LA EXPEDICIÓN DEL VENUS
Por Jorge Riopedre
21 de octubre de 2016
Creo que nunca me he referido por escrito formalmente a este intento de desembarco por la costa sur de Cuba con el objetivo de abrir un frente guerrillero en la Sierra del Escambray, organizado por Manolo Ray y Rogelio Cisneros, dirigentes de la Junta Revolucionaria Cubana (JURE). De eso se ha encargado mi compadre Esteban Fernández, tal vez el más destacado costumbrista cubano contemporáneo, con su cubanía siempre a flor de piel sin dobleces ni pretensiones.
¿Cómo entramos en esta ruleta rusa de los elegidos? Ya he mencionado en otra ocasión (mi libro Cuba sin Censura) que Albert Einstein se equivocó: a Dios sí le gusta jugar a los dados. Y en uno de esos tiros del Creador en la mesa de juego caímos sin saberlo Esteban y yo. Voy a obviar el entrenamiento en una casa de seguridad en Brickell, cuando esa zona no soñaba con ser lo que es hoy, para reflexionar sobre el tiempo y las vidas perdidas en operaciones condenadas al fracaso.
Una noche cerrada, de una fecha que no recuerdo, un pequeño grupo de hombres dispuestos a desembarcar en Cuba partió de San Juan de Puerto Rico clandestinamente en una embarcación con la misión de abrir un frente guerrillero en la Sierra del Escambray. Creo que la tropa que intentaba enfrentarse al ejército cubano-soviético de aquella época no llegaba a los diez combatientes (por favor, no se ría, que la historia de Cuba está llena de lances parecidos desafiando toda lógica militar),
como el rescate a Sanguily o el funesto desembarco de Fidel Castro.
(Esteban Fernández practicando la telegrafía; al fondo ¿Jorge Riopedre?)
Mar afuera se hizo un rendezvous con el barco madre que nos llevaría a nuestro objetivo. No quiero llamarle aventura porque no tiene nada de juego, son acciones en las que uno cree y en las que te va la vida. Esteban y yo frisábamos los veinte años, a él le habían encomendado la misión de servir de telegrafista en el Venus y a mí de telegrafista del grupo guerrillero integrado por gente fogueada que ya sabía lo que era morir y matar. Se acercaba el día en que Esteban y yo habríamos de graduarnos en lo primero o en lo segundo, como son los avatares de la guerra. Vicente Méndez era el jefe del grupo, un hombre de campo, sencillo en su trato, pero resuelto a combatir el castrismo hasta las últimas consecuencias. Más tarde le costaría la vida.
El Venus era un viejo PT de la Segunda Guerra Mundial de unos 110 pies de eslora bien pertrechado. Llevábamos a bordo un arsenal de explosivos, armas y municiones suficiente para hacer un buen papel si llegaba la ocasión, pero nos esperaban algunas sorpresas. Siguiendo mi maldita costumbre de escribir empecé a llevar un diario de la
travesía, notas que un compañero de la expedición se interesó en leer pero nunca me devolvió. Desconozco el destino de esos apuntes, pero creo que puedo recordarlos telegráficamente.
Las cosas no empezaron bien. La grúa del barco instalada en la popa del Venus no pudo levantar la lancha en la que íbamos a desembarcar en Cuba, viéndonos forzados a remolcarla con una soga. Cosas que pasan, no había porqué preocuparse, al fin y al cabo las cosas no siempre salen bien, pero de cualquier manera marcaba un fallo en la
arrancada. Imagino que entre gozoso y mareado busqué un rincón donde dormir.
Cuando cruzamos el Canal de la Mona, un peligroso paso entre Puerto Rico y República Dominicana, el Venus parecía que se iba a hundir. Uno de los dos motores dejó de funcionar, cundió el pánico cuando Juanito, el jefe de máquinas, dio la voz de alarma, mientras aquel viejo navío parecía un juguete entre las olas. Cómo y cuándo salimos de aquel trance habrá que preguntarle a Esteban porque lo último que yo recuerdo es el grito de Juanito: ¡Esto se hunde!
Aquello era grave, pero lo más serio vino después. En la mañana descubrimos que la lancha de desembarco había desaparecido. Un examen de la soga no era conclusivo, parecía reventada por el fuerte oleaje de la noche anterior, pero cuando uno anda en estas peripecias en seguida surge la duda: ¿La habrán cortado? ¿Quién?
Se dan órdenes de instalar las ametralladoras calibre 50, pero las armas no encajan en sus bases. Si nos atacan no podemos defendernos. Esteban intenta una comunicación telegráfica con la base sin obtener respuesta. El ambiente está cargado, la sospecha se ciñe sobre todos nosotros. A la grúa fallida se une ahora la lancha perdida, armas inutilizadas e incomunicación con la base.
Echamos ancla frente a la Isla Beata a la espera de instrucciones. Un pequeño avión nos sobre vuela con órdenes de seguir rumbo a otro puerto. La orden no cae bien sumando un nuevo elemento a la incertidumbre. Se divisa a lo lejos un barco desconocido que al parecer teme acercase. Cae la noche. La nave alumbra con un potente reflector, se mueve indecisa, temerosa, se trata de un guardacostas dominicano que nos vigila. Luego nos dirán que la grúa en la popa del barco parecía un cañón.
Por fin se acercan, Vicente Méndez ordena que nos repleguemos bajo cubierta mientras él asume el mando, marineros dominicanos en calzoncillos con armas largas nos abordan (hoy me parece un episodio del absurdo) pero se restablece la calma tras la identificación del barco. Se nos ordena enfilar hacia la Base de las Calderas en República Dominicana, donde somos bien recibidos y permanecemos alrededor de un mes.
Tras arribar a la Base de las Calderas, el capitán del Venus, un tal Blas Castro, se fuga, abandona el Venus sin decir adiós. La misión no ha terminado. Vicente habla de seguir viaje a como dé lugar, encallar el Venus en la costa sur de Cuba y abrirnos camino hasta el Escambray. La respuesta es unánime, incluido Esteban, telegrafista del Venus, que sin ser parte del grupo guerrillero da un paso al frente: desembarcar en Cuba a cualquier precio. Pero no hay marineros.
Finalmente, la realidad se impone: hay que volver a Puerto Rico, pero el grupo guerrillero no puede regresar a bordo del Venus porque salió ilegalmente. Nos vemos obligados a desembarcar en una pequeña lancha a millas de la costa en una playa puertorriqueña. Cómo llegamos a San Juan, mal vestidos, sucios y armados, es una estampa surrealista que escapa a mi memoria. Lo único firme que queda de aquel empeño es un pacto con Esteban: si salimos vivos de todo esto tú serás el padrino de mi hijo y yo del tuyo. Y así fue.
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