MAO, UNA PASIÓN FRANCESA
Por Guy Sorman
Para LA NACION
PARIS
¿A cuántos mató Mao Tse-tung en la guerra civil, la hambruna organizada, las purgas y la Revolución Cultural? ¿A cuarenta millones...; a sesenta? Imposible pretender ignorarlo. En 1971, en su libro Los trajes nuevos del presidente Mao, el escritor Simon Leys revela a Occidente las masacres de la Revolución Cultural. Inexplicablemente, ese mismo año, la filósofa italiana Maria-Antonietta Macchiocchi, tan respetada en París como en Roma, publica De la Chine, un panegírico de Mao. Allí leemos: “La Revolución Cultural inaugurará mil años de felicidad”. Mao es “genial”. Lo mismo había dicho Louis Aragon de Stalin en 1953. Cierto sector de la intelectualidad no se reforma de una generación a otra, como si lo esencial fuera no ver nada, o fingir no verlo, para engañarse siempre.
En 1974, Roland Barthes visita China junto con Philippe Sollers y Julia Kristeva. Regresan entusiasmados. Sollers declara haber visto con sus propios ojos “la verdadera revolución antiburguesa”. Kristeva escribe: “Mao ha liberado a las mujeres”. ¿Y la violencia? Ella no ha constatado ninguna violencia. Admitamos que en 1974, en Cantón, habían descolgado los cadáveres que pendían de los árboles, pero el laogai o gulag chino se exhibía abiertamente. Sesenta millones de muertos no comprobados, qué víctimas tan discretas. Y no olvidemos a los nuevos filósofos mediáticos de entonces, Christian Jambet y Guy Lardreau. En 1972, habían declarado que Mao era “Cristo resucitado” y que El pequeño libro rojo era “la reedición de los Evangelios”.
A su muerte, en 1976, las tropas de Jean-Paul Sartre empapelan los monumentos de París con su retrato enlutado. El director del diario La Cause du Peuple no necesitó viajar a China para hacerse maoísta.
Estos y otros intelectuales notables, ¿cómo pudieron no solidarizarse con las víctimas ni ver al pueblo chino? Aquí hay un gran misterio o un amoralismo pétreo. Dudamos que el vínculo entre ciertos intelectuales y tiranos como Stalin, Mao o Castro haya sido la búsqueda de la libertad, la justicia y la democracia. Esos valores sólo se proclamaban para uso de los tontos. Esos intelectuales adoraban por sobre todo la violencia revolucionaria, la estética de la violencia. ¿No era su deleite el espectáculo de la revolución? A nuestros maoístas les habría resultado imposible ignorarlo todo.
En La Cause du Peuple, Sartre escribe: “Mao, a diferencia de Stalin, no ha cometido error alguno”. ¿Y la hambruna de 1962? Fue “una traición de Moscú”. ¿Sartre es un ignorante? Lo dudo. ¿Denunciará, al menos, los campos de trabajo y de muerte? En absoluto; guardará el mismo silencio plúmbeo que sobre el gulag soviético.
Es obvio que nuestros maoístas “sabían”, pero no daban prioridad a los derechos humanos. Eran revolucionarios para gozar del espectáculo de la revolución. Sí, gozarlo. Barthes sólo se interroga acerca de la sexualidad de las chinas. Nuestros peregrinos le deben poco a Karl Max y mucho al marqués de Sade.
El maoísmo francés no es sinónimo de stalinismo. Es el stalinismo más China, un avatar en la larga historia de nuestra sinofilia o sinolatría. Los franceses bienintencionados siempre han tenido cierta idea de China. Todo comenzó en 1702, con las Cartas edificantes y curiosas sobre China, publicadas por unos misioneros jesuitas. Ellas introdujeron en el imaginario francés e italiano tres nociones inventadas por sus autores: China es gobernada por un emperador filósofo, los chinos practican una moral atea y la administración pública está en manos de mandarines honrados. La realidad era otra: el emperador era un tirano, la burocracia era corrupta y el pueblo practicaba el budismo y el taoísmo. Por razones diplomáticas, los jesuitas fingieron no haber visto nada. Pero, ¿qué importa esto a los intelectuales franceses?
Nuestra Ilustración viene, un poco, de esta China soñada. Desde Voltaire hasta Paul Claudel, desde André Malraux hasta Roland Barthes y nuestros maoístas, se diría que el viajero francés pierde el sentido común cuando de China se trata. De entrada, en su mente, reemplaza la China real por la ideal. Sobre ésta, los jesuitas proyectaron la reconciliación de Cristo y Confucio; los filósofos, el despotismo ilustrado; los maoístas, la revolución total y nuestros empresarios actuales, el fantasma de un mercado ilimitado.
Así ubicados, ¿nuestros maoístas serían menos culpables? Su error resulta menos original, pero esto no atenúa su perversidad, porque, con ellos, ya no estamos en la literatura. En China, Claudel fue poeta, pero Berthes y Sartre fueron cómplices silenciosos de crímenes colosales. ¿A partir de cuántas muertes se habrían decidido a hablar? ¿Acaso cuarenta o sesenta millones de muertos pesan menos porque eran chinos? Es inimaginable.
No todos los que participaron en esta aventura han desaparecido; muchos todavía escriben. ¿No tenemos derecho a esperar de ellos una explicación o, quizá, cierto pesar? A treinta años de la muerte de Mao, ¿no ha llegado el momento, si no del arrepentimiento, al menos de la confesión? ¿O habría que conformarse con la justificación del psicoanalista Gérard Miller? En 2005, declaró por el canal TV5: “Si la Francia actual es un poco más soportable que la de los 60, lo debe, en una porción nada desdeñable, a nosotros, los maoístas franceses”.
El maoísmo francés a la Miller ¿no tiene nada en común con el verdadero? La gambeta es aterradora. ¿Dirían que hubo un fascismo o un stalinismo ideales, desgraciadamente traicionados por Pétain y Stalin?
En Pekín, los estadistas y los hombres de negocios occidentales siempre intuyen en el Partido Comunista Chino un despotismo ilustrado (aun así, ¡no van a imponerles la democracia!). Sus delegaciones se prosternan seis veces a los pies del emperador reinante, Mao IV, pero no dirigen una sola mirada al pueblo chino, siempre oprimido. ¿La desmaoización? El Partido decidió atribuir a Mao un 66 por ciento de aciertos y un 33 por ciento de errores. ¿Dónde ponemos los sesenta millones de muertos? En China, no se puede plantear este interrogante. Tampoco se puede hablar de la masacre en la Plaza de Tiananmen, cometida por Mao II en 1989. Pero en París ¿nos interrogamos suficientemente acerca de esta tiranía que algunos amaron tanto?
(Traducción Zoraida J. Valcárcel)
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