sábado, septiembre 12, 2009

Serie del Crimen Organizado. Capítulo XIV. LA CONEXIÓN CUBANA

Tomado de http://www.lanacion.cl



Serie del Crimen Organizado. Capítulo XIV
La conexión cubana

Miércoles 8 de agosto de 2007
Por Manuel Salazar / La Nación Domingo


Enfrentado en los ’80 a una crisis económica creciente por el embargo de Estados Unidos y el distanciamiento del Kremlin, Fidel Castro decidió crear una estructura secreta que consiguiera divisas. Así nació en 1979 la Corporación de Exportaciones e Importaciones (Cimex), luego reemplazada por el Departamento de Moneda Convertible (MC), dependiente del Ministerio del Interior y cuyo jefe operativo era el coronel Tony de la Guardia.

Vodka y balas

El 13 de julio de 1989, en medio de la incredulidad de los cubanos, fueron fusilados en La Habana el general Arnaldo Ochoa, el coronel Antonio de la Guardia, el mayor Amado Padrón Trujillo y el capitán Jorge Martínez Valdés. En las semanas siguientes fue destituido el ministro del Interior, el general José Abrantes, quien poco después murió en la cárcel en extrañas circunstancias. Fue uno de los momentos más difíciles y oscuros vividos por los hermanos Fidel y Raúl Castro desde el inicio de la revolución en 1959.

La permanente guerra de propaganda entre los partidarios y detractores del régimen castrista ha hecho imposible precisar las verdaderas razones que condujeron a ese desenlace. Algunos sostienen que la ejecución y la posterior razzia en el Gobierno y en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) tuvieron como propósito segar las raíces de una posible rebelión contra los hermanos Castro. Otros afirman que fue el costo que Fidel debió pagar para impedir que su Gobierno fuera sindicado como uno de los actores principales en el tráfico de drogas hacia Estados Unidos. Y los menos creen que los acusados eran los responsables de la corrupción que comenzaba a invadir la isla.

El escenario mundial de aquel momento era un dato relevante. El sindicato Solidaridad había ganado las primeras elecciones libres en Polonia el 4 de junio de 1989; Hungría se preparaba para comicios libres; 100 mil mineros siberianos estaban en una huelga indefinida; millones de soviéticos exigían autonomía desde el Báltico hasta Georgia; los primeros martillos empezaban a golpear el muro de Berlín y la URSS se convulsionaba con la glasnost y la perestroika .

Enfrentado en los 80 a una crisis económica creciente por el embargo de Estados Unidos y el distanciamiento del Kremlin, Fidel Castro había decidido crear una estructura secreta que consiguiera divisas. Así nació en 1979 la Corporación de Exportaciones e Importaciones (Cimex), luego reemplazada por el Departamento de Moneda Convertible (MC), dependiente del Ministerio del Interior, que dirigía el general Abrantes.

( Tony de La Guardia a la extrema derecha junto a otros altos oficiales de Tropas Especiales )

El control de MC fue encomendado a uno de los mejores cuadros de la nomenclatura cubana, el coronel Antonio Tony de la Guardia, regalón de Fidel desde los años 60 y considerado un verdadero James Bond de la revolución. En la hoja de vida de Tony brillaban las proezas: en 1971 había sido enviado a cargo de tropas especiales para asesorar al Presidente Salvador Allende; en 1973 viajó a Madrid para secuestrar a Fulgencio Batista, que murió la misma noche en que De la Guardia aterrizaba en España; en 1975 llegó a Suiza con 60 millones de dólares que los Montoneros argentinos consiguieron con el secuestro de los industriales Jorge y Juan Born; poco después comercializó piedras preciosas robadas por el Frente Democrático Popular de Palestina; en 1976 asesoró al nuevo Gobierno de Jamaica, y en 1978 aterrizó en Nicaragua para llevar armas al Frente Sur de los sandinistas que dirigía Edén Pastora, donde combatían decenas de comunistas chilenos.

En 1986, De la Guardia instaló las bases de MC en Panamá, bajo la dirección del mayor Amado Padrón. Allí contrató lancheros para llevar las mercaderías prohibidas a Cuba muchos de ellos transportistas de drogas y empleó a lavadores de dinero para encubrir a sus socios en Estados Unidos.

Por entonces, La Habana permitía el tránsito de aviones con droga y la siembra en el mar de paquetes con polvo blanco que eran recogidos por lanchas de alta velocidad para llevarlos a Florida. A cambio se les pedía que de vuelta llevaran armas para las guerrillas que el Departamento América del Partido Comunista Cubano (PCC), dirigido por Miguel Barbarroja Piñeyro, alentaba en América Latina.

De la Guardia cumplió la tarea durante más de diez años y en ella comprometió a empresarios de diversas nacionalidades, incluidos varios chilenos.

Bromas al número uno

Ahora, en 1989, a los 50 años, vivía en Siboney, uno de los barrios más cuidados de La Habana, vestía jeans de marcas estadounidenses, usaba un Rolex, pintaba motivos na f, llevaba a cuestas tres matrimonios y disfrutaba cada día de una reserva en primera fila en el cabaret Tropicana. Tenía también acceso expedito a Fidel y era uno de los pocos que se atrevía a inferirle bromas pesadas al número uno , como él le decía al líder indiscutido de la revolución.

A mediados de junio de 1986 llegó a las oficinas de MC en Ciudad de Panamá un cubano exiliado llamado Reinaldo Ruiz. Tenía una agencia de viajes que vendía visas a sus compatriotas de la isla a dos mil 500 dólares cada una, negocio que proveía de divisas a La Habana y a los bolsillos de Manuel Noriega, el hombre fuerte del país del istmo. Ruiz era primo del encargado de Interconsult, la empresa chapa de MC, Miguel Ruiz Poo. El agente de MC le pidió varios computadores IBM y dos decodificadores, que servían para bajar del aire las señales de TV cable.

A los pocos días, los primos estaban planificando nuevos negocios. Reinaldo estaba casado con una colombiana que conocía a Gustavo Gaviria, primo de Pablo Escobar, el jefe del cartel de Medellín, y su principal asesor financiero.

El trato pareció obvio: Ruiz podía transportar cocaína a Estados Unidos a través de Cuba. Sólo necesitaba de algunas facilidades y las ganancias serían suculentas para todos. En los días siguientes se encontró en La Habana explicando su plan a Tony de la Guardia, quien lo aprobó y le garantizó que todo estaría bajo control.

Fue en Panamá, hacia fines de 1986, donde el ayudante de campo del general Arnaldo Ochoa, el capitán Jorge Martínez Valdés, estableció el contacto que le daría una nueva dimensión al negocio. Era el colombiano Fabel Pareja, empleado de Pablo Escobar, quien le puso al día sobre las actividades de Tony y le propuso una entrevista con el jefe del cartel de Medellín.

La idea tardaría meses en concretarse, pues Martínez requeriría autorización del general Ochoa, en ese momento al frente de las tropas cubanas y soviéticas en Angola. Conseguido el permiso, el capitán obtuvo del MC un pasaporte falso a nombre de un ciudadano colombiano para viajar a Medellín en mayo de 1988 y entrevistarse por fin con Escobar. Acordaron el despacho de cocaína a Estados Unidos a través de Cuba a cambio del pago a los cubanos de 1.200 dólares por kilo de droga.

Se registraron varios envíos, unos frustrados y otros consumados, hasta diciembre de 1988, cuando el general Ochoa regresó a La Habana desde África para un nuevo mando: la comandancia del poderoso Ejército de Occidente, que incluía La Habana.

Arnaldo Ochoa era considerado el tercer hombre de Cuba, tras Fidel y Raúl Castro. Era uno de los grandes héroes militares de la revolución, un prestigiado combatiente que se había destacado en las guerras de Nicaragua, Etiopía y Angola, hijo de un matrimonio campesino, forjado a pulso desde los tiempos de los combates en la Sierra Maestra, muy querido por la oficialidad y por el pueblo.

El tercer componente del triángulo era el ministro del Interior y jefe de los servicios de inteligencia, José Pepe Abrantes, considerado como la persona más allegada a Fidel. Solían desayunar juntos y Abrantes llevaba siempre consigo los medicamentos que tomaba el comandante.

La pugna de los colosos

Raúl Castro desconfiaba de Abrantes y de las fuerzas que dependían del Ministerio del Interior (Minint). El hermano de Fidel, a cargo del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (Minfar), consideraba que el primero era demasiado grande, exageradamente poderoso, corrupto y cada vez más infiltrado por la inteligencia norteamericana.

El Minfar de Raúl Castro, con 300 mil integrantes, totalizaba 1,7 millones de hombres y mujeres si se le agregaban las milicias civiles. Estaba a cargo del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea. El Minint, en tanto, agrupaba a 83 mil miembros, y controlaba la Policía Nacional, el Departamento de Seguridad del Estado, las Tropas Especiales, el Servicio de Guardafronteras y los Bomberos. Las Fuerzas Armadas eran responsables de la defensa; el Ministerio del Interior, de la aplicación de la ley y del contraespionaje.

Raúl Castro consideraba que el Minint se había transformado en un ejército paralelo, con cientos de agentes en el exterior, actividades que les proporcionaban dólares a manos llenas y un nivel de vida en Cuba que nadie más tenía. Y el MC era el organismo con mayor autonomía en el ministerio, que le proporcionaba a Pepe Abrantes recursos enormes para gratificar a sus amigos y colaboradores. A comienzos de 1989 había gastado más de cuatro millones de dólares en la importación de 1.300 automóviles Lada que distribuyó entre sus hombres de confianza. Eso, al jefe del Minfar le resultaba cada vez más intolerable.

Uno de los pilotos que trasladaban cocaína desde Colombia a La Habana era informante de la agencia antidrogas estadounidense, DEA, y en 1988 un vasto grupo de agentes norteamericanos de diversos organismos seguía de cerca las operaciones de los traficantes asociados con el MC cubano. Cada movimiento era grabado y filmado en Florida, Ciudad de Panamá y Colombia. Muy pronto, Washington tuvo pruebas para incriminar a Fidel Castro en una conjura internacional con los narcotraficantes colombianos y mexicanos.

En las primeras semanas de 1989, la red de Tony de la Guardia detectó la infiltración y de inmediato empezó a cerrar las puertas y ventanas de todas las operaciones. Pero ya era demasiado tarde. La Casa Blanca estaba sobre Manuel Noriega y Ronald Reagan desplegaba una guerra total en contra del narcotráfico.

El maletín de Gorbachov

Fidel y Raúl Castro empezaron a recibir advertencias desde los más diversos orígenes. La última, la más perentoria, la llevó personalmente Mijail Gorbachov el 8 de abril de 1989 en una visita a Cuba, tras reunirse en Washington con el Presidente Reagan. No se podía hacer nada. Había que destapar el escándalo para salvar lo fundamental: la sobrevivencia del régimen. Y así se hizo.

El lunes 29 de mayo de 1989, Raúl Castro convocó a sus asesores más próximos, los generales Abelardo Colomé y Ulises Rosales, para discutir el nombramiento de Ochoa como jefe del Ejército de Occidente. Sabía de las capacidades individuales del general, de su audacia y de su indiscutido liderazgo en las FAR. Y por eso también le temía. Desde 1970 le seguía los pasos, sospechaba de su independencia, y últimanente no le gustaban nada las simpatías de Ochoa por la glasnost y la perestroika de la Unión Soviética.

Colomé y Rosales compartían la misma percepción, y los tres acordaron que no se le podía entregar un mando tan importante. Esa misma tarde, Raúl Castro le comunicó a Ochoa que su carrera sería interrumpida, lo que el afectado pareció comprender. Pasara lo que pasara, le dijo el menor de los Castro, hoy, mañana y siempre serían hermanos.

Duró poco la hermandad. Apenas dos días después, Ochoa pidió ver a solas a Raúl Castro. El 2 de junio, el héroe de tantas guerras, desde el desembarco en bahía Cochinos hasta la feroz embestida sudafricana en Cuito Canavale, en Angola, entró en el despacho del hermano de Fidel como tal vez nunca nadie le había hablado antes. Ochoa estaba harto de los métodos de los hermanos Castro. Había visto en África y en otros países lo fácil que le sería a Cuba obtener recursos con un poco más de apertura política y mental, y le confesó a Raúl que él mismo había decidido hacerlo para mantener a sus tropas, para mejorar sus posiciones militares y, a la larga, para defender la revolución.

Cuando salió del despacho del hombre más duro del régimen, Ochoa ya sabía que sus días estaban contados. Quizá pensó que sus oficiales en Angola, los mismos que desfilaban por su casa para compartir un vaso de whisky y hablar de política, los mismos a los que había repartido ascensos y regalos con el dinero procedente de la venta de diamantes y de marfil, le apoyarían. No pasó nada. Fue detenido el 12 de junio.

Fuentes amigas , según las autoridades cubanas, estaban esos mismos días poniendo en las manos de Fidel antecedentes sobre la implicación de altos funcionarios del régimen en el tráfico de drogas. Las fuentes tenían domicilio en Panamá, donde Noriega resistía en el poder sólo con el apoyo de La Habana y de los sandinistas.

Los últimos datos habrían llegado en el maletín del Presidente de Panamá, Manuel Solís Palma, que visitó por sorpresa Cuba el 11 de junio. La contrainteligencia cubana había interceptado, además, una comunicación entre Colombia y Estados Unidos que ponía en evidencia a militares de la isla. Ese mismo día, Fidel y Raúl mantuvieron una reunión cara a cara de 14 horas que terminó con un Fidel colérico, exigiendo medidas ejemplares, ordenando a su hermano que cortara las cabezas de las serpientes que envenenaban la revolución.

Las horas finales

Todos los implicados fueron detenidos un día después de la cumbre entre los dos hermanos, y las piezas del rompecabezas empezaron a calzar. El 14 de junio, Raúl Castro se refirió por primera vez públicamente al escándalo, todavía sin detalles suficientes. Tras diez días de interrogatorios, el diario del PCC, Granma , publicó el 22 de junio un largo editorial escrito de puño y letra por Fidel Castro, en el que se hacía un relato pormenorizado de los hechos que llevaron a altísimos funcionarios del régimen cubano a convertirse en cómplices del más importante productor de cocaína del mundo, Pablo Escobar Gaviria.

Con ese editorial comenzó el exorcismo. Todos los medios de comunicación se pusieron al servicio del caso. Por primera vez se permitió y se estimuló que la gente gritase contra aquellos a quienes había visto pasar durante años en automóviles blindados protegidos por escoltas. Todos, Gobierno y pueblo, tenían que hacer fuerza para curar al país del cáncer que lo asaltaba.

El primer episodio del sicodrama comenzó el 25 de junio. Cuarenta y siete generales de las FAR formaron, bajo la presidencia del general Ulises Rosales, un tribunal de honor para juzgar a Ochoa. Ante ellos, Raúl Castro le dijo al general expulsado con deshonor: Por donde usted pasa deja el rastro de la corrupción .

El jefe del Ejército le dio un último consejo a su subordinado, sentado ahora en el banquillo de los acusados: Tiene todavía la posibilidad de legar a sus hijos un análisis autocrítico y una reflexión que les ayude a comprender la inequívoca justeza de las decisiones de este tribunal militar que habrá de juzgarlo .

Justo una semana antes, en el Día del Padre, Ochoa había recibido en su celda a sus tres hijos, Yanina, Diana y Alejandrito, a quienes prometió que colaboraría y se arrepentiría públicamente de sus delitos. Así lo hizo después, al declararse culpable y manifestar que su último pensamiento ante el pelotón de de ejecución sería para Fidel Castro.

En los interrogatorios salió a relucir una de las páginas más negras de la historia de la corrupción institucional cubana. El cartel de La Habana estaba cuidadosamente organizado y protegido por altos departamentos oficiales, fundamentalmente el MC, un organismo creado para contrarrestar el bloqueo estadounidense y convertido en una cueva de ladrones. Departamento de marihuana y cocaína , le llamaban en las calles, tergiversando su sigla.

No había nada más que hacer. La tragicomedia bajó el telón y en la madrugada del 13 de julio de 1989 los cuatro principales implicados cayeron bajo las balas de la revolución. LND

Próximo capítulo: La guerra de los carteles