentido, un sacrificio que a nadie conmueve, ni siquiera a los hijos de los hijos de sus hijos? Puestos a descalificar, esos extremistas de la arenga llegan al disparate de exigirles a los organizados disidentes de la isla el sinsentido de emprender acciones desestabilizadoras y dejar a un lado la serena postura que han mantenido con la frente en alto, a sabiendas de que una resistencia pacífica, una crítica contestataria, son delitos suficientes para hundirse veinte o más años en la cárcel. Yo, al menos, los comprendo a unos y otros. Y los admiro. No es fácil ser un buen perdedor: lo digo por experiencia propia.

Carnaval en la Calle 8

Los que tenían 20 años al triunfo de la Revolución, pronto cumplirán 70. Un amigo de Miami me cuenta que los ancianos contemplaban el carnaval de la Calle 8 con la tristeza y la alegría que acostumbran padecer los veteranos al acariciar, a escondidas, sus medallitas de guerra. Al desaparecer el Gran Enemigo, tal vez se sintieran más solos que nunca en una barricada que pronto podría hacerse obsoleta, por no decir vana. A fin de cuentas, poco les importaba quién asumiría el mando. En cualquier variante de sucesión, Cuba tendrá que cambiar, porque nadie puede echarse encima el tonelaje de poder que Fidel ha cargado sobre los hombros, sin inmutarse.

Los ancianos de Miami, dijo mi amigo, no ocultaban cierta dosis de satisfacción. De alguna manera se consideraban ganadores en una batalla que ya habían dado por perdida. Aun cuando tuvieran los días contados, por el natural deterioro de la edad, quizá sus viejos ojos presenciarían los funerales de Fidel. Quién quita que al ver pasar el carruaje luctuoso algunos de ellos estarían dispuestos a quitarse los sombreros para despedir desde lejos al hombre que, por capricho de poder o mala suerte, les trastocó la vida hasta arrinconarlos en los refugios del exilio, apenas a noventa millas o cuarenta minutos de la isla donde una vez, en ejercicio pleno de sus juventudes, imaginaron que la felicidad era un derecho humano.

¿Qué nos espera a los cubanos? Nuestro futuro pende de un hilo: el cordel que sostiene a un hombre llamado Fidel Castro. Los tambores de los santeros, la sabiduría de los médicos, la ecuanimidad de los políticos y disidentes más lúcidos, las misas de los sacerdotes católicos e, incluso, los embrujos de los chamanes andinos, se proponen un mismo objetivo: que nuestra Cuba partida en dos no sufra demasiado. Todos los cubanos debemos despertar: unos de un heroico sueño, otros de una muy larga pesadilla. Ya lo dijo quien lo dijo: no hay camino hacia la felicidad, la felicidad es el camino. "Si es preciso soñar, soñar despiertos", escribió mi padre al levantarse un día de su siesta. Sumo a esa causa mi confuso credo: creo en la inmediata liberación de nuestros presos políticos, incluidos los cinco prisioneros que cumplen condenas en cárceles de Estados Unidos, para condonar las penas de sus familiares, no las de sus posibles delitos. Creo en la unión y comunión de la isla y el exilio: todas las opciones pasarán obligatoriamente por ese puente de dos carriles, el del entendimiento y el del rencor. Reencontrarnos en Cuba, abrazarnos, ayudarnos unos a otros será nuestro mejor escudo defensivo, aunque parezca a algunos un acto de debilidad y, a otros, un gesto de audacia. Creo, deseo, supongo que nos merecemos un siglo en paz, un tiempo en paz, un rato en paz después de tanta guerra. Y yo, que no creo en casi nada, pido por ello.

* Para El País, Madrid / Agosto 20, 2006