Tomado de http://www.cubanet.org
Tronados por la revolución
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Algunos de los olvidados: Manolo Corrales, Ramón Calcines, José Llanusa, Carlos Aldana, Felipe Pérez Roque, Carlos Lage. La lista es larga, muy larga. Disimulaban su amargura. Quizá esperaban una llamada de perdón del Comité Central del Partido que nunca llegó
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Por Tania Díaz Castro
febrero 24, 2015
LA HABANA, Cuba. . — También Fidel Castro, como según dicen, hacen los extraterrestres, ha abducido a más de un millar de hombres y mujeres, cuando ha sido necesario.
Ni en pintura se les vio más.
Nombres hay de sobra. Por sólo citar a algunos, mencionemos a algunos de los desaparecidos o esfumados: Ramón Calcines, José Llanusa, Carlos Aldana, Felipe Pérez Roque, Carlos Lage, los periodistas Pedro Rojas y Jesús Abascal, los escritores Alberto Rocasolano y José Yanes, etc., etc., etc.
Es cierto que algunos murieron, pero desde mucho antes de morir, nada se sabía de ellos.
Entre tantos, hay un abducido que pudiera considerársele como el más importante de todos. Se llamó Manuel Corrales González. Murió a los noventa y ocho años de edad el 17 de febrero del pasado año.
En la prensa nada se dijo. Sólo la señora Angelina Rojas Blaquier, amiga suya e investigadora del Instituto de Historia de Cuba, escribió al día siguiente una crónica titulada Réquiem patriótico por un amigo, que se publicó en CUBARTE. En ella expuso con lujo de detalles la importancia que representa para Cuba la figura de Corrales.
Su historia, desconocida por las generaciones presentes, bien guardada ha de estar en los archivos de la policía secreta.
Yo, que lo conocí bien, puedo asegurarles que fue un personaje fundamental no sólo en las luchas
políticas durante la República, sino sobre todo, en las primeras cuatro décadas de la monarquía castrista.
(Tania Díaz Castro, Manolo Corrales, Osmany Cienfuegos y el soviético Poporov)
Uno de sus importantes pasos en el quehacer político de los años cincuenta lo conoce la bailarina absoluta Alicia Alonso. Manolo, como lo llamaban, fue quien la indujo a ella y a su esposo Fernando, para que se convirtieran en simpatizantes del viejo Partido Socialista Popular.
El PSP, dirigido por aquellos años cincuenta del siglo pasado por Juan Marinello y Blas Roca, aprovechó que Batista se desentendía financieramente de la compañía de ballet de Alicia y organizaron un espectáculo danzario en el Estadio Deportivo de la Universidad de La Habana, como desagravio.
El cerebro y organizador de aquel evento fue Manolo Corrales. A partir de aquellos días cumplía la orden de no perder pie ni pisada al matrimonio Alonso.
Fueron muchas las anécdotas que se le conocieron después a Corrales como miembro de aquella peculiar y tan controvertida organización clandestina. La que más lo enorgullecía fue la entrega que hizo de una valiosa sortija de brillantes, regalo de su padre, a las arcas vacías del Partido.
O aquella otra en que recibió una paliza en la Escuela de Medicina de la Universidad habanera, donde estudiaba, al salir en defensa de Fidel, cuando un grupo de estudiantes acusaba al líder ortodoxo de gánster.
En 1959 lo nombraron jefe de la Comisión Nacional Cubana de la UNESCO. Fui una de sus empleadas. Corrales era un ferviente defensor de la Revolución fidelista, de la buena comida y hablaba siempre de que viviría en el extranjero como diplomático.
Una tarde de 1960 me llegó a confesar, en una recepción de la Embajada soviética, que lo habían nombrado como uno de los principales asesores de la Seguridad del Estado.
Vi su rostro lleno de orgullo y satisfacción.
Por los años ochenta trabajó como diplomático en Italia. Entonces era un hombre casado con una magnífica mujer, que conocí después, cuando Corrales terminó viviendo en un elegante apartamento de Miramar, sin trabajo y con un salario que no le alcanzaba para el mes.
Fidel lo había desaparecido del mapa.
Así vivió más de veinte años, siempre esperando una llamada telefónica del Comité Central del Partido Comunista para reiniciar sus actividades laborales.
Fidel nunca lo llamó.
Murió posiblemente sin saber que para él, no había más oportunidades.
En nuestras conversaciones, nunca me demostró sentirse decepcionado con el castrismo, pero era evidente que lo estaba. Disimulaba su amargura a duras penas. Jamás mencionó los problemas que había tenido y por qué permanecía en casa, en retiro permanente, como castigado, teniendo todavía tantos deseos de trabajar.
Si murió arrepentimiento de haber sido, alguna vez, carne de cañón del comunismo caribeño, por lo que tanto luchó, se llevó a la tumba su secreto.
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