miércoles, octubre 15, 2008

EL CAMINO DE LA JUNGLA

Nota del Blogguista

Este artículo es oficialista y lo he publicado nuevamente para que imaginen lo tremendamente secreto que debe estar la participación de militares cubanos en el interrogatorio y tortura a aviadores norteamericanos capturados en Viet Nam. Este grupo iban a ayudar a los vietnamitas del Norte en labores de construcción del camino por el cual agredieron y subvertieron el orden en Viet Nam del Sur, el cual tenía su gobierno elegido democráticamente y al frente del cual se encontraba Diem, Ngo Dinh.
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(http://www.infoplease.com/ce6/people/A0815474.html )
Diem, Ngo Dinh (nō din dyem) [key], 1901–63, president of South Vietnam (1955–63). A member of an influential Roman Catholic family, he was a civil servant before World War II and was connected with the nationalists during the war. He repeatedly refused high office with the government of Bao Dai until 1954, when he became prime minister. In 1955 he controlled a referendum that abolished the monarchy and emerged as South Vietnam's ruler. With strong backing from the United States, Diem initially made some progress, but his favoritism toward his family and toward Roman Catholics over Buddhists caused substantial criticism by the early 1960s. Opposition grew as Diem's authoritarianism increased and as South Vietnam's position in the Vietnam War deteriorated. With the apparent connivance of the U.S. government, a group of dissident generals staged a coup in 1963, and Diem was murdered during the takeover.
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Tomado de http://www.juventudrebelde.cu

El camino de la jungla

Testimonio del coronel (r) Roberto Léon González, quien dirigió a un grupo de cubanos en uno de los mayores secretos de la guerra de Vietnam

Por Luis Raúl Vázquez Muñoz


CIEGO DE ÁVILA.— El murmullo del avión invitaba a dormir; pero a la mente le retornó la figura del comandante Raúl Díaz Argüelles, cuando dijo: “Nadie puede saberlo, León”. Y lo volvió a ver, con las cejas apretadas, antes de repetir despacio y con voz baja: “Nadie, León. ¿Entendiste? Nadie”.

Y así fue. Solo lo conocían los necesarios, incluido el grupo de 23 cubanos que ahora volaba en el avión, y aún entre ellos el secreto había permanecido. Viajaban con la fachada de constructores civiles y la única arma que portaba cada hombre era un machete guardado en el equipaje.

De todos modos las interrogantes estaban y el comandante Pablo Roberto León González las debía imaginar. Estas comenzaron a finales de septiembre de 1973, cuando fue llamado a la Décima Dirección del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, y allí Argüelles lo instruyó. En noviembre recibían a 43 vietnamitas y durante seis meses les enseñaron las vías de montaña en Pinares de Mayarí y todos los secretos de la construcción de carreteras en la Escuela de La Coca, en Campo Florido; sin embargo, los cubanos que los atendieron, por una orden firme de León, omitieron hacer las preguntas que los carcomían por dentro.

(Fotos: José de la Rosa y archivo del entrevistado)

Los asiáticos, con sus sonrisas impenetrables y su andar silencioso, tampoco mencionaron la guerra; y, por lo tanto, las incógnitas, junto a las de quiénes eran ellos y para qué estaban en Cuba, quedaron en un limbo de complicidad que nadie rompió. Sin embargo fue precisamente en Hanoi, la capital de Vietnam del Norte, donde León sintió la primera alarma.

Era el 11 de agosto de 1974, acababan de aterrizar, y su segundo, el mayor Justo Julián Chacón López, le informó. Chacón, el ingeniero Enrique Silva Galiano y el especialista en piezas de repuesto, Orlando Prado Ledo, habían llegado antes para explorar las zonas del Sur. Todo marchaba bien; pero el hotel donde se alojaban, el Ki Liem, era un hervidero de especialistas cubanos en los más diversos oficios.

Un grupo de ellos preguntó: —¿Y ustedes qué son? Chacón sonrió. “¿Nosotros? Somos peloteros”. Los técnicos abrieron la boca. —¿Peloteros? “Sí, sí: peloteros”. —¿Y también vienen a enseñar a los vietnamitas? Chacón movió la cabeza. “Sí, sí..., claro”. Los cubanos permanecieron callados. Al final encogieron los hombros y dijeron: —Caramba, qué bien.

EL SECRETO MEJOR GUARDADO

Nunca más preguntaron y nadie se esforzó por imaginarse que aquel grupo de cubanos venía a ampliar el Camino Ho Chi Minh, uno de los misterios mejor guardados por los vietnamitas durante la guerra. Lo iniciaron en 1959 y durante 15 años lo convirtieron en un sistema de vías en medio de la jungla por el que se escurrieron los pelotones de soldados rumbo al sur, para sustentar la lucha por la reunificación del país. Los americanos vivían obsesionados con él. Marcaron su posible ruta en los mapas, cubrieron de bombas los bosques que lo ocultaban, regaron censores térmicos en la selva para detectar el avance de los hombres y, sin embargo, los vietnamitas continuaban pasando.

Fidel lo conoció con exactitud la noche del 16 para el 17 de septiembre de 1973. Dormía, después de regresar del Frente Sur, cuando el primer ministro Phan Van Dong, y el comandante del Ejército, el general Giap, lo despertaron y en un mapa le detallaron sus 16 000 kilómetros de largo. Luego pidieron entrenamiento de técnicos suyos en Cuba, equipos para ampliarlo e instructores cubanos en el terreno. A cada pedido, el líder cubano dijo que sí, con una sonrisa.

Dos meses más tarde partían hacia Cuba los 43 soldados-ingenieros que serían atendidos por el MINFAR en la Escuela de Campo Florido. Aunque salieron vestidos de civil por Moscú, en el aeropuerto de Rabat, en Marruecos, la inteligencia norteamericana los fotografió y pensaron que eran un grupo de tanquistas que iban para La Habana a recibir cursos sobre un nuevo modelo de tanque soviético que los vietnamitas lanzarían al combate.

Fue uno de los tantos despistes que hizo respirar a los implicados en el secreto. Sin embargo, las tensiones no tardaron en aparecer. Comenzaron en el puerto de Haiphong, de Vietnam del Norte, el 24 de septiembre de 1974, al atracar el buque Imías con el equipamiento comprado a los japoneses. El capitán bajó preocupado. “¿Qué pasa?”, preguntó León. El marino dijo: —En Tokio agarramos a un intruso en la bodega. Y la voz se le oyó más grave. —A lo mejor sabotearon la carga.

UN FANTASMA EN EL PUERTO DE HAIPHONG

Y el fantasma de La Coubre volvió. En el buque y a toda la redonda solo permanecieron los hombres necesarios, a la espera de los zapadores cubanos y vietnamitas que revisaron cada milímetro del barco y de cada bulldózer antes de ser izado. El 11 de octubre la carga estuvo en tierra.

Solucionados los detalles de última hora, entre estos pedir el lubricante a Cuba para echar a andar los equipos, pues en Vietnam del Norte no existía el tipo requerido, las motoniveladoras, los camiones, las autogrúas y todo lo demás, en su mayor parte, fue montado en tren hasta el distrito de Vinh y, de ahí, en una caravana de más de cien vehículos gigantes, manejados por los operadores vietnamitas, que atravesaron el Paralelo 17 hasta la provincia de Quan Tring, en el mismo Frente Sur.

Un cubano, al saber que andarían por 250 kilómetros de caminos reventados por las bombas, se lamentó: “Sufrirán más que si los bombardearan”. Pero llegaron, y de inmediato se iniciaron las clases, las que incluían el manejo de los laboratorios móviles traídos también de Japón a bordo del Imías.

Para llegar a los alumnos, León y sus 22 hombres debían caminar dos kilómetros hasta al río Ben Hai. Abordaban unas canoas con motores fuera de borda, que remontaban la corriente zigzagueando entre las rocas que sobresalían del agua o escabullendo los peñascos que se mantenían ocultos bajo la superficie. Luego subían un farallón y, en un claro tranquilo y rodeado por la selva, encontraban las cabañas de la escuela.

Parecía el lugar más desprotegido del mundo, si no fuera por las escuadras de soldados que de pronto aparecían en fila india por los linderos del bosque, apenas sin hacer ruido, para desaparecer sin dejar rastro y sin inmutar la voz de los traductores y la expresión impenetrable de los alumnos.

Sin embargo, pese al remanso de paz, las marcas de la guerra estaban cerca y surgían por doquier mientras se hacían las clases prácticas y se asfaltaban los kilómetros indicados por el mando vietnamita. “Por todas partes se recogían cascotes de metralla —cuenta León. Podías llenar camiones con lo que se descubría. Otras veces eran unos bolones de acero y nos explicaban que eran parte de las bombas de racimo. Una vez encontramos una inmensa. Había quedado enterrada, sin explotar, y tenía aletas en la punta. Pero el susto grande fue un día en que uno de los buldózeres ampliaba un trillo para tirar después la carretera. La máquina echó para alante y en eso sonó una explosión. La cuchilla y los brazos del bulldózer salieron volando. El vietnamita que lo manejaba se bajó atontado. Dio unos pasitos, como si fuera un sonámbulo, y se desmayó. Primero dobló una rodilla, luego estiró un brazo y se regó, poquito a poco por la tierra, sin que lo pudieran levantar de nuevo”.

SONRISAS EN UN VACÍO DE LA MUERTE

El puente de Ham Rom parecía un brazo de 80 metros de largo, medio torcido; pero renuente a caer en el río que le pasaba por debajo. León veía a las filas de aldeanos pasar sonrientes, cargados de avituallamiento, cuando escuchó: “Aquí derribaron 116 aviones”, y se viró para el oficial que lo acompañaba en el recorrido.

Pidió que explicara y el uniformado contó que los americanos se habían ensañado con el puente. Sin embargo, para llegarle, tenían que lanzarse en picada por el cañón dejado por tres lomas, que los vietnamitas llenaron de baterías antiaéreas para así formar una cortina de fuego.

El oficial extendió el brazo: “Caían en picada, se veían muy claros, con toda la pintura del fuselaje. Cuando pasaban por ahí —y apuntó al vacío— salían convertidos en unas bolas de fuego, que lanzaban chispas por todas partes”.

León lo observó con detenimiento. Tenía la misma sonrisa de todos sus compatriotas; tal parecía que Vietnam era el país de la alegría. Lo sospechó al ver a las mujeres del distrito de Han Nam, que bajaban, en hileras interminables y con sus vestidos negros, por las laderas de las montañas y cargadas con canastas llenas de arcilla para reparar a mano las compuertas de una presa destruida por los bombardeos. También lo presintió mientras las veía colgadas en los precipicios de las montañas, mientras hacían a martillo y cincel el talud de las carreteras para el Camino Ho Chi Minh.

Lo único que les cambiaba eran los ojos. Los de aquellas mujeres y los de este vietnamita, que lo acompañaba a la entrada del Ham Rom, transmitían cierta serenidad, ligada con satisfacción. En cambio fue diferente la expresión que encontró en las facciones de otro oficial.

Días antes avanzaba por una carretera, cuando de pronto la selva se convirtió en un lugar vacío. Todo era tristeza pura. Ni siquiera soplaba el viento y los árboles se veían con los gajos caídos y sin hojas. Lo que antes era una muralla vegetal infranqueable, ahora estaba convertida en un potrero de pastos derretidos y tristes por un amarillo que no podía ser de este mundo. León palpó el ambiente de cementerios que había en el lugar. Comentó: “Esto lo hizo el fuego, ¿verdad?”, y miró al oficial. Ahí estaba la sonrisa; pero los párpados se habían entrecerrado. “No, no lo hizo el fuego”. “¿Entonces, qué fue?”. El hombre tomó aire y, por primera vez y solo por un instante, la tristeza de los ojos se juntó con la expresión de los labios. Permaneció con la vista fija en la llanura de muerte que tenía delante y murmuró:

“Esto lo hizo el Agente Naranja”.

LA JUNGLA NO HABLÓ

El 23 de febrero de 1975 el general Don Si Nguyen apareció en la escuela. Roberto León no lo vio, pues estaba en Hanoi rindiendo el parte; pero el mayor Justo Julián Chacón López se asombró de los rasgos enérgicos que se le veían en el rostro y el carácter abierto y jocoso que exhibió el militar en comparación con la parquedad habitual de los alumnos del centro.

El general don Si Nguyen, segundo a la izquierda, con oficiales cubanos.Sin embargo, detrás de ese temperamento se escondía uno de los cerebros del Camino Ho Chi Minh. Era el jefe de retaguardia de la Zona Uno, por donde pasaba el Camino, y uno de los causantes de que los norteamericanos vivieran desquiciados. Muchas veces los rangers despegaron en helicópteros, pensando sorprender a los guerrilleros, cuando descubrían que estaban en una trampa y que los avisos emitidos por los censores no provenían del calor de los soldados, sino de los búfalos puestos en la zona por los hombres de Don Si Nguyen.

Ese día, después de recorrer la escuela y mientras departía con los oficiales cubanos, dijo como distraído: “Si todo sale bien, creo que en mayo conocerán a Saigón”. A lo mejor no lo entendieron. Pero noches más tarde en el campamento se oyó un cañoneo duro y pesado. Cada explosión parecía un bramido y se quedaba en un eco antes de apagarse. León permaneció atento unos segundos y dijo: “Parecen americanos, y están tirando como a 40 kilómetros de aquí”. Días después, los murmullos del bosque se callaron de pronto y un martilleo, constante y seco, se regó toda la noche por la selva. Al amanecer, León y la tropa veían las marcas dejadas por las esteras de los tanques. Unas veces eran columnas de camiones que avanzaban repletas de soldados vietnamitas por las carreteras que se habían acabado de asfaltar. En otras, los vehículos aparecían en medio de la jungla, sin saber cómo habían llegado y cubiertos de ramas de árboles.

“Era una ofensiva en grande y las tropas nunca dejaron de pasar, día y noche, día y noche. Sin descanso”, cuenta León. Era más grande aún. El ataque se desencadenaba en cinco direcciones al mismo tiempo e iba a acabar con la jugada del presidente de Vietnam del Sur, Nguyen Van Thieu. Firmados el 27 de enero de 1973 los Acuerdos de París, en los que se fijaba la retirada de los Estados Unidos, el espionaje había detectado —y así se lo habían hecho saber a Fidel— que la facción de Thieu preparaba en su capital, Saigón, una crisis para acentuar la guerra e impedir el retiro total de los yanquis. Por lo tanto se necesitaba reparar las autopistas y asfaltar el Ho Chi Minh y sus enlaces con las demás carreteras y así propiciar el paso de los ejércitos del norte.

Para finales de abril, los cubanos y sus alumnos vietnamitas habían concluido la teoría y se concentraban en las clases prácticas, que los llevaron a pavimentar 2 420 metros en distintas carreteras. De ellos, 1 710 fueron entre las cordilleras de montañas que ocultaban al Ho Chi Minh, en medio de un calor de 40 grados que forzaba a los caribeños a andar con una toalla mojada en la cabeza, mientras que por las noches el frío los obligaba a acostarse con ropas y a taparse con dos mantas. Todas las mañanas, un coronel o un teniente coronel vietnamita llegaba a la escuela y le informaba a León de la marcha de los combates. Los datos se marcaban en un mapa, colgado en la pared, en cuya superficie las anotaciones se fueron extendiendo. El día 30, al despertarse, los cubanos lo hicieron todo como era costumbre. Revisaron el interior de las botas y debajo de las camas para comprobar si había alguna serpiente. Remontaron el Ben Hai y empezaron las clases. León recuerda que en su cabaña se sintieron unos pasos en el piso de madera. En la puerta estaba el coronel, con una sonrisa diferente. Ya no se veía tan impenetrable como otras veces, y menos aún cuando se paró delante del mapa sin pronunciar una palabra. Miró a León, marcó un punto en el plano, en el extremo más sur del país, y dijo con los ojos brillantes:

—Hoy tomamos Saigón.