LA INCÓMODA LUCIDEZ DE UN SUICIDA. EL CASTRISMO A LA LUZ DEL TESTAMENTO DE MIGUEL ÁNGEL QUEVEDO ( Fragmento)
Tomado de
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NOTA: al final de este ensayo aparece la carta-testamento completa)
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La incómoda lucidez de un suicida. El castrismo a la luz del testamento de Miguel Ángel Quevedo
( Fragmento )
Por Jorge A. Pomar
Colonia, Alemania
víctimas de los males que ellos mismos se infligen.
Ciegos a los bienes que les rodean, que no oyen ni ven,
son pocos los que saben librarse de la desgracia.
Pitágoras, Samos 572-497 a.C.
Agonía de Bohemia
El 12 de agosto de 1969 se suicidó en Caracas Miguel Ángel Quevedo de la Lastra, último director (y dueño) liberal de Bohemia, otrora el semanario ilustrado cubano de mayor circulación en Iberoamérica. En la Isla llegó a ser tan popular que, pese al descrédito de la versión actual, aún se usa su nombre como sinónimo de revista. Con una tirada anual de 200 mil ejemplares, que en su época de apogeo (1940-1959) alguna vez llegó al medio millón y al millón, Bohemia era de todo: semanario de actualidades, de historia y literatura, de divulgación científico-técnica y filosófica, y revista del corazón, a la vez que prensa amarilla. Fundada en 1908 por su padre, Miguel Ángel la heredó en 1927, siendo su director hasta 1960.
Bohemia daba voz en sus páginas a intelectuales del patio y el extranjero, de todas las tendencias. Único requisito: la calidad. Sus francotiradores le apretaban las tuercas sin falta al gobernante de turno, ponían al descubierto, a menudo exagerándolos, escándalos y corruptelas. Igual se respetaba el derecho de réplica de los aludidos, lo que generaba apasionadas controversias. Por lo general, no había represalias, aunque en épocas turbulentas la redacción veía suspendida alguna que otra edición. Bohemia fue también acosada por los censores de Batista (y Saldívar, Fulgencio, presidente constitucional 1940-44, dictador 1952-1959).
Pero, para que se tenga una idea de cuán laxa era la censura batistiana: en la tirada del medio millón, de 1958, figura una carta de Fidel pidiendo mayor cobertura al accionar de sus guerrillas. En las cárceles no había periodistas y el único intelectual asesinado de que se tenga noticia fue el doctor Pelayo Cuervo (su cadáver apareció a orillas del Laguito), que no lo fue por sus opiniones sino por su militancia activa en la clandestinidad. (Dicen que, al ser informado del crimen, Batista comentó cínicamente: “Está muy bien muerto pero muy mal matado”.)
Bohemia fue la publicación periódica que más influyó en el vuelco de la opinión pública que a fines de 1958 dio al traste de golpe y porrazo con la dictadura y, de paso, con la democracia que Quevedo pretendía defender frente a aquella. Sus sensacionales reportajes con secuencias fotográficas de cadáveres acribillados y cuerpos torturados contribuyeron a inclinar la balanza a favor de la oposición armada. Tras el triunfo rebelde en enero del 59, retroalimentado por la euforia popular, Quevedo rompe definitivamente el tradicional equilibrio del semanario para emplearse a fondo, de buena fe, en la tarea publicitaria de tejer la leyenda negra del batistato, olvidando la del Movimiento 26 de Julio (M-26-07), cuyos secuestros y atentados terroristas habían sido censurados por Bohemia: en una sola noche los “comandos de acción y sabotaje”, que empleaban también adolescentes como William Soler (14 años) y Urselia Díaz Báez (18), muertos mientras colocaban petardos, habían hecho estallar cien bombas en sitios públicos de la capital porque el país estaba “de luto” y nadie tenía “derecho a divertirse”.
Esa parcialidad histórica, asociada al enfoque antisistémico contra el ancien régime, haría cortocircuito con la difusión acrítica de otro constructo fatídico: el mito de Fidel Castro como encarnación de un ideario martiano supuestamente frustrado. El poeta marxista Rubén Martínez Villena (1899-1934), marcando la ruptura entre la tradición liberal-conservadora de los “generales y doctores” mambises -que cierra con la caída del machadato- y la época de la subversión radical y el mito antiimperialista, había resumido en vibrantes versos aquel sueño mesiánico en su famoso poema “Mensaje lírico civil”:
Hace falta una carga para matar bribones,
para acabar la obra de las revoluciones[…]
para limpiar la costra tenaz del coloniaje […]
para que la República se mantenga de sí,
para cumplir el sueño de mármol de Martí.
A todo lo largo del año 59 la revista Bohemia acentúa la nota chauvinista, respalda a ciegas los decretos revolucionarios y glorifica la gesta guerrillera, editando uno tras otro números hagiográficos anunciados por sugerentes carátulas con retratos de comandantes (Fidel, Camilo, Che) nimbados por halos de santidad. Paralelamente, hace la apología de los incesantes fusilamientos de reales y supuestos sicarios de Batista, al tiempo que apoya o pasa en silencio la atmósfera de “circo romano” prevaleciente en aquellos juicios sumarísimos con testigos de cargo a menudo falsos.
Pero las señales de error y terror van en aumento. Se agudizan los conflictos al interior de las organizaciones revolucionarias y con el primer gabinete burgués de la Revolución, reaparecen las guerrillas y los sabotajes, los sindicatos pierden su independencia y, tras el simulacro de renuncia de Fidel en julio del 59, dimite el flamante presidente Manuel Urrutia Lleó, que enseguida se asila y es sustituido por otro presidente nominal de origen burgués: Oswaldo Dorticós (1959-1976, acabaría suicidándose en 1983 después de haber cedido la plaza a Fidel). A la estampida de los batistianos siguen el éxodo masivo de la alta burguesía y las clases medias, deserciones y alzamientos de oficiales rebeldes, fugas de intelectuales... Tras el arresto del comandante Huber Matos, acusado de “alta traición”, desaparece misteriosamente el 28 de octubre el más popular de los jefes guerrilleros: Camilo Cienfuegos. Aunque Fidel jura y perjura no ser comunista, es un secreto a voces que la Revolución gira aceleradamente hacia la extrema izquierda.
Pero ya no hay vuelta atrás para la prensa: el otrora poderoso “cuarto poder” ha perdido su autonomía. Se hace sentir cada vez más en la redacción de Bohemia la labor de zapa del historiador Enrique de la Osa, a quien Quevedo atribuye la “diabólica” invención de los veinte mil mártires, un ardid propagandístico para justificar la orgía de sangre del Che en La Cabaña. Las nuevas autoridades confiscan la revista. En lo adelante, cada vez que el director pone reparos a algún texto tendencioso, el comisario voluntario De la Osa lo chantajea: “Eso ya lo leyó Fidel”. Quevedo saca sus conclusiones: o se tira a tiempo del tren en marcha del castrismo o lo apean a la fuerza rumbo a la cárcel o al paredón, entre cuyos huéspedes menudeaban los “traidores”. El 18 de julio de 1960 se asila en la Embajada de Venezuela.
“Culpables fuimos todos”
En lo sucesivo, sufriría como pocos los avatares de una de las diásporas más denostadas de la historia universal después de la hebrea. “Me mato porque Fidel me engañó”, confiesa en su testamento. En verdad, lo hacía porque, como tantos compañeros de viaje del castrismo, más bien se había dejado engañar, y otros no menos culpables que él le estaban pasando la cuenta en el exilio. Ante la crueldad de esta nueva ironía del destino, opta por el suicidio. He aquí como describe su estado de ánimo justo antes de poner fin a su existencia:
¨Yo no niego mis errores ni mi culpabilidad, lo que si niego es que fuera “el único culpable”. […] Muero asqueado. Solo. Proscrito. Desterrado. Y traicionado y abandonado por amigos a quienes brindé generosamente mi apoyo moral y económico en día muy difíciles.¨
A partir de ahí inicia un demoledor análisis de la causas históricas y psicosociológicas del triunfo castrista, enumerando los factores humanos que coadyuvaron a la debacle republicana hasta llegar a una conclusión irrefutable:
¨Todos fuimos culpables. Todos. Por acción u omisión. Viejos y jóvenes. Ricos y pobres. Blancos y negros. Honrados y ladrones. Virtuosos y pecadores […] Culpables fuimos todos, en mayor o menor grado de responsabilidad. […] Por acción u omisión. […] los millonarios que llenaron de dinero a Fidel para que derribara al régimen. Los miles de traidores que se vendieron al barbudo criminal. […] los curas de sotana roja que mandaban a los jóvenes para la Sierra Maestra a servir a Castro y sus guerrilleros. […] El pueblo que quería a Guiteras. El pueblo que quería a Chibás. El pueblo que aplaudía a Pardo Llada. El pueblo que compraba Bohemia, porque Bohemia era vocero de ese pueblo.¨
Paradojas del destierro
Aparte del ostracismo, pesaron en su fatal decisión otras dos paradojas del desterrado reacio a los condicionamientos de la política local y a las eternas querellas de la Diáspora: 1) el dolor de sentirse estigmatizado por ex colegas y amigos; 2) la tenaz campaña de deslegitimación orquestada en su contra por correligionarios extranjeros a quienes sarcásticamente llama:
¨…titanes de esa ‘Izquierda Democrática’ que tan poco tiene de ‘democrática’ y sí de ‘izquierda’. Rótulo Betancur [sic., Rómulo Betancour, presidente de Venezuela], Figueres [José, presidente de Costa Rica], Muñoz Marín [Luis, gobernador de Puerto Rico]. Cuando se convencieron que yo era anticomunista, me demostraron que eran antiquevedistas. Son los presuntos fundadores del tercer mundo”. El mundo de Mao Tse Tung. ¨
La alusión al Gran Timonel en relación con la izquierda democrática es el quid del análisis retrospectivo de Quevedo, quien establece nexos causales entre esa difusa amalgama de izquierdismo-culto a las armas-mesianismo-antiimperialismo que, como hemos visto, desde la época de la resistencia clandestina contra el dictador Gerardo Machado configuraba un imaginario revolucionario latente, de una parte, y el riesgo de deriva totalitaria, de la otra. Con todo, siendo la segunda paradoja del demócrata exiliado en Occidente la menos dolorosa, se desquita de esos ingratos líderes extranjeros con un par de frases de despecho.
En cambio, frente al ataque de sus compatriotas, que no sólo lo desarmaba moralmente sino que -a su juicio, aplicado a distintas categorías de exiliados, impedía la expansión del movimiento anticastrista- el ex magnate mediático reacciona arremetiendo contra todos aquellos diletantes que, al igual que él, habían empujado desaprensivamente a la Isla a la catástrofe. Como aprendiz de brujo revolucionario, él tampoco le había visto, o querido verle, la carta en la manga al antiguo pistolero del “bonche” estudiantil metamorfoseado en instancia moral de la nación a raíz del controvertido (los comunistas del PSP lo condenaron en su momento como “aventurerismo blanquista”) asalto al Cuartel Moncada. Sin embargo, sobraban datos biográficos para distanciarse a tiempo de aquel joven demagogo de perfil griego, y Quevedo insiste en recordárselo a título póstumo a sus desmemoriados ex colegas:
¨Los periodistas conocieron la hoja penal de Fidel, su participación en el Bogotazo comunista, el asesinato de Manolo Castro, y su conducta gansteril en la Universidad de la Habana, pedíamos una amnistía para él y sus cómplices en el asalto al Cuartel Moncada, cuando se encontraba en prisión.¨
Lucidez suicida
El aspecto más sobresaliente en su arranque de lucidez suicida es el reconocimiento de que el poder de seducción del discurso de la violencia castrista estribaba en el dato incontrovertible de que, en el fondo, Fidel no había hecho otra cosa que traducir al lenguaje bélico las moralinas de tribunos como Eduardo Chibás, José Pardo Llada, Manuel Bisbé, Agustín Camargo, Raúl Roa, Pelayo Cuervo, etc. ¿No había sido el inefable Bisbé aplaudido a rabiar por los ortodoxos cuando exclamó en 1947 aquello de que “Si en 45 años de República nos ha ido tan mal con los cuerdos, vale la pena que probemos con un loco”? Bisbé se refería a la candidatura del siempre truculento Chibás, cuyo espectacular suicidio radiofónico cinco años después (por no haber podido cumplir la promesa solemne de probar una acusación suya que jamás ha sido corroborada) dejaría el escenario listo para la aparición de un émulo violento mucho más eficaz: Fidel Castro.
De Fidel, por tanto, se puede decir lo mismo que de Hitler: no inventó nada que no estuviera ya inventado. A lo sumo, acertó a ensamblar las piezas dispersas de una maqueta subversiva previamente diseñada. Llama la atención el detalle, aparentemente fuera de contexto, de que Quevedo incluyera entre los ídolos del pueblo a Antonio Guiteras (1909-1935), el “tiratiros” por antonomasia de la Revolución del 33, bestia negra de Batista y precursor de Fidel. Históricamente, el triunfo castrista era en buena medida el coletazo del Leviatán de la violencia revolucionaria, enquistada en la Universidad de La Habana (UH) y extendida al resto de las escuelas de enseñanza media y superior en casi toda la Isla.
¿Cómo explicar, si no, que sendos grupos de estudiantes asaltaran la segunda fortaleza militar del país en Santiago de Cuba y el fortificado Palacio Presidencial en la capital? Detrás de ambos estaba -se sabía y denunció ya entonces- el gansterismo político de derecha e izquierda. El de derecha quedó acéfalo a resultas del fallido asalto a la sede presidencial; el de izquierda, encabezado por el astuto Fidel, se haría fuerte en la Sierra Maestra y, a la postre, gracias a una mezcla de suerte y habilidad, se ceñiría en exclusiva los laureles de la victoria.
Pero, a pesar de la posesión de armas de combate y el hábito de las prácticas de tiro en el estadio de la UH, posibilitados por la perversión del concepto de autonomía universitaria, ninguno de aquellos dos comandos suicidas (ni el desembarco del yate “Granma” en 1956), habría sido concebible sin las prédicas delirantes de los tribunos catastrofistas, quienes pintaban invariablemente a la Segunda República como un gigantesco establo de Augias que urgía limpiar de manera drástica (Cuba era, según el socorrido aforismo, “una puta a la que hay que meter en cintura”) y glorificaban al llamado “hombre de acción”, sugiriendo de manera explícita o implícita el recurso a las armas.
Un factor concomitante, efecto del descrédito de la clase política, sería el apoliticismo, la desidia de las clases dominantes, confiadas en que Estados Unidos no permitirían un triunfo subversivo en su traspatio latinoamericano. Tarde comprendieron este otro axioma de la época: “La política es un asunto demasiado importante para dejarlo en manos de los políticos”. Mucho menos para dejarlo al arbitrio de sus propios hijos imberbes, que en la práctica fue lo que, para su mal, hicieron.
Así las cosas, todas las premisas estaban dadas para que lo que vendría después. En fin, lo que no debió haber ido más allá del usual rito de paso generacional de la pubertad a la edad adulta, más o menos aparatoso (discursos, mítines, manifestaciones callejeras, gestos simbólicos como desfiles de antorchas, entierro de la Constitución, etc.), de la nueva hornada estudiantil, acabó degenerando en revuelta antisistema. Faltaba el líder carismático. Por desgracia, apareció en el momento adecuado. Lo demás hay que anotárselo a las circunstancias, y a la buena estrella de Fidel Castro.
Aquellos profetas de la subversión, colaboradores asiduos de Bohemia (y de una docena larga de periódicos de primera línea en un país de apenas 6 millones de habitantes con una de las redes mediáticas más densas del planeta), se regodeaban en describir la política republicana empleando un vocabulario cloacal. He aquí cómo los caracteriza Quevedo:
¨Los periodistas […] llenaban mi mesa de artículos demoledores contra todos los gobernantes, buscadores de aplausos que, por satisfacer el morbo infecundo y brutal de la multitud, por sentirse halagados por la aprobación de la plebe, vestían el odioso uniforme de los "oposicionistas sistemáticos”. Uniforme que no se quitaban nunca. No importa quien fuera el presidente. Ni las cosas buenas que estuviera realizando a favor de Cuba. Había que atacarlos, y había que destruirlos. […] ¨
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Conclusiones
Por analogía por el tratamiento que da al batistato, la incómoda lucidez del más didáctico de nuestros suicidas echaba abajo premonitoriamente la que, una vez muerto y enterrado el sucesor de Batista, será sin duda la coartada de los sobrevivientes tan pronto se apague el eco de los llantos rituales: Fidel a su vez como el único culpable. Y vuelta a empezar… Esa genial anticipación explica el rencor contra el antiguo director de Bohemia.
Por último, al destacar el carácter transgresivo del testamento quevediano, no pretendemos atribuirle al difunto todas nuestras deducciones, sino tan sólo destacar lo más provechoso de su mensaje: el doble acierto de haber cortado sin piedad el nudo gordiano de la historia contemporánea de la Isla y propuesto por primera vez a los cubanos de ambas orillas el recurso implacable del espejo.
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Miami, Florida 12 de Agosto de 1969
Sr. Ernesto Montaner.
Querido Ernesto:
Cuando recibas esta carta, ya te habrás enterado por la radio de la noticia de mi muerte. Ya me habré suicidado -!al fin!- sin que nadie pudiera impedírmelo, como me lo impidieron tú y Agustín Alles el 21 de enero de 1965. ¿Te acuerdas? Ese día entraste en mi despacho a entregarme un artículo tuyo. Conversamos un rato. Pero notaste que yo estaba ausente del diálogo.
Me viste preocupado, triste, muy triste y profundamente abrumado. Y me lo dijiste. Pensé en mi hermana Rosita, a quien adoro y se me llenaron de lágrimas los ojos [..] Te confesé que en el momento que llegaste a mi despacho, estaba pensando darme un tiro en la cabeza. Y hasta te dije que mi única preocupación era Rosita, que me viera tirado en el suelo sobre un charco de sangre. No quería dejarle esa última imagen, habiendo decidido - y también te lo confesé suicidarme acostado en el sofá para que, al verme, tuviese la impresión que dormía.
Recuerdo la expresión de pena y asombro que había en tu cara. Te levantaste. Fuiste a mi escritorio y le quitaste las balas al revólver. Y allí, sentado en la silla del escritorio me dijiste: "Estás loco, Miguel, estás loco" . Me hablaste de Dios. De la perdición eterna de mi espíritu. De la brevedad de la vida. De la falta que yo le haría a Rosita, dejándola sola en el mundo. Me hablaste de veinte cosas. Y viendo que me resbalaban, me amenazaste con llamar a Rosita y a todos los empleados de Bohemia para enterarlos. Te supliqué que no lo hicieras. Comprendí la responsabilidad que mi confesión te habría echado encima. Y te juré por la vida de Rosita que no lo haría.
Convencido que me habías desviado del propósito - al menos por el momento -, saliste de mi despacho. Te encontraste a la salida con Agustín Alles y se lo contaste. Y tú y Agustín se fueron a ver al doctor Esteban Valdés Castillo. Me llamaron de la casa de Valdés Castillo y me pusieron al habla con él. Un gran médico de excepcional talento. Quiso verme con urgencia, pero no nos vimos. Lo que hicimos fue hablar mucho por teléfono. Cuando no me llamaba él a mi, lo llamaba yo a él. Pero hablábamos todos los días. Con quien jamás volví a hablar jamás fue contigo. Perdóname, pero pensé que habías hecho mal al divulgar algo que yo te había dicho a ti amistosamente, en un momento de flaquezas. Y no volvimos a tener comunicación hasta hoy, en que ni tú, ni Agustín Alles, ni Valdés Castillo, ni nadie me hubiera impedido llevar a vías de hecho mi determinación. Estás, pues leyendo, la carta de un viejo amigo, muerto. Valdés Castillo tenía razón cuando afirmaba que la idea del suicidio pasaba por la mente del paciente en forma de círculos, que cada vez se iba reduciendo hasta convertirse en un punto. Mi punto llegó.
Sé que después de muerto lloverán sobre mi tumba montañas de inculpaciones. Que querrán presentarme como "el único culpable" de la desgracia en Cuba. Yo no niego mis errores ni mi culpabilidad, lo que si niego es que fuera "el único culpable". Culpables fuimos todos, en mayor o menor grado de responsabilidad.
Culpables fuimos todos. Los periodistas, que llenaban mi mesa de artículos demoledores contra todos los gobernantes, buscadores de aplausos que, por satisfacer el morbo infecundo y brutal de la multitud, por sentirse halagados por la aprobación de la plebe, vestían el odioso uniforme de los "oposicionistas sistemáticos". Uniforme que no se quitaban nunca. No importa quien fuera el presidente. Ni las cosas buenas que estuviera realizando a favor de Cuba. Había que atacarlos, y había que destruirlos. El mismo pueblo que los elegía, pedía a gritos sus cabezas en la plaza pública. El pueblo también fue culpable. El pueblo que quería a Guiteras. El pueblo que quería a Chibás. El pueblo que aplaudía a Pardo Llada. El pueblo que compraba Bohemia, porque Bohemia era vocero de ese pueblo. El pueblo que acompañó a Fidel desde Oriente hasta el campamento de Columbia.
Fidel no es más que el resultado del estallido de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuimos a crearlo. Y todos, por resentidos, por demagogos, por estúpidos, o por malvados, somos culpables de que llegara al poder. Los periodistas conocieron la hoja penal de Fidel, su participación en el Bogotazo comunista, el asesinato de Manolo Castro, y su conducta gansteril en la Universidad de la Habana, pedíamos una amnistía para él y sus cómplices en el asalto al Cuartel Moncada, cuando se encontraba en prisión.
Fue culpable el Congreso que aprobó le Ley de Amnistía. Y los comentaristas de radio y de televisión que lo colmaron de elogios. La chusma que le aplaudió deliradamente en las galerías del Congreso de la República. Bohemia no era más que un eco de la calle. Aquella calle contaminada por el odio que aplaudió "los veinte mil muertos". Invención diabólica del diplomado Enriquito de la Osa, que sabía que Bohemia era un eco de la calle, pero también la calle se hacía eco de lo que publicaba Bohemia.
Fueron culpables los millonarios que llenaron de dinero a Fidel para que derribara al régimen. Los miles de traidores que se vendieron al barbudo criminal. Y los que se ocuparon más del contrabando y del robo que de las acciones militares en la Sierra Maestra.
Fueron culpables los curas de sotana roja que mandaban a los jóvenes para la Sierra Maestra a servir a Castro y sus guerrilleros. Y el clero, oficialmente, que respalda a la revolución comunista con aquellas pastorales encendidas, conminando al Gobierno a entregar el poder.
Fue culpable Estados Unidos de América, que se incautó de las armas destinadas a las Fuerzas Armadas de Cuba en su lucha contra los guerrilleros. Y fue culpable el State Department, que apoyó la conjura internacional dirigida por los comunistas para adueñarse de Cuba.
Fueron culpables Gobierno y la Oposición, cuando el Diálogo Cívico, por no ceder a llegar a un acuerdo, decoroso, pacífico y patriótico. Y los infiltrados por Fidel Castro en aquella gestión, para sabotearla y hacerla fracasar, como lo hicieron.
Fueron culpables los políticos abstencionistas, que cerraron las puertas a todos los cambios electoralistas. Y los periódicos que, como Bohemia, le hicieron el fuego a los abstencionistas, negándose a publicar nada relacionado con aquellas elecciones.
Todos fuimos culpables. Todos. Por acción u omisión.
Viejos y jóvenes. Ricos y pobres. Blancos y negros. Honrados y ladrones. Virtuosos y pecadores. Claro que nos faltaba la lección increíble y amarga: que los más "virtuosos" y los más "honrados", eran los pobres.
Muero asqueado. Solo. Proscrito. Desterrado. Y traicionado y abandonado por amigos a quienes brindé generosamente mi apoyo moral y económico en día muy difíciles. Como Rómulo Betancur, Figueres, Muñoz Marín. Los titanes de esa "Izquierda Democrática" que tan poco tiene de "democrática" y si de "izquierda". Todos, deshumanizados y fríos, me abandonaron en la celda. Cuando se convencieron que yo era anticomunista, me demostraron que eran antiquevedistas. Son los presuntos fundadores del tercer mundo. El mundo de Mao Tse Tung.
Ojala mi muerte sea fecunda. Y obligue a la meditación. Para que los que pueden, aprendan la lección. Y los periódicos y los periodistas, no vuelvan a decir jamás lo que las turbas incultas y desenfrenadas quieran que ellos digan. Para que la prensa no sea más un eco de la calle, sino un faro de orientación para esa propia calle. Para los millonarios no den más sus dineros a quienes después les despojan de todo. Para que los anunciantes no llenen de poderío con sus anuncios a publicaciones tendenciosas, sembradas de odio y de infamia, capaces de destruir hasta la integridad física y moral de una nación, o de un destierro. Y para que el pueblo recapacite y repudie a esos voceros del odio, cuyas frutas hemos visto que no podían ser más amargas.
Fuimos un pueblo cegado por el odio. Y todos éramos víctimas de esa ceguera. Nuestros pecados pesaron más que nuestras virtudes. Nos olvidamos de Núñez de Arce, cuando dijo: "Cuando un pueblo olvida sus virtudes, lleva en sus propios vicios su tirano"
Adiós. Este es mi último adiós. Y le dije a todos mis compatriotas que yo perdono con los brazos en cruz sobre mi pecho, para que me perdonen todo el mal que yo he hecho.
Miguel Ángel Quevedo
1 Comments:
He leído esta carta hoy y siento mucho dolor al comprobar que puede ser terriblemente actual en nuestro país, Venezuela.
No tengo nada más que agregar.
Caracas, 30 de junio de 2008
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