SE VAN LOS CAIMANES
SE VAN LOS CAIMANES
Por Bertrand de la Grange
La Crónica de Hoy
México
La Nueva Cuba
Diciembre 15, 2006
Uno se hacía el muerto antes de que le llegara la hora y el otro sigue simulando que está vivo. De tanto fingir que estaba al borde de la muerte, en su afán de evadir la justicia, el general Augusto Pinochet ha expirado de verdad, a sus 91 años. ¿Se habrá enterado el “joven” Fidel Castro —apenas 80 años— de que su alter ego del Cono Sur se había ido antes que él? Oficialmente, el presidente cubano está vivo y ejerce el mando a distancia, aunque no se le haya visto desde finales de octubre, y sólo en un video donde no apareció muy saludable.
Raúl Castro necesita hacer creer a los cubanos que su hermano mayor se está recuperando y que volverá al poder tarde o temprano. ¿Que siga vivo? Es posible. La medicina moderna permite mantener con vida durante meses a un jefe de Estado por razones políticas, como se hizo en España con el dictador Francisco Franco hasta su muerte en noviembre de 1975. Esto permite ganar tiempo e ir acostumbrando a los ciudadanos a un cambio sin cambio. Sólo que en España el cambio real sí llegó, porque no había un hermano menor con sus acólitos para confiscar la transición a la democracia. En cualquier caso, si el Líder Máximo hubiera muerto en estos días, La Habana no lo habría anunciado para evitar el odioso paralelismo con Pinochet.
¡Cómo les duele a algunos —a muchos— oír que Castro ha sido tan enemigo de la democracia y tan violador de los derechos humanos como su colega chileno! Sin embargo, los hechos así lo confirman. Que Pinochet haya matado a más de 3 mil personas y torturado a decenas de miles no le hace más tirano que Castro, que fusiló a un millar de cubanos durante los seis primeros meses de su interminable dictadura, de casi medio siglo. En Cuba, no encerraron a los “enemigos” en un estadio, como ocurrió en Santiago de Chile, pero sí recluyeron en campos de concentración —muy discretos, pero reales— a miles de supuestos “marginales”, empezando por los homosexuales. Los chilenos han sufrido todo tipo de atropellos durante diecisiete años (1973-1990), mientras dos generaciones de cubanos esperan todavía ver luz al final del túnel. Es cierto que, en ambos casos, un sector de la sociedad se benefició de la dictadura, lo que explica la votación tan alta —43 por ciento de los votos— que tuvo Pinochet en el referéndum de 1989. Al no tener la mayoría, el dictador se retiró. Lo hizo muy a su pesar, pero por lo menos no impidió la transición a la democracia. Castro, en cambio, nunca quiso tomar el riesgo de una elección democrática, y sólo la muerte le obligará a dejar el poder. Incluso, criticó duramente a Daniel Ortega cuando el líder de la revolución sandinista, bajo la presión internacional, se atrevió a organizar elecciones, que perdió estrepitosamente en febrero de 1990. Castro siempre ha despreciado la democracia y la libertad, porque son obstáculos en el camino de la revolución y de los caudillos. De ahí el apoyo que Cuba dio a algunos de los regímenes más pavorosos de África, sólo porque se habían declarado socialistas. La Habana mandó tropas para ayudar a su amigo Mengistu Haile Mariam, que implantó un régimen de terror en Etiopía (1974-1991) y acaba de ser condenado por genocidio.
“Augusto Pinochet y Fidel Castro no son comparables”, aseguraba el otro día en Madrid la hija del ex presidente Salvador Allende, derrocado en 1973 por un sangriento golpe militar. A lo sumo, concedió Isabel Allende, “hay cosas que podemos criticar de la sociedad (cubana) actual y muchos desearíamos que hubiera más libertad de expresión”. A pesar de la deuda política que tiene con el “gran hermano” cubano, la diputada socialista ha esbozado una crítica mínima, impensable hasta hace poco. Es un primer paso, y dentro de unos años Isabel contará, quizás, los tragos amargos que sufrió la familia Allende en su exilio cubano, con los suicidios sospechosos de su hermana Beatriz y de su tía Laura, ambos en La Habana. Además, algún día sabremos si el propio Salvador Allende fue asesinado por uno de los agentes cubanos encargados de protegerle dentro del palacio de La Moneda. Hasta hace poco coexistían dos versiones “oficiales” sobre las circunstancias de la muerte de Allende, el 11 de septiembre de 1973, cuando el ejército atacó el palacio presidencial: Fidel Castro siempre ha dicho que Allende fue alcanzado por el fuego enemigo; según la otra versión, el presidente se suicidó con su arma cuando se dio cuenta de que la situación estaba perdida. La tercera versión estaría muy en la línea de las operaciones de inteligencia de los servicios cubanos, que habrían recibido la orden, desde La Habana, de asesinar a Allende para crear un mártir.
Lo que desespera más a los cubanos, y no hablo de la derecha radical de Miami, sino de los verdaderos demócratas, es que a estas alturas de la historia haya todavía, en Europa y en el continente americano, intelectuales prestigiosos, cineastas y hasta militantes de los derechos humanos que sigan defendiendo al régimen cubano, con un doble rasero inadmisible. Hace quince días, unas 2, 500 personalidades extranjeras fueron invitadas a La Habana para celebrar el 80 aniversario de Castro —o su sepelio, porque el caudillo no apareció—. La Cuba que alaban esos aduladores es pura ficción y no es la que desean los propios cubanos. Ellos quieren cerrar el capítulo de una revolución que ha arruinado el país y reducido el nivel de vida por debajo de los indicadores socioeconómicos de los años 50. Cuba estaba entonces por delante de Chile, pero la situación se ha invertido a partir de la transición democrática en Santiago. La sociedad chilena sigue siendo muy desigual, mientras en Cuba todos son pobres, con excepción de la nomenklatura, ese grupito que concentra la totalidad del poder político y económico en sus manos. Y que no vengan con el argumento desgastado del “bloqueo” de Estados Unidos. Ese bloqueo nunca ha existido. Se trata, en realidad, de un embargo comercial que es un verdadero coladero, y en la isla se puede conseguir cualquier producto “made in USA”. El embargo sólo ha servido de pretexto a Fidel para justificar todos y cada uno de sus fracasos.
Con la muerte de Pinochet y Castro, desaparecerá el principal obstáculo para la reconciliación interna en ambos países. El escritor chileno, Jorge Edwards, que plasmó sus vivencias de embajador en La Habana en Persona non grata —un libro odiado por Castro—, lo ha sintetizado en pocas palabras: “Vamos a poder transformarnos en una democracia más moderna”. El novelista hablaba de Chile, pero le tocará también a los cubanos matar simbólicamente al padre abusivo que les ha mantenido en el infantilismo durante tanto tiempo. Ninguno de los dos dictadores rendirá cuentas ante la justicia, por lo menos en vida. Cuando tienen que escoger entre la justicia y la reconciliación, muchos pueblos se decantan por la reconciliación, para salir adelante y no quedar anclados en el pasado. Los cubanos y los chilenos no son diferentes de los demás.
1 Comments:
Un perspectivo moderado. Siempre es bien conocer que hay elementos extremos en cada lado. Pinochet alomejor hizo algo bueno para Chile en retrospecto, pero debemos tener cuidado alabar sus metodos.
Nelson
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