sábado, marzo 01, 2008

EL SUCESOR

El sucesor


Por Ariel Hidalgo


Siempre he pensado que tras la sucesión de un liberticida hay que dar el beneficio de la duda al sucesor, sea quien sea. No se trata de un cheque en blanco. No se trata de callar las injusticias o dejar de denunciar los atropellos. Se trata de un armisticio condicional y vigilante, de no clausurar para siempre las puertas del entendimiento mutuo en caso de una posible disposición a la rectificación de los errores, de no hacer volar el puente del reencuentro y la reconciliación.

Cuando Saulo de Tarso, el más temible perseguidor de los cristianos, fue derrumbado del caballo en el camino de Damasco, Ananías no se negó a dialogar con él. No le echó en cara su responsabilidad por la muerte de san Esteban. Aceptó la encomienda del Señor y fue a tocar a su puerta para devolverle la vista perdida y acogerlo en el seno de su congregación. Los que hoy amen más a su patria de lo que pudieran odiar a su adversario, deberán también estar dispuestos a tocar en la puerta del perseguidor, y si acepta la luz de los nuevos tiempos como mismo Saulo aceptó al Espíritu Santo, acogerlo como hermano en el seno de la nueva Cuba. No importa lo que haya hecho antes. Lo que uno es hoy ya no es lo que era ayer, ni tampoco lo que será mañana. Nadie se baña dos veces en un mismo río.

En España Franco estuvo fusilando hasta poco antes de su muerte y miles de presos políticos fueron sometidos a un plan de trabajo esclavo sin días de descanso, en contubernio con numerosas empresas capitalistas. Y sin embargo, tras su desaparición, los dirigentes opositores hicieron de tripas corazón y apoyaron a un sucesor que resultó el mejor garante de la democracia. El perdón y la reconciliación se impusieron.

No importa lo que hoy el titulado sucesor declare. En política --ya está más que claro-- lo real no es lo que se dice, sino lo que se calla. Mientras el monarca absoluto esté en su trono --aun cuando ese trono fuese un lecho de muerte-- no hay subordinado con juicio independiente.

Su papel durante casi medio siglo ha sido el más ingrato: dar la cara en las medidas más impopulares. En 1971 le tocó cortar las alas del segmento más progresista de la sociedad cubana con el cierre de publicaciones como Pensamiento Crítico y Revolución y Cultura. En 1989 fue la cara visible de los procesos contra el general Ochoa y otros altos oficiales. Y en 1996 fue el encargado de parar el movimiento reformista interno partidario de un socialismo humano y participativo.

Pero... paradójicamente, aquel hombre propició medidas cogestionarias en las empresas controladas por las fuerzas armadas: creó parlamentos obreros donde las opiniones de los trabajadores tenían importante peso y distribuyó entre ellos utilidades anuales equivalentes a un mes de salario. Como resultado, eran las únicas empresas realmente eficientes del país. Cuando la dirección central quiso extender estos métodos al campo civil, en lo que se llamó luego ''perfeccionamiento empresarial'', las burocracias ministeriales y partidistas hicieron de la reforma una lamentable farsa.

La solución de los problemas vitales de un pueblo no depende de la muerte o el retiro de nadie, ni puede basarse en el odio a un hombre. El verdadero camino de la libertad y la paz comienza con la reconciliación y se asienta en el amor a un pueblo. El amor y no el odio, la vida y no la muerte, el abrazo y no el distanciamiento nos aseguran el acceso a un porvenir dichoso y próspero. Pero si no hay amor, sino rencor y sed de venganza, aunque el caudillo pase del retiro al sepulcro, de la misma tumba emergerá como un fantasma para encarnar en el cuerpo de un nuevo adversario, tanto o más poderoso, tanto o más temido, tanto o más odiado. Sólo cuando el ofensor se arrepienta y el ofendido perdone, ese fantasma se habrá ahuyentado para siempre.

Pero no hay ofendido sin deudas, ni ofensor que no tenga también que perdonar. Y cuando se cree identificar al culpable de medio siglo de desgracias, y sobre él se descarga el peso descomunal del rencor infinito --de la que en consecuencia, tampoco escapa el sucesor--, se olvida que en verdad no fue él quien desbordó tumultuoso las calles en cerrada ovación a la llegada de los supuestos redentores. No fue él quien colmó las plazas para pedir a gritos paredones de fusilamiento. No fue él quien bajó la imagen del Redentor de Galilea de cada una de tantas viviendas para colocar en su lugar la del caudillo. Y no fue él quien delató, quien vigiló, quien vituperó en las calles a los hermanos que no se doblegaron, quien le retiró el saludo a los amigos que se desencantaban y quien se desentendió del familiar preso o condenado al ostracismo.

Debemos exorcizar al fantasma de la tiranía aferrado en nuestros corazones. Que se perdonen nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.

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