Cuba a fuego lento
**********
La isla, cada vez más isla, ha cocinado bajo el sol un fabuloso guiso cultural
Aún sorprende al mundo por su creatividad
Hemos elegido un puñado entre 100 grandes
**********
El cuarteto vocal Sexto Sentido / Héctor Garrido
Por Mauricio Vicent
3 JUN 2012
Hagamos caso a los sabios, y entre los que más al etnólogo Fernando Ortiz y al poeta Gastón Baquero: la cubanidad o cubanía no se define por la tierra cubana donde se nació, ni por la ciudadanía política que se goza (o se sufre), menos aún por el concepto de raza, ya que no existe una raza cubana. La cubanía, dice Ortiz, “es principalmente la peculiar calidad de una cultura, la de Cuba”, y esta viene determinada por numerosos factores, entre los principales la mezcla. Cuba es liga, reunión, confluencia de raíces… Y también desarraigo, provisionalidad, refundación constante.
Los primeros en llegar, los indios precolombinos, viajaron en canoa desde tierras continentales del Amazonas y Yucatán y de otras islas del Caribe. Mucho después, los españoles y otros europeos (ingleses, franceses huidos de la revolución haitiana, corsarios holandeses) vinieron cargados de ambiciones y trajeron consigo al Nuevo Mundo negros esclavos de Angola, el Congo, Guinea y hasta de los puertos de Zanzíbar y Mozambique. Había yorubas, mandingas, bantúes, carabalís, tan distintos entre ellos como un austriaco de un andaluz, y cada uno con sus propias costumbres y religiones animistas. A mediados del siglo XIX, algunas cantidades de culíes chinos procedentes de Cantón, Macao y Taiwán arribaron con su mundo propio y su pasión por los juegos de azar.
Las cuatro grandes razas se concentraron en esta pequeña isla del Caribe ablandada por el sol del trópico y batida por los huracanes, y esta poderosa mixtura se realizó en poco más de cuatro siglos, “nada” para la historia, recuerda Baquero.
En un ensayo clásico (Los factores humanos de la cubanidad), Ortiz comparó la cultura cubana y su formación con el ajiaco, el guiso criollo más genuino, “hecho de varias especies de legumbres” y “de trozos de carnes diversas, todo lo cual se cocina con agua en hervor hasta producirse un caldo muy grueso y suculento y se sazona con el cubanísimo ají que le da el nombre”. A lo largo de medio milenio, Cuba fue una cazuela abierta y en su interior se trabó una salsa muy sedimentada y con abundante aderezo.
Siboneyes, guanajabibes y sobre todo taínos dejaron alimentos y ciertas voces –incluida la palabra Cuba–, además del tabaco y su humo hechicero para comunicarse con los dioses. España llegó y de golpe impuso 3.000 años de civilización, y con la vela, el hierro, la pólvora, la imprenta, las plantaciones, el capital y la moneda aparecieron la primera guitarra y la universidad, además del látigo. En los barcos negreros viajó todo el dolor imaginable del destierro, pero también leyendas y orishas que al ser prohibidos se sincretizaron con los santos católicos. Chango, divinidad dueña del trueno, se transmutó en Santa Bárbara, y la madre de las aguas, Yemaya, se escondió en la Virgen de Regla.
El tambor y la guitarra se acoplaron fácilmente y enseguida el mestizaje se impuso en todos los órdenes de la vida, siendo la música, el baile y el choteo espacios francos para negros, jabaos, mulatos y blanconazos. Asia aportó la charada china, una lotería que sigue jugándose hoy de modo clandestino en toda la isla y en la que cada número equivale a una imagen y esta suele asociarse a un sueño. Uno es caballo. Tres, marinero. Ocho, muerto, y 23, vapor (o escalera), y así hasta llegar al número 100, que es inodoro, pero también Dios y automóvil.
Dice Baquero que “los encadenamientos de la charada son totalmente poéticos”. Si a una vieja habanera le cuentan un sueño en el que aparece “una que no es monja, pero vive siempre metida dentro de su casa”, a lo mejor le tira al siete, caracol, con el siguiente argumento: “¿Ha visto usted nadie que esté más encerrado que un caracol, y sin estar en un convento?”. Este tipo de conclusiones, sostiene Baquero, “nos conducen mecánicamente a un poema de Eliot”.
Esa “capacidad magificadora” del cubano, junto a la mezcla, es otra característica principal de la cultura de Cuba. Wifredo Lam era hijo de chino y de negra, y con sus pinceles arrastró al surrealismo toda aquella herencia y un mundo de sueños y máscaras poblado de seres sobrenaturales, a la vez humanos, animales y vegetales. El óleo más famoso de Carlos Enríquez no es otro que El rapto de las mulatas, y de Cuba es José Martí, uno de los más grandes pensadores de América, muerto en combate contra las tropas españolas en 1895. Sin España y el hervor del mestizaje no puede entenderse a José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Cabrera Infante o Nicolás Guillén, songoro cosongo de mamey, songoro la negra baila bien. Súmense contradanzas y danzones, Ignacio Cervantes y Lecuona, el mambo, el chachachá, el jazz afrocubano de Frank Emilio y el son del trío Matamoros y de Compay Segundo.
Decía Dulce María Loynaz, premio Cervantes 1992, que en su país la política pasa y la cultura permanece (bueno, sus palabras textuales eran un poco más crudas: “Yo he vivido esta revolución como un paréntesis”, declaró a este diario tras recibir el galardón, con 90 años).
¿Pero cómo hacer una radiografía de la cultura cubana a día de hoy, junio de 2012?
Un intento es el del fotógrafo español Héctor Garrido Guil con Cuba iluminada, una galería de 100 retratos (¡100, como en la charada!) realizados a lo largo de un año. El álbum contiene escritores, actores, pintores, gente de teatro y de cine, músicos, fotógrafos, historiadores y arquitectos, poetas y deportistas, todos residentes en la isla o que viven a caballo entre Cuba y otros países.
Ocho en la charada es muerto, pero también león, calabaza y tigre. Natalia Bolívar (La Habana, 1934) es todas esas cosas. Descendiente del libertador americano Simón Bolívar, discípula de Lydia Cabrera y de Fernando Ortiz, es la antropóloga que más ha estudiado las religiones afrocubanas y lleva escritos una veintena de libros sobre el tema, el más famoso Los orishas en Cuba. Natalia fue subdirectora del Museo Nacional de Bellas Artes, pero por oponerse a la venta de algunos de sus fondos en Sotheby’s fue destituida en los años sesenta y sancionada con el castigo ejemplar “de limpiar tumbas en el cementerio”, o al menos así lo recuerda ella. Lo cierto es que en 1967, cuando Cuba organizó el Salón de Mayo y viajaron de París importantes pintores e intelectuales de las vanguardias europeas, Wifredo Lam y otros artistas fueron a visitarla al camposanto, 64 en la charada, y “el escándalo fue mayúsculo”. La última vez que lo contó fue el pasado 16 de septiembre, día de su cumpleaños, fecha en la que por su apartamento de Miramar acostumbran a pasar sus amigos de siempre, el pintor Choco, la investigadora Zoila Lapique, los actores Luis Alberto García y Jorge Perugorría, la actriz Mirtha Ibarra, los músicos Kelvis Ochoa y Descemer Bueno, que se fueron de Cuba en los noventa y después regresaron, los cineastas Juan Carlos Tabío y Arturo Soto, o el escritor Leonardo Padura, todos parte de ese ajiaco nacional e incluidos en Cuba iluminada.
Retratar la cultura cubana actual necesariamente implica incluir fotos sepias, como la de la poetisa Carilda Oliver (Matanzas, 1924), autora de aquellos versos transparentes que dicen: Te levanto la noche de la vida / Deshilvano una luz para tus sienes / Te visito en el agua y no me tienes / Cuando llego ya soy la despedida; o la del dramaturgo Abelardo Estorino (Unión de Reyes, 1925), o la figura de Alicia Alonso, que a sus 91 años sigue al frente del Ballet Nacional de Cuba (BNC), de donde han salido estrellas como Carlos Acosta, José Manuel Carreño o Viengsay Valdés, hoy primera bailarina de la compañía, que en la época dura del Periodo Especial, cuando no había transporte público y los apagones eran de media jornada, hacía diariamente 20 kilómetros en bicicleta desde su casa para ensayar ocho horas en la sede del ballet y convertirse en Giselle.
Hay más: los boleros intensísimos de Omara Portuondo, novia del filin y diva del Buena Vista Social Club; los colores y arlequines del pintor Alfredo Sosabravo, o la búsqueda matérica y espiritual de Ernesto Rancaño; el jazz inteligente y joven de Harold López-Nussa; la solvencia y versatilidad de la actriz Laura de la Uz; el chéquere golpeado por Don Pancho Terry, las naturalezas amarillas y verdi-azules de Flora Fong.
Según Ortiz, la olla de Cuba siempre “es un renovado entrar de raíces, frutos y carnes exógenas, un incesante borbor de heterogéneas sustancias. De ahí que su composición cambie y la cubanidad tenga sabor y consistencia distintos según sea catada en lo profundo o en la panza de la olla o en su boca, donde las viandas aún están crudas y burbujea el caldo claro”.
En lo profundo, si hablamos de música, está el piano de Chucho Valdés y el de su padre, Bebo, creador del ritmo batanga y arreglista en la orquesta de Tropicana con Armando Romeu. También Zenaida Romeu, nieta de Armando y creadora de la primera orquesta de cámara femenina de cuerdas, y el cuarteto vocal Sexto Sentido, y Juan Formell y Los Van Van, reyes de la música popular bailable, que en Cuba es esencia como también lo es el béisbol, pasión nacional y muestra de la importante influencia norteamericana.
La lotería china da para mucho: el 93 es revolución y también sortija de valor. Por la cultura cubana del último medio siglo no se puede pasar sin mencionar las escuelas de arte creadas después de 1959; de sus aulas salieron buena parte de los artistas que hoy, dentro y fuera de la isla, forman ese sustrato alimenticio y espiritual que da sentido a Cuba y al que se refiere Ortiz. Las sirenas de Fabelo, las mujeres-pájaro de Zaida del Río, los esquifes reciclados y muelles de Alexis Leyva (Kcho), el cine de Fernando Pérez que deslumbra por su sensibilidad y poesía en Suite Habana… Hay muchos nombres que no están en Cuba iluminada y no viven en la isla, aunque son parte indivisible de la cultura cubana: Tomás Sánchez, Bedia, Abilio Estévez, Bebo Valdés y cientos más…
Pensemos que también están y que ahora desde el gran sofá del malecón observan la última instalación de Los Carpinteros durante la oncena Bienal de La Habana, La conga irreversible, una comparsa de músicos y bailadores de carnaval vestidos de negro que arrollan furiosamente, pero caminando hacia atrás. En el solar del Reverbero, cogollo de La Habana Vieja, la negra Tomasa no dudaría un segundo en apostar todos sus ahorros al 55, cangrejo.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home