El cardenal se maquilla como Yiya Mariquilla
Por Nicolás Águila
Septiembre 24 de 2015
El arzobispo de La Habana se maquilla con exceso pecaminoso. Si, señor. Recurre a la cosmética y el makeup como un viejo galán de cine. O como una vieja coqueta que pretende disimular las arrugas y los estragos de la edad. Luego se da su toquecito de arrebol para no lucir un rostro pálido y mortecino, que sus 79 años no perdonan. Entonces levanta al cielo un aleluya fervoroso y clama frenético: ¡Arriba los corazones y a joder que son tres días!
Al cardenal Ortega y Alamino le preocupa más figurar que observar el precepto de la humildad cristiana. Le mola más la buena mesa y las tentaciones de la vida terrenal que el cielo que les prometen a los justos, a los que llevan una existencia de entrega a la fe, a los verdaderos seguidores de Cristo. En un final, ya no hay que temerle al castigo del fuego eterno. El papa Francisco abolió el infierno de un plumazo como una metáfora anticuada.
No es nada nuevo bajo el sol, por otro lado, lo de la coquetería del cardenal mundano. A él lo vienen maquillando profesionalmente desde antes de convertirse en arzobispo de La Habana hace 36 años. Los que por entonces lo llegaron a ver de cerca se quedaban perplejos al notar su máscara tipo Max Factor Hollywood, naturalmente. Solo que ahora, ya casi octogenario, ha extremado el uso de las cremas y potingues.
No se trata de que el arzobispo se maquille para salir por televisión las pocas veces que se lo permiten, lo cual sería comprensible, sino que lo hace como un descocado vanidoso. Lo hace en plan de vejete presumido que siempre se muestra con las uñas manicuradas y pulidas en tono nacarado, mientras va dejando a su paso una fragancia exquisita de perfumes caros, de Cartier para arriba, según aseguran los que conocen los secretos mejor guardados de la Arquidiócesis. Se entiende, claro está, que un príncipe de la Iglesia se presente en público pulcro y acicalado. No faltaría más. Pero el excesivo cuidado del aspecto personal, rayando en el dandismo eclesiástico, no se ajusta a la ética sacerdotal ni a la prédica cristiana.
Conste que esto no lo digo para concluir que Su Eminencia sea un closet gay o un cundango de sacristía, como tanto se comenta por todas partes y no precisamente sotto voce. Eso no tendría ninguna relevancia, a no ser porque se trata de un sacerdote de la Iglesia católica. Aquí solo quiero resaltar la vanidad sin límites del cardenal y arzobispo de La Habana —vanidad de vanidades y todo vanidad—, que resulta aún más irritante en un país depauperado donde casi nadie tiene nada y muy pocos lo tienen todo. A ver cuándo le acaban de dar la baja por edad a ese mediocre cardenal, colaboracionista para más inri y una vergüenza para Cuba y toda la cristiandad.
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