Una reunión con el general Arnaldo Ochoa
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En esta crónica el autor memoriza el contexto que condujo al encuentro de un grupo de oficiales con el general de división Arnaldo Ochoa
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Por Miguel Cabrera Peña
Santiago de Chile
23/09/2015
Arnaldo Ochoa Sánchez y Fidel Castro durante una maniobra militar
Los Antecedentes
Debía correr aún 1982 cuando a estudiantes universitarios recién graduados nos citaron para un curso de seis meses “en las tropas”, en calidad de tenientes y con salario pagado por las fuerzas armadas. El grado de teniente se obtenía al aprobar la asignatura titulada Cátedra Militar, que concluyó con 45 días de movilización.
Más allá de la supuesta obligatoriedad de la cita, una cifra considerable asistió porque no tenía trabajo, como en mi caso. Mi situación era curiosa: tenía plaza pero no se sabía a derechas cuándo se le asignaría el presupuesto. De cualquier modo, muchos no se presentaron y nada sucedió. Sorprendidos gratamente, al final de los seis meses nos pagaron dos salarios extras para el tiempo que demoráramos en hallar trabajo.
Un grupo de diversas facultades fuimos a parar a la Unidad Militar 1377, a la salida de San José de las Lajas, que dependía de la 2721, división de infantería motorizada que mandaba el general de brigada Emilio Herrera Guada. En su oficina colgaba un retrato en que aparecía medio ahogado por un abrazo de Fidel Castro.
Por el poco entusiasmo de los oficiales universitarios en los asuntos de la Unidad, enseguida los militares de carrera comenzaron a llamarnos, entre ellos, “tenienticos”. Había que ser sordo y ciego para no percatarse del desinterés que aquellos pichones de letrados mostraban por la suerte del establecimiento, que terminamos identificando por su número, 1377, de ecos carcelarios. El ordeno y mando y la clásica soberbia militar era lo más difícil de tragar para jóvenes que habían gozado de clima distinto y hasta de algunas ambivalencias que se permitía el régimen.
En la universidad nunca faltaron grietas en la obediencia y el silencio que allí se impusieron. Hace ya algunos años un amigo recordó mi voto solitario contra la propuesta de echar del centro de altos estudios a un estudiante que parecía o era gay y cuyos resultados académicos distaban de ser buenos. Las duras intervenciones durante la reunión del caso estaban planeadas e hicieron sufrir al joven, que atropelladamente se defendía, con cadencia característica del oriente del país. Los ataques y la situación en que lo pusieron fue lo que me decidió a levantar la mano en contra.
Todos allí sabíamos que había heterosexuales con calificaciones peores y no se les proponía la expulsión. La reunión tuvo lugar en un aula repleta de la Facultad de Artes y Letras, en G y Zapata. Estábamos en medio del proceso que se denominó reforzamiento de la conciencia revolucionaria o cosa similar. Olvidé aquella reunión porque sencillamente no hubo represalia por el voto solitario, salvo un murmullo amenazante entre la más alta instancia de la FEU de la Universidad de La Habana allí presente. Todos estaban al fondo del aula, vigilando.
Desde un clima más relajado y donde algunos castigos se escurrían, llegamos los “tenienticos” a las fuerzas armadas.
Una anécdota
En honor a la verdad, no menudearon discusiones o encontronazos entre oficiales y “tenienticos”, pues como en el mejor socialismo real los primeros ordenaban y los segundos simulaban que obedecían. Sin embargo, un episodio singular sí sucedió. En el ocaso de cierta tarde, un puñado de “tenienticos” nos adelantamos a los jefes de la 1377 y nos sentamos en la guagua que sobre las 8:00 pm salía de la Unidad y dejaba en la Víbora a los que no tenían guardia, etc.
Después de una larga espera llegaron los jefes y todos los asientos estaban ocupados. Y ¿quiénes tenían que levantarse y viajar de pie? Los “tenienticos” desde luego y algún oficial de bajo rango habituado a sufrir tales privilegios. Sin ponernos de acuerdo porque aquello nos sorprendió, todos nos bajamos a buscar el transporte regular en San José. Fue una protesta por supuesto. “Que se vayan pa’la pinga los estrellosos” —comentó alguien—, y ese fue el bautizo que, entre risas, devolvimos a los oficiales. Eran dos subjetividades que nunca iban a congeniar.
Una serie de muertes
Cuando apenas aprendíamos a lidiar con los desatinos de la vida militar (un oficial enojado levantó cuatro veces a su compañía en la madrugada) apareció el primer muerto. Admito que mi memoria, a tantos años, no alcanza para detallar la sucesión de muertes en forma cronológica, pero los hechos son absolutamente reales.
Una tarde supimos que en un pequeño monte cercano había un soldado ahorcado, y fuimos a verlo en un grupo que incluía al Jefe de la División. Era oriental porque se habló de enviar el cadáver en tren a un pueblo de esa región. Por lo que escuché, el caso era muy sencillo y como todo lo sencillo difícil. Tenía una mujer en San José y se había robado unas latas de comida para llevarle. Lo sorprendieron, cayó en una profunda depresión y terminó suicidándose. Creo que tenía alguna responsabilidad en la juventud comunista. Solo de eso logré enterarme.
Otro día, en temporada de grandes aguaceros, dos o tres soldados —la cifra exacta se me escapa— tomaron a escondidas un carro de combate BTR del parqueo (así se le llamaba al lugar donde estaban los tanques y otros blindados, y los sábados era el “día del parqueo”) y lo manejaron sin autorización. Los aguaceros habían creado grandes pozas y en una de ellas cayó el BTR, que debió estar cerrado como forma de ocultar a los ocupantes. Los muchachos no pudieron salir y se ahogaron finalmente en las cercanías de la unidad.
Por supuesto que la disciplina no era lo que distinguía a la 1377. Circulaba entonces una historia que detallaba que dos oficiales de carrera habían discutido y se iban a batir, cada uno con una AKM, y solo la intervención oportuna de otro oficial evitó un show sangriento. Esto era cierto porque uno de los protagonistas, capitán a la sazón, aún estaba en la unidad y contaba la historia a quien quisiera oírlo.
Lo que sigue probablemente influyó también en la visita posterior de Arnaldo Ochoa. Una tarde nos informaron con cierta urgencia que había un ejercicio en el campo de tiro próximo que supervisaría dicho General, para entonces jefe de preparación combativa de las FAR, con sus colaboradores.
A los “tenienticos” nos había extrañado que desde horas antes los oficiales estuvieran buscando afanosamente a buenos tiradores. Pronto nos dimos cuenta que era la única alternativa para que la unidad obtuviera una evaluación satisfactoria. El dilema, sin embargo, consistía en que los buenos tiradores eran viejos en el servicio militar y la evaluación estaba destinada a los soldados nuevos. Desde luego que allí se incumplía la planificación de los ejercicios militares y los bisoños carecían de cualquier habilidad con las armas. Además, la práctica era nocturna y desde el interior de carros de combate cerrados. Existía una seguridad total de que serían incapaces de derribar blancos contra los que nunca habían disparado y menos en la oscuridad.
Aun cuando a los soldados escogidos entraban en la categoría de veteranos, a un primer teniente no se le pudo obligar a entrar en la BTR. “Ahí no entró yo —dijo— porque esos son unos locos y una bala escapada hacia el interior del carro mata siempre a tres o cuatro. Hubo, claro, cierto alboroto, del que quizá se percataron Ochoa y sus colaboradores que estaban no muy lejos de allí en una suerte de mirador. La tarea del oficial la hizo un amigo suyo. Como tantas cosas en la 1377, esto también resultaba inexplicable, pero fui testigo de aquello.
Más muertes
Otros trágicos sucesos estaban por llegar en forma de una maniobra de división con municiones de combate. Tendría lugar en el Polígono de Jejenes, Pínar del Río. Ya desde el recorrido hasta el Polígono aparecieron los primeros muertos. Un tren chocó a un blindado cuando este se detuvo en un paso de ferrocarril. Hubo dos soldados fallecidos. Recuérdese que los reclutas llamados para el servicio militar tenían generalmente entre 16 y 17 años, lo cual convierte cualquier cosa vinculada con la guerra en una amenaza. Arribar a Jejenes fue una odisea, no tanto por la indisciplina de los soldados, sino por la vejez, por lo destartalado de la “técnica”, la ineficiencia del camión encargado de arreglar las averías ( el Cornite le llamaban) y las órdenes y contraórdenes, que se generaban desde diversos puntos de la larga caravana. Por casi 24 horas se extendió aquel martirio.
Desde el arribo a Jejenes se repitió muchas veces la prohibición de dormir bajo camiones y carros de combate. Los “tenienticos” fuimos testigo de esas advertencias en más de una ocasión, pero no bastaron. En la primera o segunda noche hermanos jimaguas decidieron dormir bajo una BTR, el más común de los blindados. Era la única manera de no amanecer empapados por el abundante rocío. Un soldado que desconocía el hecho se levantó en medio de la madrugada, montó en el carro y lo echó a andar. Los jimaguas murieron aplastados.
Como faltaban varios días para la maniobra, por las mañanas se llevaban a cabo ejercicios de tiro, clases de táctica, monte y desmonte de BTR, etc. En un clima de exacerbación del instinto, de machismo extremo y hasta de lucimiento insensato por ciertos oficiales, fui una de las víctimas de tal clima en el monte y desmonte de BTR que, según lo que hicimos, debía llamársele al revés.
Otra anécdota entre muerto y muerto
Una mañana el capitán Máximo Riverón —el único nombre que recuerdo de toda aquella barahúnda—, jefe de la compañía a la que yo pertenecía, ordenó a un pequeño grupo subir a una BTR y él mismo subió. “Teniente, venga conmigo”, me dijo para que todos escucharan y para darle relevancia al ejercicio. No me preguntó si conocía aquello en la práctica, pero de cualquier modo yo no iba a confesar mi ignorancia porque sería acogida como justificación inapropiada o más seguramente como cobardía.
La actividad debía resultar muy sencilla: tirarse con la AKM del carro, simular que se disparaba y luego de una breve carrera volverlo a montar por detrás, sin soltar desde luego el fusil. Ya instalado el grupo dentro del pequeño espacio descubierto y rodeado de acero, Riverón ordenó a un recluta que se pusiera al timón. La cara de felicidad del muchacho al escuchar la orden fue indescriptible. Manejar era la máxima ambición de casi todos los soldados.
Encendido el motor, la orden que gritó el capitán al chofer me inquietó y fue exactamente esta: “Dale a todo lo que da”. El chofer la cumplió gozoso. El primer soldado que se tiró del BTR, un gordito que se las arreglaba muy bien en los entramados del Servicio Militar, rebotó dos veces contra un suelo hecho de fango y huellas de camiones endurecidas por el sol, y quedó allí desmayado. Un jeep lo llevó al hospital del pueblo más cercano.
Como locura parecía suficiente pero no, aún faltaba. El capitán ordenó continuar y a otro recluta que se lanzara. Al tocar el suelo este cayó de bruces, rodó un metro, se levantó y volvió a caer sentado. Estaba aturdido. Hubo frases de desaprobación dentro del carro y el próximo soldado se negó de plano a saltar. La respuesta de Riverón fue una mueca de desprecio, y señalándome con el dedo me ordenó: “¡Ahora te toca a ti, teniente!”.
Detenido el carro ante lo que sucedía, la tensión se podía cortar. Como con semejante oficial no valían razones y yo no iba a soportar una mueca como la que le hizo al soldado, atiné a decirle, en el mismo tono: “¡Detrás de mi te tiras tú!”. Caí estrepitosamente y me deslicé por la tierra áspera. A duras penas me levanté y corrí rápido por buen trecho hasta el carro y monté. Hoy no sé cómo, por la tremenda dificultad que significó el fusil, sin correa para colgarlo a la espalda. Después me di cuenta que para facilitarme montar el chofer tuvo que disminuir algo la velocidad.
El capitán no tuvo que tirarse. Cuando el chofer supo que le tocaba al odiado oficial aceleró aún más, y los saltos y tumbos fueron tales que la pequeña pero gruesa puerta de acero de uno de los lados del BTR se abrió con violencia, dio contra la pierna de Riverón y se la partió. Como no apareció un jeep que lo condujera al hospital, aún guardo su imagen mientras subía trabajosamente a un camión.
La adrenalina por tanto disparate invadía mi cuerpo y todavía pasaron unos instantes hasta que me miré las manos. Sobre todo la derecha había perdido buena parte de la piel en el exterior de los dedos, que quedaron entre la tierra y el fusil mientras me los raspaba. Como para salir del campamento había que pasar por el Estado Mayor del batallón, casi choco con su jefe, quien había visto el desfile de machucados. Le enseñé desde luego los dedos y más que preguntar acusó desde su larga experiencia: “¿a qué velocidad Riverón había hecho el ejercicio?”.
La maniobra
Mi memoria de aquella maniobra es hoy bastante difusa. Efectivos y blindados, unos al lado de los otros, nos alineamos en número que casi se perdía en el horizonte… y comenzó la batahola. El tableteo de fusiles y ametralladoras ligeras se sintió como arpegio de violines cuando los tanques y otros blindados se unieron al concierto. Disparábamos hacia un monte que ocultaba a la costa que le ponía límite. No había duda del mar cercano porque muchos proyectiles, especialmente de los tanques, levantaban altas columnas de agua que se divisaban por encima de la copa de los árboles. En lo que se refería a mi campo visual, bastante limitado, el ejercicio no tuvo problemas.
La sorpresa llegó al día siguiente, cuando oficiales decían que varios reclutas, sin averiguar hacia dónde dispararían las armas en la maniobra —o sin pensar siquiera en esta— se habían ido a cazar precisamente al monte. No se salvó ninguno.
Mentiría si afirmo que la 1377 estaba abandonada o no se tenía en cuenta en la más elevada jerarquía de las FAR. En seis meses por allí pasaron, sin contar otras delegaciones y asesorías, el entonces general de división Joaquín Quinta Solá, para entonces jefe o segundo jefe del ejército occidental, y Sixto Batista Santana, con el mismo grado y quien estaba al frente del aparato ideológico de las FAR.
La reunión con Ochoa
No fue después de Jejenes, que he añadido aquí para ofrecer un panorama más vasto, sino probablemente luego del ahorcado, los ahogados en el BTR y el ejercicio nocturno, cuando arribó el general.
Por diversos factores, se notó desde el principio una organización inadecuada de la visita. Pienso hoy que Ochoa no era esperado y sorprendió a la jefatura de la unidad, que imagino dio aviso lo más pronto que pudo al Estado Mayor de la división, pero dos de sus jefes llegaron tarde. Lo primero que dijo Ochoa fue exactamente: “aquí vamos a hablar a calzón quitao”. A mi lado un amigo, licenciado en Lingüística si no me equivoco, recordó que la frase habitual en Cuba era hablar a camisa quitá o abierta, y a esto se añadía su acento, quizá centroamericano. Como yo no lo conocía físicamente, por un instante pensé que podía ser un oficial nicaragüense en un curso en la Isla y que este relataría la historia reciente de su país.
Había iniciado su charla cuando —disculpa mediante— lo interrumpieron y presentaron como el oficial que más misiones internacionalistas acumulaba, o sea, el cubano que más guerras tenía sobre su espalda. Desde ese instante todos sospechamos que estábamos ante un suceso muy singular en nuestras vidas.
El primer asunto lo anunció en una síntesis: “¡A mi no me hagan cuentos, las FAR es un mar de mentiras!”. Y a poco agregó: “el teniente le dice mentiras al capitán, este al mayor, y así hasta el coronel, y no quiero hablar aquí de los generales”. Planteó el asunto de la mentira no tanto como problema moral, sino como algo que afectaba la eficacia, el funcionamiento de las FAR. Cuando estaba por poner fin al tema señaló: “¡Yo no le puedo decir mentiras a mi jefe porque mi jefe es la revolución misma! Yo le puedo decir mentiras a las mujeres, pero no a mi jefe”, precisó.
Con el tema del engaño y la mentira en las FAR enlazó “la falta generalizada de profesionalismo”, y contó que en una ocasión se topó con un jeep roto en la carretera. Estaba más exactamente en la cuneta, junto a un camión Cornite que dirigía un oficial. Relató Ochoa que se detuvo y averiguó lo que sucedía. “El problema era que ninguno allí sabía utilizar el winche para halar y sacar el vehículo de la cuneta”. Dijo más o menos que hubieran estado en eso una semana si no les indico cómo operar el mecanismo más simple que se pueda imaginar. Y machacó: “En las FAR nadie sabe nada”.
Aún no concluía este tema cuando el jefe de Estado Mayor de la División, un coronel, se asomó a la puerta, pidió permiso para entrar sin por supuesto bajar el saludo. El coronel estaba parado a la izquierda de Ochoa y este lo observó detenidamente, tornó el rostro al auditorio, y volvió a mirar al coronel. “Yo les decía que en las FAR nadie sabe nada, y hasta un coronel, con tres estrellas grandes (se tocó la charretera) no sabe saludar. Pasé”, dijo mientras el militar trataba de disimular su embarazo.
A los pocos minutos llegó nada menos que el Jefe de la División. En igual situación que la anterior, repitió Ochoa que en las FAR nadie sabía nada, ni saludar, pero agregó de inmediato: “Les dije que no quiero aquí hablar de los generales. Pase”. La actitud del oficial, al que todos llamaban general Guada, fue muy diferente a la de su Jefe de Estado Mayor. Hizo un gesto que evidenció su disgusto, seguramente porque consideró aquel trato inadecuado, sobre todo delante de sus subordinados. Se sentó de un tirón.
La disciplina en las FAR era un asunto inevitable y más aún en la 1377. Dijo Ochoa que si se trataba al soldado como si fuera ganado difícilmente se lograba un mínimo de disciplina, y a seguidas enumeró a varios oficiales que estimaba como buenos educadores. Recuerdo que mencionó en algún momento, sin decir nombre, a un coronel sorprendido en un acto homosexual. Intercaló alguna ironía y dijo no entender cómo podía echarse a perder así una buena carrera militar.
Sobre la disciplina fue lógicamente más extenso y citó ejemplos de las condiciones que un soldado debía disfrutar, o sea, calidad de la comida, recreación, seriedad con la preparación combativa y cumplimiento con los pases de los reclutas, etc. De sus críticas acerca de lo que incluso llamó ausencia de disciplina, dejó otra síntesis: “No les digo el número de presos que hay actualmente en las FAR porque me da vergüenza”.
No resultó exhaustivo ni mucho menos con el tema de la guerra, su verdadera especialidad. En buenas cuentas habló muy poco de ella. La calificó de terrible y agregó que él era militar porque a los 19 años ya era comandante, y añadió que de haber tenido posibilidad de escoger nunca hubiera seleccionado esta profesión.
Ochoa explicó a su manera por qué la disciplina militar debía forjarse desde los tiempos de paz. Es importante la disciplina porque en la guerra “si yo ordenó que Ud. tenga los blindados a las cinco de la mañana en el borde delantero del enemigo y Ud. no los tiene, yo sacó la pistola y le levantó la tapa de los sesos. Y después no me hacen nada”, enfatizó.
Concluida la charla y entre el silencio meditabundo de los oficiales que abandonaban el pequeño teatro, aun escucho el broche que uno de ellos puso al encuentro: “Sin palabras”.
Epílogo
Como resultado de la visita de Ochoa fue sustituida toda la jefatura de la 1377 y aparecieron televisores nuevos, la comida mejoró y el clima por unas semanas cambió. En poco tiempo, sin embargo, los televisores se averiaron y desaparecieron otros medios de recreación para la tropa. Todo volvió rápidamente a lo de siempre.
Acostumbrados a reuniones aburridas, laudatorias y repletas de consignas, aquellos oficiales, alrededor de 200, debieron sentirse por primera vez respetados porque Ochoa no había ido para cumplir con la planificación de las reuniones del mes, sino para acercarlos a la verdad, a entregarles su visión global de una institución, un mundo que sin duda y a pesar de críticas y reticencias Ochoa amaba.
También hay que admitir que junto con su postura crítica, el general era entonces un revolucionario convencido, fuente primera de sus errores. Pero valdría preguntarse si de otro modo hubiera llegado a donde llegó y protagonizado los sucesos que años más tarde escandalizarían al mundo y le costarían la vida. Para Ochoa mostrar la verdad, o al menos su verdad polémica a veces, no era un pecado sino una virtud. De ahí su simpatía por la apertura informativa que iniciaría Mijail Gorvachov como factor de su célebre perestroika. Esa simpatía recibió la condena de la más alta instancia del poder en Cuba.
La charlatanería que Raúl Castro le atribuyó a Ochoa no hay que reducirla al contexto del proceso judicial en su contra. Algo más profundo y lejano había marcado el destino del general. Nadie sabe cuándo, pero un día se conocerá desde qué momento el hombre que no narcotraficó porque sencillamente no poseía las herramientas, era vigilado por la jerarquía del poder en un país donde la verdad es traición y por décadas han ido invariablemente de la mano. ¿No es en el fondo, no carga un sustrato de traición mucho de lo que dijo Ochoa en la charla reseñada?
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