domingo, enero 20, 2008

LOS DIAS DEL AGUA

Los días del agua


Por Manuel Vázquez Portal


El Lago Okeechobee me tiene muy preocupado. Esos desfallecimientos de sus caudales, esos recogimientos de sus riberas, esos pronósticos infaustos para la época de sequía me dan mala espina. Lo siento. Tengo pésimas experiencias con el agua.

Días después de haber llegado a Miami, y recobrado el sosiego tras los ajetreos de Inmigración, reencuentros con amigos y sobresaltos por el tráfico enloquecedor, pude sentarme bajo los árboles del jardín de la casa que ocupaba entonces y preguntarle a Yolanda qué era lo que más le gustaba de la ciudad. Ella fue lacónica, rotunda.

--El agua.

De momento no entendí. Mi repentina perplejidad me condujo a un atropello de interrogantes. Visto por el lado heroico, supuse que me respondería: la libertad. Por el ángulo machista, creí que me diría: las tiendas. Por la arista glotona: la comida. Por el filo pragmático, la tecnología. Pero, ¿el agua? No lo esperaba. Y repetí intrigado.

--¿El agua?

--Sí, cuando abro la llave, siempre hay --y entonces caí en la cuenta. Recordé. La entendí.

Tomar un baño en Cuba es casi un privilegio. Jamás un baño de inmersión, alberca llena y sales minerales. Una jacuzzi, más que un sueño, un delirio. El cubo y el jarrito son el lujo del baño cubano. Y no es sólo por la escasez del jabón, la falta de toalla, la dolarizacion del champú, sino porque el agua, ese sencillo líquido que rodea el país, no llega comúnmente a la zona donde residen las personas.

De niño vi en mi pueblo innumerables artificios para elevar el agua hasta la regadera de la ducha familiar. En la mayoría de los patios existía un pozo. En la mayoría de los pozos existía una bomba, eléctrica o manual, para impulsar el agua hasta los tanques que abastecían el hogar. Darse una ducha a cualquier hora del día era lo más normal del mundo.

Los políticos de entonces cacarearban en cada campaña electoral que bajo su gobierno sí se acometería y terminaría el prometido acueducto. A nadie realmente le importaba. Cada quien resolvía por sus propios medios. Lo más engorroso era bombear el agua hasta los tanques, pero para eso existía un hombre pequeño, enteco y subnormal, que desde temprano recorría el pueblo, y por un par de pesetas realizaba la ardua tarea. Pedro Turbina lo apodábamos los muchachos.

Por fin, allá por la década del 60, después de una ciudad llena de cicatrices, calles destripadas, tierra roja en todos los portales, tuvimos acueducto. Los pozos se fueron sellando, las bombas manuales desaparecieron. Pedro Turbina se quedó sin empleo y murió olvidado por todos.

El pueblo creció y el agua empezó a escasear. Los primeros aseos con cubo y jarrito me parecieron una fiesta. Me hacían recordar los primeros años cuando mi madre, cuidando de que la jabonadura no me cayera en los ojos, me enjugaba la cabeza. Cuando el cubo y el jarrito se volvieron costumbre ya me parecía una tortura: jarrito para lavarse la cara, jarrito para cepillarse los dientes, jarrito para la intimidad nocturna. Cubo para el fregadero, cubo para la batea, cubo para el inodoro. De cubo y jarrito, los grifos olvidaron su rumor cristalino.

Partí de mi pueblo y entre tantas cosas que quedaron atrás pensé que el cubo y el jarrito también se borrarían de mi vida. Chasco absoluto. La Habana era casi un desierto. Mi primer alojamiento fue en Centro Habana. La ducha era un recuerdo oxidado empotrado en la pared. En la Lisa, un tanque de 55 galones debía alcanzar para dos días. Había que contar los litros de cocinar para no quedarse sin fregar. Luego vino Mantilla y el Vedado. Más tarde el Cerro y Alamar. Cambiaba la casa, el barrio, pero el cubo y el jarrito me perseguían.

Para colmo, en mi último alojamiento, la cárcel de Boniato, pasé hasta quince días bebiendo, lavando mis prendas personales y aseándome con dos litros de agua que repartían al día. Cómo añoré el cubo y el jarrito. Hasta soñé que caminaba bajo un aguacero y podía chapotear bajo el agua y quedar limpio, relajado, pero esa ducha inmensa que era el cielo se cerraba de repente y despertaba sudoroso, sediento, envuelto por la canícula abrasante de Santiago de Cuba. Y le preguntaba a Antonio Villarreal, que a pocas celdas de mí también pagaba la culpa de soñar con que algún día los cubanos volvieran a tener el agua suficiente, si recordaba a Pedro Turbina, y Villarreal reía y lo describía en toda su imagen pintoresca.

Y entonces, bajo los árboles del jardín de la casa que ocupábamos en Miami caí en la cuenta. Recordé. Entendí a Yolanda. Pensé en los cubanos que aún padecen la condena del cubo y del jarrito y me pregunté de qué vale estar rodeado de agua en una isla espléndida si el dueño de las cañerías tiene cerrados todos los grifos.

Y ahora, recordando, sonrío porque sé que lo del lago Okeechobee será pasajero.