Por, Esteban Fernández
19 de mayo de 2015
Decía José de la Luz y Caballero que “Sólo la verdad nos pondrá la toga viril” y rápidamente yo me di cuenta que no solamente nos podía poner la toga viril sino cien regaños, enemistades y una tonga de problemas.
Uno de los primeros consejos que recibimos de nuestros padres era: ¡Usted siempre sea sincero y actúe con franqueza! Pronto nos damos cuenta de que cualquier verdad que digamos que los perjudique de alguna forma a ellos recibimos tremenda descarga y quizás hasta un par de nalgadas.
El mismo hombre, el mismo gran padre que me dijo, me repitió mil veces y me inculcó: “¡Esteban de Jesús, yo quiero que siempre seas verídico” escucha que tocan a la puerta y me dice: “Si es Joseíto el Colorado otra vez dile que no estoy, o mejor, dile que me estoy bañando” Es más, una vez por decir: “Oye, Joseíto, dice el viejo que no está” me metí en tremendo lío con mi padre.
Después, para suavizar la cosa y justificarse, nos explican, nos permiten y nos sugieren que podemos decir algunas mentiras piadosas. Y al Mandamiento: NO MENTIR los seres humanos le agregamos un apéndice que dice: Pero, si es una gorda que pesa 350 libras no le digas: “Chica, pareces una ballena” sino “Muchacha, que bien te ves”.
Al pasar de los años aprendemos que la solución en la vida no es ser sincero ni ser hipócrita, que existe una magnifica tercera solución: quedarse callados y no decir nada. Existe, desde luego, una cuarta y terrible alternativa -que muchos utilizan- y que es NO DECIR la verdad de frente ni ser sincero con nadie, sino a sus espaldas.
Ser cínicos nos convierte en embusteros, y ser francos nos lleva a ser unos pedantes y a pelearnos con medio mundo. Desde el mismo instante en que se nos acerca un anciano con su “burrito” y usted le dice: “¡Pepe, pero que bien estás, chico, estás entero!” ya todo el mundo a su alrededor (incluyendo al mismo viejo Pepe) se da cuenta de que usted es un farsante. Y si usted abruptamente le dice a Pepe: “¡Ñooo, Pepe, pero que destruido estás, viejo, te quedan tres afeitadas!” entonces usted le cae mal a todo el mundo por ser demasiado veraz. Es decir, palos porque bogas y palos porque no bogas.
Lo mejor es quedarse callado, saludar a Pepe, y cuando Pepe se va decirle a sus amigos: “¿Vieron a Pepe? está que parece un chicle masticado” Otra cosa difícil es la confesión. Porque eso de tener que decir la verdad y aceptar responsabilidades es algo muy confuso para los seres humanos y casi nunca nos conduce a nada bueno.
Confesarse ante el sacerdote está bien, porque solamente nos manda a recitar 10 Ave Marías, pero en la vida confesarles un pecado a los seres queridos es un poquito más complicado. Y ¡ni 40 años más tarde se debe aceptar una infidelidad al cónyuge! No hay cosa más absurda que después de cuatro decadas de tener un matrimonio modelo tener que decirle a los amigos: “Me tengo que divorciar porque le acepté a mi mujer que en el año 1981, durante 15 minutos, le fui infiel”
Y aprendemos a mentir desde que tenemos cuatro años y el padre con un cinto en la mano pregunta: “¿Quién rompió este florero, fuiste tú?” Ahí, instantáneamente, aprendemos que existe otra justificación para mentir: el instinto de conservación. Y sin pensarlo dos veces respondemos: “No, fue mi hermano Carlos Enrique”
Después vamos aprendiendo que usted no puede coger el teléfono, llamar al dueño de la compañía y decirle: “Hoy no voy a trabajar porque no me sale de la gandinga”. Lo que hay que hacer es toser, poner voz ronca, fingir, estornudar 20 veces y decirle: “Mr. Johnson, tengo catarro y no quiero enfermar a los demás empleados”
Y que por muy malo y perverso que sea un individuo, si se muere y usted se encuentra con su hijo y debe darle el pésame no podemos ser sinceros y decirle: ¡Chico, tú no sabes la alegría que me causó la muerte del H.P. de tú padre! A los únicos que yo les diría eso son a Fidelito y a Alina Fernández.
Las mujeres son las que más nos ponen en la disyuntiva de ser sinceros o hipócritas. Y cuando menos lo esperamos nos preguntan: “¿Cómo luzco hoy, verdad que he bajado de peso?” Y lo peor, lo más terrible, son los jueces cuando preguntan arrogantes: “¿Culpable o inocente?” Y la respuesta tiene que ser “Sí” o “No”. No permiten alternativas, no nos dejan ser hipócritas ni dar coba.
Y entonces en un juicio extrañamos aquella época infantil donde predominaban las mentiritas inocentes, y uno tiene ganas de echarle la culpa -como hacíamos en mi barrio- al más majadero de los niños y decíamos: “¡Fue Tony Marín, vayan y suénenle dos cintazos a él!”
Pero eso no se puede hacer en un juicio, y mucho menos en Miami donde Tony -ese niñito malcriado que utilizábamos de “totí”- es increíblemente uno de los jueces allá y puede ser que nos toque.
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