SILVIO, SANDRA, Y EL CAFE DE AYER
Silvio, Sandra, y el café de ayer
Por Luis Cino
Gracias a Silvio Rodríguez, la argentina Sandra Russo dejó de pensar que los cubanos éramos marcianos dedicados a la revolución en cuerpo y alma, de modo perpetuo. Sin tiempo para nada, ni siquiera para tomar café.
En su crónica "Silvio y el café de ayer", aparecida hace varios meses en la publicación argentina Página 12, la señora Russo refiere que tenía 22 años cuando descubrió al cantautor cubano. Lo escuchó por primera vez en un cassette regrabado que pasaba de mano en mano. Corrían los años tenebrosos y sangrientos del régimen militar argentino, mucho antes de las Malvinas.
Nosotros conocimos a Silvio muchos años antes. También bajo una dictadura, la del proletariado, que no dejaba —ni ha dejado— de ser cruel. Todavía creíamos en las promesas de una vida mejor. Aplazábamos las dudas, repetíamos las consignas con candor, enfrascados en la construcción de la nueva sociedad.
Los jóvenes cubanos también oíamos rock, pero a hurtadillas. Nuestra fe también se enchufaba, pero corríamos el riesgo de que nos desconectaran abruptamente los plugo, y vernos expulsados de la escuela y enviados a campos de trabajo de rehabilitación. Por oír rock. Tal vez Sandra entienda que el rock era otra de las acechanzas del imperialismo yanqui.
No recuerdo si la primera vez que vi a Silvio fue en la Casa de las Américas o en algún parque del Vedado. Aún no llenaba plazas. No le grababan discos, los pasaban poco por la radio y le habían retirado el programa de televisión "Mientras tanto". Sus cassettes no circulaban porque no habían llegado aún a Cuba las grabadoras de cassette.
¡Qué manera tan curiosa de recordar tiene uno! El cantante alternaba con poetas y jóvenes, vestía ropa de trabajo, calzaba botas rusas, admiraba a Bob Dylan, posaba de contestatario y no tenía apoyo oficial. Sólo cantaba con su talento y la amistad de Haydeé Santamaría. Memorizábamos sus canciones. Creíamos que su voz expresaba lo que sentíamos, que era nuestro reclamo inconforme. ¡Oh, desengaño!
Del Festival de la Canción de Varadero de 1970, Silvio fue a purgar su conformidad revoltosa e irreverente al barco pesquero "Playa Girón". Allí se inició su rehabilitación. Lo domesticaron. Se convirtió en el trovador de la Corte. Sus canciones no dejaron de ser bellas. Había vendido su alma y su guitarra al diablo. No era nada nuevo. Goethe y Thomas Mann describieron casos similares.
Entonces le permitieron hacer giras al exterior y grabar en disco las canciones magníficas que lo dieron a conocer a Sandra Russo y a una legión de jóvenes hispanoamericanos que soñaban con cambiar el mundo. De paso, se llenaban de prejuicios y clichés que todavía arrastran.
Sandra Russo confiesa que "a mi edad y sin una militancia política previa, yo asimilaba a Cuba como a Marte".
Dice Sandra: "Cuba era para mí un país sin vida cotidiana, suspendido, congelado en las postales de la Sierra Maestra y el asalto al Moncada. Nunca se me había ocurrido que en Cuba la gente se despertaba, se vestía, tomaba el desayuno, caminaba por la calle, saludaba al vecino, iba al trabajo. Nunca se me había ocurrido que esa gente tomaba café por la mañana y después, si sobraba, lo tiraba". Claro que sí, Sandra, y miles de cosas más. Las que nos permiten y las que no. Incluso, soñar con la libertad.
Lo que ocurre es que el café ligado con chícharos que tomamos, generalmente no sobra. Y si sobra, no lo tiramos. Lo guardamos, porque lo más probable es que mañana no tengamos qué desayunar y tal vez tampoco qué almorzar.
Silvio Rodríguez no es el único cubano capaz de sutilezas existenciales. Más allá de los muertos de su felicidad, de las almas de los guerreros que retornan convertidas en mariposas, de los difuntos y flores, y de los discursos románticos, la vida de los cubanos está llena de ansiedades, miedos, frustraciones, esperanzas y hasta alegrías, a veces duramente ganadas al Poder.
Silvio Rodríguez no es el único cubano que dice patria y sigue hablando de amor. Casi todos los cubanos lo hacemos. Por eso no hemos muerto de rabias y desesperanzas.
Más difícil nos es hacer un discurso sobre nuestro derecho a hablar. Eso nos puede conducir directo a la cárcel porque, sabes, Sandra, existe la Ley 88 que nos amordaza.
Sandra Russo se lamenta de haber crecido "en una patria huraña y maloliente, dominadora y sádica, que no cobijaba, picaneaba. Que no daba, pedía. Que no hablaba, hacía señas a punta de fusil".
¡Qué daño hacen las dictaduras en el alma! La Patria, Sandra, no son los esbirros asesinos y torturadores ni sus cómplices. La Patria también es víctima de ellos. ¡Qué terrible puede ser no comprenderlo!
Los cubanos podemos decir Patria y seguir hablando de amor sin que se nos erice la piel. La Patria no ha sido con nosotros un lecho de rosas. Puede haber sido dura, exigente y excluyente. Pero nunca la hemos confundido con los que se arrogan su monopolio con intolerancia calvinista.
Dice Sandra Russo que supo por Silvio Rodríguez que una de las formas de la Revolución es la poesía. Bonita frase para terminar una crónica. Sólo que le faltó añadir que se refiere a la poesía laudatoria y apologética. La otra, en Cuba, va a parar a los calabozos. Al respecto, le sugiero a Sandra leer a Heberto Padilla, Raúl Rivero y Manuel Vázquez Portal.
Sus versos le confirmarán que, además de las preguntas sobre las cosas ordinarias de la existencia, la búsqueda de la dignidad humana y la libertad hacen de la vida el más extraordinario de los viajes. Incluso para los cubanos.
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