jueves, noviembre 01, 2007

ENTRE PRAGMÁTICOS E ILUSOS

Entre pragmáticos e ilusos

Por Vicente Echerri

Entre los cubanos que deben haberse sentido más frustrados e irritados por el reciente discurso del presidente Bush sobre Cuba se encuentran, a ambos lados del Estrecho de la Florida, los que apuestan, con diversos grados de entusiasmo, por los cambios que pueda promover desde el poder Raúl Castro, el mandante ungido de la tiranía.

El énfasis de Bush en defensa de la ''libertad'' como antepuesta a la ''estabilidad'' --si esta última se traduce en aperturas económicas y ajustes administrativos que saquen un poco a flote el encallado barco del socialismo cubano, en tanto dejan bastante intactas las estructuras del poder-- molesta a los que allá y aquí, desde esos cenáculos donde se dan aires de enterados, aspiran a que los dejen entrar a participar --modestamente-- por las grietas o fisuras del régimen para contribuir, con su sapiencia, experiencia, sentido común y patriotismo al bienestar de la nación, que está o debe estar por encima de banderías, no importa que la gestión la encabece este Castro II, a quien ya consideran, a pesar de sí mismo, un reformador. Para estos ''pensadores'', si Fidel Castro es Robespierre, su hermano está obligado a ser Paul Barras, el que encabezó el Directorio cuando un golpe de Estado le puso fin al Terror en la Francia revolucionaria de 1794.

Aunque no voy a mencionar nombres --ésta no es una columna de chismes-- los que ven una oportunidad en el raulismo son, ciertamente, castristas reciclados o, en el mejor de los casos, revolucionarios, que legitiman el orden que se impuso en Cuba en 1959 e incluso la Constitución de 1976 como ''supuestos básicos'' a partir de los cuales habría que trabajar si buenamente se lo permite el actual régimen de La Habana, al que ya le atribuyen honestas u oportunistas intenciones de cambio (dentro de una permanencia, desde luego). Presumen de ser ''pragmáticos'' y connaisseurs (saben cómo son por dentro las oficinas del poder en Cuba y las preferencias gastronómicas y sexuales de los que tienen el poder) y sólo aspiran a que --una vez que falte Fidel, desde luego-- les reconozcan su importancia y los inviten como colaboradores en la estrategia de tender los puentes por donde ha de pasar el oro del Norte. Para estos gurús, los cubanos que aspiran a la democracia y a la restauración de la república son descartados, condescendientemente y catalogados de ''ilusos''. Hay que partir de lo que tenemos, arguyen, en eso se fundamenta la realpolitik. Lo demás pertenece a los dominios de la fábula o de la política de café con leche que ha empantanado a los cubanos del exilio por casi medio siglo.

Por eso la palabra ''libertad'' en labios del Presidente como condición para el cambio en Cuba, y su reafirmación de no levantar el embargo mientras en ese país se mantenga el status quo ha sonado como una mala palabra injerencista en los oídos de estos pragmáticos. Tienen fe en que la tiranía está obligada a abrirse para permanecer y que, en esa coyuntura, serán invitados a colaborar, con distintos grados de discreción; algo que ya, de alguna manera, están haciendo.

Por su parte, los ''ilusos'' han reaccionado con excesivo entusiasmo al discurso presidencial, que a mí me parece de notable importancia y que podría servir para sentar ciertas pautas de la política cubana de Estados Unidos, pero que, a menos que sea el preámbulo de un proyecto concreto de derrocar al castrismo (primero o segundo) y de barrer definitivamente con ese incordio que llaman ''revolución cubana'', no pasa de ser un listado de amables amonestaciones.

Uno de los peores enemigos del exilio cubano es la autocomplacencia --como lo es el escepticismo para los que viven dentro de Cuba. Creer que haber logrado este discurso del Presidente, al igual que una medalla presidencial para uno de nuestros presos políticos, es suficiente para regocijarnos, al tiempo que el castrismo en el poder está por cumplir 49 años y nuestra comunidad sigue siendo caricaturizada en los principales medios de prensa del país. ¡Cuánto debemos aprender aún de nuestro exilio del siglo XIX que, siendo muchísimo más pequeño, consiguió el respaldo mayoritario de esta nación y el que un gobierno renuente, como era el de McKinley, se viera empujado a ir a ponernos la casa en orden!

Sigo creyendo, para escándalo de muchos compatriotas, que sólo una solución militar norteamericana puede sanear, con la celeridad debida, el pantano en que se ha convertido mi país, y ese propósito debería encabezar nuestra agenda política. Al igual que Pepito --el niño terrible de nuestra narrativa oral-- que sólo estaría seguro de que las cosas habrían cambiado en Cuba cuando un soldado le dijera al despertar: ``Good morning, Pepito''.

© Echerri 2007