sábado, agosto 04, 2007

PELO SUELTO Y CARRETERA

Tomado de El Nuevo Herald.com

Pelo suelto y carretera


Por Nestor Diaz de Villegas

Acabamos de cruzar la frontera noreste y de adentrarnos en tranquilos pueblos de campo. Pasamos por delante de silos rojos, de blancos campanarios y dorados maizales, en la verde y fértil provincia de Québec. Antes de una hora entramos en Montreal, y enseguida nos desviamos hacia Longueuil, un suburbio que, al menos en el verano canadiense, no nos parece muy distinto de Kendall o de Coral Gables. Nuestro amigo F. nos recibe parado en la acera de frente a su casa, con un sombrero de yarey, para facilitar la identificación a distancia. Nos reconocemos instantáneamente como cubanos.

En Cuba, F. había sido editor de la colección Ciencias Sociales. Me habla apasionadamente de libros, de sus libros, esas reliquias descascaradas que ocupan altares en los muros. Recorro con la vista libreros alineados de tomos antiguos que me son entrañables. Las tiradas multitudinarias de los clásicos que, en otra época, empapelaron nuestra realidad inmediata. La alta cultura como superstición y coartada. Seguidamente, F. me presenta a sus bellos hijos, y pronuncia los nombres sonoros y trágicos de unos mártires revolucionarios que también compartimos.

Claves. Unos trocitos de madera dura golpean la conciencia dándole un ritmo, una orden, una orientación. En algún momento de nuestra charla me escucho a mí mismo repitiendo los lugares comunes de unas claves políticas, históricas y literarias de las que quisiera escapar. Mi mayor deseo es, a veces, ver el mundo con ojos desprejuiciados. Pero no lo consigo. Quizás hasta hayamos dejado de leer --lo que se llama verdaderamente leer-- cuando se extinguieron aquellos libros sagrados, amarillos y cómplices.

Las claves repican en Middlebury College, en el estado de Vermont, adonde regresamos a los pocos días. Los cubanos llevamos una letra en la frente, una R mayúscula que nos marca con la cifra de cierto evento capital. En mi caso esa R está completamente virada, mirando a la izquierda, como la que aparece en el logo de las jugueterías Toys R'Us. Una R atonal. Es decir, represento el contrapunteo, la contracultura, y también la contrarrevolución. Por eso, cuando un amable profesor de Literatura se me acerca (porque le han contado que conocí a Reinaldo Arenas, y quiere que hable en su clase de Mi primer desfile), nos encontramos de nuevo en el espacio ambiguo que crearon los títulos sagrados.

Otra vez los jóvenes mártires saltan de la página antigua. En su relato juvenil Reinaldo define, para la eternidad, el clasicismo de la imaginería socialista. Me resulta imposible, ante lo avasallador de su realismo mágico, rebatir los datos que se manejan en el centro de altos estudios, durante el debate que sucede a la lectura: ese falso e inconcebible 25 por ciento de analfabetismo, por ejemplo; o Batista colgando de unos hilos invisibles que maneja el Tío Sam; o Meyer Lansky a las puertas del hotel Riviera, ametralladora en ristre; y un gigantesco barrio de putas, que comparo en clase a la calle Mabbot del Ulysses de Joyce. Otra vez el simulacro empapela la realidad a secas. Pasarán muchos años antes de que a estas latitudes llegue por fin la dura actualidad.

Por la noche, en la Escuela Española, saco a bailar a la novelista Laura Esquivel, que está de visita en Middlebury. Viene a presentar su libro nuevo sobre la Malinche, en los precisos momentos en que México se encuentra en el candelero de nuestros dilemas políticos. Creo que era Manolín, el médico de la salsa, y que lo rastreamos por vericuetos musicales y gramaticales: 'Camina pa' que te respeten pelo suelto y carretera.'' El altoparlante de un radio portátil sigue descargando hasta altas horas de la noche los típicos toques de unas claves en el aire acubanado de Nueva Inglaterra.