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El crucero Adonia fue recibido en el Puerto de La Habana por un conjunto de rumberas
La impudicia turística gubernamental no tiene límites
En la Habana Vieja pululan músicos callejeros de poca monta
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Por Alejandro Ríos
Miami
8 de junio de 2016
Cuando el crucero Adonia fue recibido en el Puerto de La Habana por un conjunto de rumberas, disfrazadas con la bandera cubana, cierta parte de la intelectualidad oficial, que al principio no había caído en cuenta de aquella puesta en escena, se rasgó las vestiduras públicamente por tamaña afrenta. Algo que casi nunca hacen ante mayores decepciones sociales.
Así reaccionó la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC): “Hay necesidad de saber articular la cultura de la resistencia y lograr una batalla de ideas más fuerte de la que se hizo a finales de los 90”.
Este disparate no se le ocurriría ni a un supuesto parque de atracciones de Corea del Norte. Sólo consiguen, de tal modo, la indiferencia de un régimen que no los respeta y solo los utiliza para montar extemporáneas campañas ideológicas de reafirmación revolucionaria.
En esta nueva etapa de coqueteo con los americanos, cada vez les dan menos vela en su propio entierro, mientras la impudicia turística gubernamental no tiene límites. Según el asesor de Raúl Castro, Abel Prieto, existen: “fuerzas desintegradoras, expresiones de barbarie y de vulgaridad” así como un “auto-exotismo que pretende que nos disfracemos y que nos vean como una caricatura de nosotros mismos”.
¿Se estará refiriendo el escritor a las deprimentes y vulgares congas callejeras con las que acosan a los opositores, en una suerte de nuevo género artístico, “el linchamiento musical”, como antes lo fuera el acto de repudio; o a la caricatura con que Mariela Castro desdibuja públicamente cada año a la población LGBT, para falsear la represión que todavía sufren fuera de las candilejas, por parte de su propia familia?
El escritor Desiderio Navarro fue el primero en impugnar el espectáculo de bienvenida en el puerto. Se atrevió a lanzar una diatriba virtual en los limitados medios sociales de la isla, que no ha tenido respuesta oficial porque su punto de vista está en los antípodas de los colmados bolsillos turísticos del norte –ya no tan revuelto ni brutal–, llamados a salvar el socialismo reformado.
“A todos los que amamos este país y su cultura nos toca ser los aguafiestas impugnadores del mercantilismo turístico inescrupulosamente pragmático, de la apropiación real y simbólica de espacios públicos por el lujo aristocrático o la banalidad pedestre corporativos foráneos, de la entrega de nuestras calles y nuestra cultura y hasta nuestra bandera como espectáculo o paisaje de fondo a la medida de los caprichos, fantasías y expectativas del Otro-con-Money”.
Recientemente un turista canadiense, de origen indio –según confiesa–, se quejó del mal gusto de un espectáculo que le montaron en un centro turístico criollo, donde cuatro muchachas con los senos al descubierto y dos jóvenes con taparrabos y dibujos en sus cuerpos, interpretaban una estrafalaria escena aborigen de resurrección y danza.
Nuestros siboneyes y taínos fueron prácticamente barridos por el exterminio colonial, y cuentan con escasos sobrevivientes en el oriente isleño que, curiosamente, han sido ignorados por el castrismo que no halló en ellos razones políticas para ser alentados como patriotas revolucionarios.
En la Habana Vieja pululan músicos callejeros de poca monta y mujeres negras disfrazadas, suerte de parodias decimonónicas arrancadas de las obras de Landaluce, fumando habanos y cambiando besos y poses fotográficas por dólares. ¿Acaso estos esfuerzos de supervivencia son ignorados por el culto y poderoso historiador de la ciudad?
La picaresca se abre paso y viene arrollando como la comparsa del Alacrán. Los intelectuales tampoco constan en las prioridades populares. El Yonki anula a Nicolás Guillén y la falacia del país más culto del mundo se rinde ante las maracas y el bongó.
Crítico y periodista cultural.
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