EL ASOMBRO Y LA CÓLERA
El asombro y la cólera
Por Vicente Echerri
En las últimas semanas, el tema de la ''sucesión'' castrista en Cuba ha sido plato fuerte de la prensa: en las noticias y en las columnas de opinión, en programas radiales y televisivos, en declaraciones de funcionarios norteamericanos y de personalidades de otras naciones y, desde luego, entre cubanos, de ambas orillas y de toda ideología. Sin embargo, en toda esta gama de comentarios --apasionados unos, ponderados otros; arriesgados y comedidos; pesimistas y esperanzadores-- no he encontrado hasta ahora el suficiente nivel de asombro y de repugnancia ante la grotesca parodia de transmisión hereditaria con que el castrismo dinástico aspira a perpetuarse.
Vicente Echerri, primero de derecha- izquierda, miembro de la Junta Directiva del Centro Cultural Cubano de Nueva York
La gente comenta esta sucesión y habla de la personalidad del heredero --provisional o permanente-- de Fidel Castro con la misma naturalidad con que podrían hacerlo de un príncipe saudita o de otro de los petrodéspotas del Oriente Medio, legitimando ya, con el lenguaje mismo de la discusión, el carácter de un régimen que por fuerza y engaño se le ha impuesto a los cubanos por casi medio siglo, pero que, en su esencia, constituye una aberración.
Desde 1902 hasta el advenimiento del castrismo en 1959, Cuba fue una república democrática; imperfecta, ciertamente, en la que no faltaron funcionarios corruptos, fraudes electorales y hasta golpes de Estado; pero democracia sin duda, en la cual, salvo por breves hiatos de intolerancia, se respetaron siempre las libertades fundamentales y se ejerció la pluralidad --de partidos políticos y opiniones-- al tiempo que una pujante prensa independiente y una respetable judicatura servían de contrapeso a los naturales excesos de los políticos. Esa democracia cobijaba una evidente prosperidad, notoria en el último decenio de la república. Quien haya visto una vista aérea de La Habana en 1948 y otra de 1958, puede darse cuenta de que eran casi dos ciudades distintas. La última se iba llenando de nuevos edificios que transformaban y configuraban su perfil. El mismo que conserva casi cincuenta años después, pero en estado de abandono o de ruina.
En el ínterin, un demagogo anulaba las libertades del país y paralizaba su economía, apoyado por una banda de facinerosos. Confieso que si algo me lastima de la tragedia de Cuba, tanto o más que la tiranía misma (injustificable e irredimible ciertamente), es la catadura de sus principales actores, el grotesco remedo y la vulgar impostura que impone esta canalla disfrazada de generales y ministros. Lo más vergonzoso es que se colaron en nuestra historia por la puerta del traspatio y les salió bien en lo que a la conservación del poder respecta; pero todos estos años de mando no han conseguido lavarles la plebeyez ni supe-
rarles la improvisación. ¿Quién puede decir que Raúl Castro es un general, por muchos soldados que mande? No, es un bodeguero disfrazado con cuatro estrellas. Y lo mismo podría decirse de Ramiro Valdés, o de Ricardo Alarcón, con el pelo pringoso que recuerda a ciertos regentes de burdeles baratos; o del mequetrefe que tiene la cartera de relaciones exteriores y que cualquiera podría confundir con un buhonero impertinente y de ahí para abajo toda una caterva de criminales esperpentos.
Hablar con seriedad de esta sucesión o transmisión de poderes en Cuba es legitimar ese régimen espurio que destruyó nuestras instituciones, envileció a la ciudadanía y arruinó a nuestro país. Discutir sin asombro y sin cólera la maniobra con que un viejo criminal ensaya la perpetuación de una harapienta monarquía de farsa (semejante a la del rey Christopher de Haití, aunque con menos lustre) es una vergüenza que, en el caso de los cubanos, debemos sumarla a la que ya nos toca por dejar que Castro vaya a morirse de viejo y en su cama.
© Echerri 2006
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