TÍTULO DESCONOCIDO
El Universal de Mexico
Por Héctor de Mauleón
Martes 27 de febrero de 2007
LA HABANA.- Con altos tacones, y una minifalda brevísima, Idianelys camina despacio por el malecón. La brisa le agita el cabello, que recuerda un vestido negro que bailoteara en un tendedero de ropa. A La Habana ha llegado la noche, y ella anda a la caza de turistas. Por un puñado de pesos convertibles, Idianelys puede llevarte a la ciudadela donde vive con sus hermanos y sus padres: una vecindad a punto de caerse, entre cuyas paredes, escarapeladas, llenas de tendederos y consumidas por la sal, se hacinan desde hace varias décadas decenas de familias.
Mientras ella resuelve el día sobre un catre, en la estrecha habitación contigua sus padres miran telenovelas cubanas y brasileñas. El corresponsal de una agencia de noticias cuenta una historia: antes de que pudiera entrar al dormitorio, para pasar el rato al lado de una jinetera, el padre de ésta tuvo que desalojar, cargando, a una anciana paralítica. Parece un cuento de Pedro Juan Gutiérrez, cuyos libros traducidos a veinte idiomas no circulan, por cierto, en la isla. Pero no lo es. A casi 50 años de la Revolución encabezada por el "ardiente profeta de la aurora", como llamó el Che Guevara a Fidel Castro en 1956, el problema principal de los cubanos, dice Pedro Juan Gutiérrez, es que deben sobrevivir, "aunque esto signifique tirar todo por el caño".
En la avenida Independencia, decenas de espectaculares con los rostros de Fidel, de Hugo Chávez, del Che Guevara, arrojan desde las alturas dardos cargados de optimismo: "Vamos bien", "Nunca se forjó un pueblo con tantas cualidades y tantas virtudes". Pero en La Habana, cuya fisonomía recuerda la de una anciana aristócrata que se ha quedado sin dientes, unas 300 edificaciones sufren derrumbes parciales y totales cada ano. Según datos del Instituto Nacional de la Vivienda, 43% del fondo habitacional se encuentra "en malas y regulares condiciones", como si la ruina del entorno urbano fuera la metáfora de una sociedad que parece tambalearse en medio de tensiones permanentes.
Los padres, esposos y hermanos que a cambio de pesos convertibles alcahuetean a mujeres de su propia familia, no son sino un dato más del derrumbe: "Aquí, eso es moneda corriente", dice con sonrisa pícara el taxista Enrique. "Y ni siquiera es mal visto, porque el cubano, ante todo, tiene que resolver". "Resolver" significa sobrevivir con el salario más bajo del continente, incluyendo a Haití: 13 dólares al mes; o sea, 43 centavos de dólar diarios. Significa ejercer la "apropiación": sacar cosas de las fábricas, de los centros de trabajo, de las tiendas, de los restaurantes, de los bares, de los hoteles, para revenderlas en el mercado negro. Significa, en fin, "ir por la izquierda": participar de un sistema extraoficial, subterráneo, paralelo, invariablemente regido por la corrupción. "El salario alcanza para ocho días. Por eso, cuando uno consigue trabajo, no se pregunta cuánto va a ganar, sino cuánto se puede robar, continúa alegremente Enrique, quien por cierto conduce con el taxímetro apagado, a fin de expropiarle al Estado los cinco o seis pesos convertibles que cuesta el viaje.
En el museo Hemingway, una persona que ofrece venderle a escondidas al fotógrafo Jorge Ríos una hoja firmada por el autor de El viejo y el mar, ilumina sobre los pliegues de un sistema en donde todos engañan, y en el que aquello que se observa en la superficie suele contener un mar de fondo. El 17 de noviembre de 2005, ante las señales de un deterioro moral abrumador, Fidel Castro llamó a la sociedad cubana a combatir la ilegalidad y la corrupción. El aún Comandante en Jefe admitió, incluso, que la ruina moral de los habitantes de la isla podría poner en riesgo a la Revolución, lo que es mucho admitir en una figura que ha visto pasar a diez
inquilinos de la Casa Blanca.A pesar del llamado, un año más tarde el periódico oficialista Juventud Rebelde informaba que de 11692 establecimientos comerciales revisados por las autoridades, un 52% violaba "considerablemente" los precios, ofrecía mercancías por debajo del peso señalado y alteraba la calidad tanto de los productos vendidos como de los servicios prestados.
Durante años, numerosos intelectuales se han referido a la doble moral, la hipocresía, la mentira, el disimulo, "y otras dobleces de las complejidades de la vida cubana" provocadas por la falta de liquidez financiera, así como por una política que contempla graves penas para quienes transgreden las reglas. Una vez, el poeta Raúl Rivero lo señaló magistralmente: "El cubano es un actor disfrazado de gerente, o periodista, o militar, que mientras mantenga la compostura, acepte el guión y repita el parlamento que se le exige, podrá seguir desempeñando su papel en la comedia".Esta definición, sin embargo, le costó ser condenado a 20 años de cárcel.
Vida en el ´apartheid´
Al mediodía, la calle Obispo, arteria principal de La Habana Vieja, despliega sus prestigios arquitectónicos entre un hervidero de gente que recorre tiendas, galerías, bares, cafés y restaurantes. Niños y ancianos piden "aunque sea un centavo para comer". Decenas de hombres platicadores y sonrientes, ofrecen "por fuera" cualquier cantidad de tabaco y de ron. La librería más importante, La Moderna Poesía, no contiene poesía. En su exiguo catálogo circulan, sobre todo, volúmenes de autores que se ajustan al decreto 88, que puede interpretar como antipatrióticas las opiniones diferentes. Destacan títulos como Encuentro con Fidel, Cien horas con Fidel, Absuelto por la Historia, En Marcha con Fidel y "Fidel: en memoria del joven que es". No se hallan, desde luego, los libros de Reinaldo Arenas, quien apuntó que la belleza irrita a las dictaduras porque éstas no pueden gobernarla, y por tanto intentan destruirla.
Más allá del célebre y ruidoso Floridita, entre edificios apuntalados con vigas y cuarterías que albergan hasta doce individuos en cada habitación, cientos de personas aguardan en fila el paso del "camello", camiones capaces de transportar hasta a 300 pasajeros, y a los que siempre es preciso esperar durante horas. "A los cubanos nos tienen prohibido viajar por el mundo, y encima es imposible viajar por La Habana", bromea una estudiante de Biología llamada Elisa. De hecho, la inmovilidad resulta el sello más notable de la vida en La Habana. La crisis del transporte, insuficiente para desahogar el tránsito cotidiano de 2.2 millones de habitantes, representa una de las peores carencias de la población. Como es imposible comprar un auto, pues los cubanos tienen prohibido vender sus autos, y como los taxis son inalcanzables (hasta diez pesos convertibles por viaje), ir y volver del trabajo es una tarea que puede tomar cinco horas. "Lo bueno del ´camello´ -reza un chiste popular-, es que ya no hace falta ir al cine: uno sube y ve sexo, violencia y acción".
Al arrancar 2007, a nadie parece robarle el sueño lo que pueda ocurrir en las altas esferas del gobierno tras el retiro de Fidel Castro, quien en julio pasado delegó las tareas prioritarias a un grupo de dirigentes de su máxima confianza: el cambio fáctico de poderes parece estar ocurriendo en otra parte, en una isla lejana. Reacios a emitir opiniones que puedan "causar problemas", golpeados por la amplia brecha que existe entre los salarios y los precios, en los habitantes de La Habana sólo se advierte una voluntad de luchar para llevar a casa algo más que una tarjeta de racionamiento que, según Enrique, incluye jabón cada dos meses y, según Elisa, no incluye papel higiénico ni toallas sanitarias.
Discriminados por un apartheid que les niega el acceso a los lugares de esparcimiento destinados al turismo o a la burocracia, sin libros, sin acceso a Internet, sin partidos políticos, sin prensa libre, con sólo dos canales de televisión dedicados de tiempo completo a la transmisión de propaganda, al caer la tarde los habitantes de la ciudad parecen esperar a que se decida su suerte. Lo hacen sentados a la puerta de sus casas, en barrios sobresaturados donde, según los libros de Pedro Juan Gutiérrez, el espectro de las aspiraciones se reduce al sexo, y en los que la oferta de uso del tiempo libre suele estar regida por el tedio. Lo hacen paseando por el malecón, riendo por todo, con una alegría que se contagia y que duele, mientras Idianelys camina por la calle y atrás el mar golpea las costas de una isla fragmentada, solitaria, rota.
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