EL DOLOR DE LA LIBERTAD
`El dolor de la libertad'
Aunque nunca olvidaron su país, muchos en el destierro optaron por forjarse una vida apartados de los acontecimientos que estremecían a Cuba. Lo cierto es que, para casi todos, los primeros años se escurrieron en la premura del trabajo por salir adelante. Pero mi hermano y yo crecimos al calor de las discusiones políticas. Desde los tiempos de Puerto Rico, puedo evocar a mi padre conversando largas horas con dos de las personas que más han influido en su vida: Carlos Varona y Leví Marrero. Hablaban de su tierra y las trágicas consecuencias bajo el castrismo. Años después, instalada mi familia en Madrid, uno de los recuerdos más nítidos que conservo de mi adolescencia y juventud es el constante movimiento para hacer gestiones por los disidentes que sufrían persecución. Y en el salón de nuestro piso se reunían escritores, artistas y presos políticos recién llegados. Noches interminables de tertulias encendidas y animadas. Papeles, manifiestos, peticiones de firmas. Por aquel entonces mi padre ya era un conocido intelectual exiliado.
Lo rememoro como si hubiera sucedido ayer: Carlos había viajado a Canarias para participar en un congreso. Los latinoamericanos hablaron con sentimiento sobre las atrocidades de las juntas militares. Cuando le tocó su turno, intentó dar una charla sobre la dictadura castrista. Pero los abucheos de sus colegas apenas le dejaron hablar. Mi padre salió en los telediarios y mientras la mayoría exigía su expulsión, sólo unos pocos como el periodista Federico Jiménez Losantos y el prominente luchador antifranquista Jorge Semprún se solidarizaron con él. Mi hermano y yo nos pasamos media vida defendiéndolo en discusiones acaloradas con nuestros amigos españoles. En los campus universitarios de la sofisticada Nueva York. A favor de todas las causas, menos la de la libertad de Cuba.
En la década de los ochenta ayudé a mi padre a crear una red de columnistas con artículos de los disidentes de Europa del Este. Había que propagar las voces de los que se habían quedado tras el ''telón de acero''. Amordazados y furtivos. Viajé a París con la encomienda de reclutarlos y figuras francesas como el filósofo Alain Finkelkraut fueron generosas a la hora de ayudar y sumarse a la causa. Leí con emoción el testimonio del disidente soviético Vladimir Bukowsky, El dolor de la libertad. Comprendí su aflicción y me identifiqué con ella.
Por cosas de la vocación y del destino me hice periodista como mi padre. Pero nunca abandoné mi pasión y compromiso por los que luchan contra una dictadura. Los que se arriesgan y asoman la cabeza en el estercolero. No hay nada más objetivamente sagrado e inapelable que la búsqueda de libertad. Creo que lo aprendí en las madrugadas incandescentes. En las charlas de sobremesa. La única condena posible es la de ser libres. En mi casa éramos sartrianos. Que nada ni nadie nos cortaran las alas arbitrariamente. ''El único conflicto de interés es el que puedan tener con su conciencia''. Nos lo repitieron machaconamente. Y salimos al mundo con nuestras quimeras y batallas. Son los años de las protestas por la presencia de un tirano como Castro en las cumbres. Enfrentamientos con comunistas furibundos que nos insultaron, nos gritaron y, cuando pudieron, nos agredieron. En Viena, la malvada Hebe de Bonafini descompuesta a gritos en contra de nuestras preguntas al entonces líder de las juventudes comunistas de Cuba, ''Robertico'' Robaina. Hoy defenestrado y en plan pijama, como el Castro que ahora aparece carcomido por un mal terminal. Fueron los años de las pintadas en la embajada de Cuba en Madrid. Por la liberación de María Elena Cruz Varela. Por el proyecto de Oswaldo Payá. Por la memoria de Sebastián Arcos. Por la poesía enclaustrada del prodigioso Raúl Rivero.
Sí. Periodista y militante de la libertad de Cuba. Cruzada de una causa tal vez perdida. Pero certera y justa como pocas. Ajena a los síndromes de Estocolmo. A los golpes de pecho de los fariseos. A los miedos de los cobardes. A los implacables sermones puritanos. Periodista independiente y rabiosamente libre. Al servicio de mis ideales. Lo aprendí de mi padre. No tengo otra patria que mi conciencia.
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