domingo, febrero 03, 2008

CRONICA FRIVOLA

Crónica frívola


Por Manuel Vázquez Portal


Yolanda viaja en el asiento del copiloto. Ha bajado el cristal de la ventanilla. Fuma. El aire, sonoro y veloz, le revuelve el pelo. Bajo el discreto tinte que solapa sus canas, quizás corra un recuerdo que la lleva muchos años atrás.

El auto se atraganta de asfalto. The Beatles entonan Yesterday en la radio. Yo, de jeans, tennis y pullover, la observo de soslayo mientras conduzco. Es como una niña que ha despertado transcurrida. Pareciera que le hubieran robado una parte de la vida. Pero va contenta. Yo soy el meditabundo. Quizás el triste.

Pienso: debió suceder treinta años atrás. No rumbo a Key Biscayne. Tal vez rumbo a Guanabo o Caletón Blanco, Varadero o Guardalavaca. Verla juvenil y risueña pedirme que no corriera tanto. Apaciguarle el susto de la velocidad con un beso al llegar junto a las olas. Disfrutar la tersura de su piel brillante por el agua. Beberme en sus ojos toda la luz de la tarde.

( Manuel Vázquez Portal, Yolanda y su hijo en Cuba al salir Manuel de la prisión )

Entonces yo tenía la barba negra. El alma en blanco. Los credos vírgenes. La memoria sin cicatrices. Creía que el mundo cabía en mis ensueños. Podía nadar varias millas sin que los pulmones me traicionaran. Envidiaba tiernamente a Dylan Thomas y deseaba conocer París. Pero no podía llevar a Yolanda a la playa en auto propio.

Me habían prohibido la melena. Unos jeans era un asunto ideológico por cuyas patas debía deslizarse holgadamente una naranja dejada caer por el profe frente a toda la clase; tararear Imagine, cuando menos, un atentado contra la moral del partido; un automóvil, una suntuosidad burguesa. Mencionar un bistec era una herejía; una leve opinión, una blasfemia; una protesta mínima, una sublevación; escribir versos, una eterna sospecha.

Discurrí de maletas de madera en las escuelas al campo. De camiones rumbo a los cañaverales. De canciones al surco y a la azada. De metas y consignas. Fui la arcilla fundamental de la revolución cubana. Ya iba camino de ser el hombre nuevo. Pero en mi expediente constaba que opinaba, usaba el pelo por los hombros y en mis pantalones apenas cabía yo.

En esa época conocer la nieve era un premio para comunistas de avanzada; viajar por cuenta propia, sólo en balsa; poseer un auto, responsabilidad de dirigentes. Y yo había dejado de ser una promesa para el sindicato, joven cantera del comité de base, pero mis señas personales ya habían sido estampadas en tinta de policía política.

A pie conocí a Yolanda. Y ella me amó a pie. Aunque soñábamos que un día yo conduciría un auto y ella viajaría en el asiento del copiloto. Llevaría abierta la ventanilla. Iría fumando. El pelo suelto flotando en el aire y The Beatles cantando para nosotros solos. Por poco no le cumplo el sueño. Por poco me le quedo para siempre en un calabozo. Mis versos siempre fueron sospechosos. Mi nombre siempre estuvo impreso en tinta de policía política. No había en Cuba un coche para tipos como yo.

Se fueron aquellos días. Se fue mi barba negra. Yolanda usa un discreto tinte que solapa sus canas. Manejo como las abuelitas rumbo a Key Biscayne. Ella no se asusta. No tengo que besarla para apaciguarle el miedo por la velocidad cuando llegamos junto a las olas. Logro beber en sus ojos toda la luz de la tarde, pero no puedo dejar de meditar. ¿Con qué derecho nos robaron la juventud, los sueños? Ella se percata. Quiere animarme. Me afirma que al menos lo logramos, que nos devolvimos el sueño nosotros mismos. Pero es peor. No se lo digo. Sé que sufriría. No pienso en mí.

Pienso en los hijos nonatos de Roberto Martín Pérez. ¿Les hubiera dicho Macho, como yo a los míos y su padre a él? Pienso en la vida segada de Pedro Luis Boitel. Pienso en el hueco que dejó Miguel Valdés Tamayo en el corazón de Bárbara Elisa cuando el de él se negó a seguir palpitando. Pienso en todos los abrazos que le debe Normando Hernández a Yarai. Pienso en la falta que le hace José Luis García Paneque a sus cuatro hijos en Texas. Pienso en los mimos que pudieran estarle dando los Sigler Amaya a su madre en Matanzas. Pienso. Y no puedo estar contento por un coche que nos lleva, mientras escuchamos a The Beatles, a una playa prestada para reconstruir un sueño de una juventud que nos robaron. A ellos les robaron más, y para siempre.