Por Víctor Manuel Domínguez
Periodista independiente.
Reside en Centro Habana.
vicmadomingues@gmail.com
No importa si sólo “dejaron” al Estado un tractor, dos autos, una finca, una mansión en Miramar, o un cuartucho sobre un lago de aguas albañales en Mantilla o Centro Habana: igual tienen derecho a venir.
Y ni hablar de quienes más allá de los gritos y pancartas a favor de la revolución, tienen la iniciativa de poner una foto del Che en la escoba con la que barren un puticlub en Madrid, un salón de música salsa en Teherán, o una gasolinera en Arkansas.
Esos pueden mirar de lejos y acompañados sus antiguos hogares, y hasta darle de comer al fantasma del perro que todavía ladra de nostalgia en el traspatio de la casa, hoy convertida en oficina de un Comité Militar.
Además, no importa si para abandonar el país obvió el permiso de salida y decidieron optar por otras modalidades como la fuga en balsas, en el tren de aterrizaje de un avión, o cual émulos de Houdini, en un guacal con capacidad para veinte limones.
Tampoco si para obtener el permiso se casaron con una momia egipcia, gritaron hasta enronquecer ¡Cuba que linda es Cuba, quién la defiende la quiere más!, y luego abandonaron una delegación diplomática en Bruselas, un equipo de boxeo en Berlín, o un cuerpo de baile en Estambul.
Y mucho menos a quienes después de convertirse en seguidores del TNT o practicantes del bla-bla-bla para tumbar la revolución, hoy le tienden la mano a quienes los encarcelaron o persiguieron hasta que cruzaron el mar.
Esas proezas se respetan. El espíritu de aventuras también. El acto de rectificación de errores, mucho más. Lo importante es arrastrarse y aplaudir.
Las autoridades cubanas saben perdonar. Y todos los que un día recibieron un trompón oficial en la mejilla izquierda y luego pusieron la derecha, los ojos y la voz, y hasta el fondillo, aún son considerados hijos putativos de la nación cubana.
Por eso me conmueve la integridad moral de los cerca de 450 delegados que provenientes de 42 países, participaron en el encuentro sobre emigración y penuria celebrado en la capital de un poco de cubanos.
Ante una dignidad tan verde como las palmas cuyos frutos se han de comer los cerdos, se me aferró el picadillo de soya al cielo de la boca, y el potaje de chícharos bajó en acto solemne por las paredes patrias de mi esófago en busca de una salida decorosa.
Un poco más y me moqueo. Del llanto estuve a un tris cuando vi a una pobre inmigrante cubana, casada con un árabe y residente en un campamento palestino en el Líbano, contar sus penalidades.
Fue mucho para mí “encroquetado” corazón ver aquella infeliz salida de una revista Vogue, y con un atuendo más caro que el usado por Catherine Zeta Jones en las premiaciones de un Oscar.
Pero lo más conmocionante es vivir para ver como Francisco González Aruca (pancharuca), vuelve y revuelve una y otra vez a Cuba después de ser condenado a 30 años por conspirar contra la revolución.
Su poder de agitar la lengua y una bandera cubana en pro de quienes lo siquitrillaron, demuestra que hay rumba para rato. Pobre de todos aquellos que no saben afinar el violín con los acordes de la revolución.
No importa si hoy danzan una tarantela italiana, una mazurca polaca, un Kolo serbio, o un pasodoble español.
Los emigrados cubanos que deseen volver a su país tienen que entrar de espaldas y enjabonados. Pero no sin antes bailar al ritmo pegajoso de la banda revolucionaria Los vejestorios del Son.
Eso se los aseguro yo, Nefasto “El insiliado”
vicmadomingues55@gmail.com
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