Jorge A. Sanguinetty: La revolución privada de Fidel Castro
Miami
El engaño juega un papel fundamental en la historia. El ser humano lo usa como un instrumento para alcanzar sus objetivos, de modo parecido al que los animales por medio del mimetismo se disfrazan o confunden de acuerdo con el medio que los rodea para escaparse de sus depredadores o sorprender a sus presas. El engaño es parte intrínseca de la naturaleza humana y, por ende, de la naturaleza social. Independientemente de sus implicaciones éticas y morales, gústenos o no, debemos aprender a lidiar con el engaño.
Aplicado a cuestiones públicas y de Estado, el engaño sirve para lograr objetivos políticos, militares y económicos en diversas fases de la historia de las naciones. Cuba es un buen ejemplo. Su historia republicana no puede comprenderse sin reconocer el papel prominente del engaño y, con el comienzo del proceso revolucionario en 1959, el engaño alcanza formas nunca observadas en el país, siendo esencial en el modo cotidiano de operar de Fidel Castro. El engaño oficial fue aplicado de maneras muy deliberadas, refinadas y eficaces, en sincronía con acciones del Gobierno revolucionario. Dichas acciones no solo lograron la concentración de todos los poderes del Estado en la persona de Castro, sino también de prácticamente todo el poder económico del país, hasta entonces ampliamente repartido entre infinidad de manos privadas. De este modo el engaño sirvió para convencer a una proporción elevada, quizás mayoritaria de la población de que tal concentración de poderes obedecía a fines moralmente superiores encapsulados en la ideología socialista. Sería una perogrullada afirmar que sin el engaño el cataclismo masivo llamado "revolución cubana" que afecta a la sociedad desde 1959 no existiría.
En estas líneas analizo la trayectoria de las principales declaraciones y medidas oficiales que transfiguraron veloz y radicalmente a la sociedad cubana en menos de dos años. No es fácil encontrar ejemplos en la historia que se igualen en velocidad y profundidad a este proceso. El mismo consistió de un refinado contrapunteo entre las declaraciones públicas de Castro y las medidas que se implementaban posteriormente. Este ciclo de engaño-traición (ET) tiene su primera gran expresión en la promesa inicial, desde antes de 1959, de que la revolución se hacía con el objeto de derrocar a la dictadura de Batista, restaurar la Constitución de 1940 y organizar elecciones libres para elegir democráticamente un nuevo gobierno. Ese fue el primer segmento del ciclo ET que se completa en los primeros meses de 1959 cuando el Gobierno abandona subrepticiamente el plan de restauración constitucional y lo hace oficial mediante un discurso en 1960 donde Castro pregunta retóricamente "¿Elecciones para qué?". Aunque el ciclo ET se repitió continuamente en diversas escalas, momentos y audiencias, aquí nos concentraremos en los casos más trascendentes del proceso en sus inicios.
De este modo el próximo gran ciclo es el que también comienza antes de 1959 con las múltiples declaraciones por parte de Castro negando que él, sus seguidores o el movimiento revolucionario fuera comunista. Sin embargo, ya en 1959, mientras se repetían tales negativas, Castro colocaba sin conocimiento del pueblo militantes comunistas en puestos claves del Gobierno y de las fuerzas armadas, a la vez que se deshacía de personal anticomunista. Todo esto llevó a las protestas y subsiguientes renuncias del presidente Manuel Urrutia a mediados de 1959 y del comandante Huber Matos ese octubre, con el encarcelamiento inmediato de este último.
Mientras tanto, las declaraciones de Castro sobre la naturaleza de su revolución se proyectaban hacia una vaga definición de régimen "humanista", al mismo tiempo que continuaba sus negativas sobre el comunismo, pero se comenzaban a desarrollar relaciones con la Unión Soviética e implementaban medidas de carácter socialista, como las leyes de Reforma Agraria y de Reforma Urbana. Estas leyes violaban los derechos de propiedad de cientos de miles de ciudadanos cubanos y un buen número de extranjeros y alcanzaron su máxima expresión en el ciclo ET con las expropiaciones masivas de 1960. El mayor de estos ciclos se completa el 16 de abril de 1961, cuando Castro proclama en un discurso público el carácter socialista de su revolución. A fines de ese mismo año ese gran ciclo ET se consagra con la confesión de Castro de que es un marxista leninista y lo será toda su vida.
Es de notar que una gran parte de la documentación de muchos de estos episodios de engaño ha ido siendo retirada del alcance del público en Cuba, práctica que eleva el engaño a un nivel superior, el del engaño sobre el engaño. De este modo se repite en Cuba la bien conocida práctica de los regímenes comunistas de borrar trozos inconvenientes de historia para maximizar el control del Gobierno sobre sus ciudadanos.
Paralelamente al proceso de expropiaciones en 1960 se organizó en Cuba la Junta Central de Planificación (JUCEPLAN). Esta sería la megaorganización que reemplazaría la economía de mercado que eminentemente predominaba en Cuba hasta entonces y que estaría a cargo de dirigir en teoría toda la economía del país bajo el régimen socialista. En este punto es de crucial importancia comprender que el nuevo sistema reemplazaría con monopolios estatales los cientos de miles de empresas productivas y de servicios de todo tamaño, cada una con sus respectivos dueños, administradores y trabajadores. La desaparición de los propietarios privados creó un vacío de autoridad económica y administrativa que tuvo que llenarse en pocos meses con personal improvisado pero leal a Castro para evitar una parálisis de producción en la Isla.
Aunque la Junta representaba la esencia de lo que debía ser el manejo de una nueva y eficiente economía socialista, en la práctica se convirtió en el instrumento del último gran engaño de Fidel Castro: él manejaría la economía a su antojo, sin planes bien preparados, mientras hacía uso de las empresas expropiadas como si fueran de su propiedad. En lugar de "propiedad social de los medios de producción", tal como señalan los textos sagrados del socialismo, los bienes expropiados fueron de facto privatizados por Fidel Castro. El tenía ahora todo el poder para usarlos y distribuirlos como quisiera, sin tener que rendirle cuentas a nadie, sin una prensa libre e independiente, sin supervisión alguna por parte del Partido Comunista o un órgano calificado del Estado. Y en lugar de usar esas propiedades y el sistema de planificación central para promover el desarrollo económico y social de los cubanos, Castro usó esos recursos para promover guerras de guerrilla en varios países latinoamericanos, antagonizar a EEUU en cualquier rincón del mundo e intervenir en conflictos bélicos en varios países africanos. Era una parte desconocida de su agenda privada, donde el socialismo en sí mismo, tal como lo conciben o sueñan los marxistas socialistas, no se aplicaba. Se revelaban como nuevas traiciones otro conjunto de engaños: en lugar de dedicarse al bienestar del pueblo el socialismo cubano se transformaba en internacionalismo proletario y baluarte del antiamericanismo por obra y gracia del nuevo gran dueño y señor del país, de su riqueza y de sus ciudadanos.
La tramoya castrista construyó un verdadero caballo de Troya para sorprender a millones de cubanos desprevenidos, imposibilitándolos en la defensa de sus intereses, derechos y propiedades. Disfrazado el régimen castrista de socialismo benefactor, el engaño no se limitó a los cubanos, sino que fue exportado para consumo internacional con gran éxito. Emulando a las aldeas de Potemkin, la fachada socialista se vendió en otros países con un esfuerzo masivo y costoso de propaganda. El carácter privado del castrismo todavía es ignorado por muchos cubanos, aunque ahora se revela con creciente claridad por los atisbos de una sucesión dinástica en que los herederos principales parecen ser los miembros de la familia Castro. En este punto uno se pregunta si la indignación ciudadana que debe acumularse cuando estas verdades se sepan ampliamente podrá llegar a crear condiciones para un cambio profundo de semejante régimen.
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Gastón Baquero tenía ¨en su contra¨ cuatro supuestos estigmas para la Cuba anterior a 1959: ser de raza negra, campesino (para la mayoría de los residentes de La Habana, y sobre todo para aquellos habaneros de primera generación, ser de Banes y de cualquier pueblito del interior de Cuba es ser campesino), pobre y homosexual. En lenguaje peyorativo de la época, Gastón Baquero se diría que era: ¨negro, guajiro, 'muerto de hambre' y maricón¨ , o sea, ¨la última carta de la baraja¨; sin embargo, Baquero llegó a ser Jefe de Redacción del Diario de La Marina, el más importante diario o periódico cubano de Cuba. El gran poeta y ensayista Gastón Baquero es un ejemplo de que con talento y perseverancia se salía adelante en aquella anterior República tan vilipendeada por los Castristas.
Por cierto:
¿ Cuántos Jefes de Redacción negros ha tenido: Granma, Juventud Rebelde, Trabajadores o cualquier diario de provincias después del triunfo revolucionario de 1959 ?. Yo no he conocido a ninguno...
Al iniciar un viaje que por muchos motivos puede denominarse de vacaciones, consideramos obligado ofrecer a los lectores amigos los otros se lo explican todo a su manera algunas consideraciones sobre la actitud de este columnista antes y después del 1º de Enero.
Veníamos en silencio, sin escribir, desde la aparición de la censura. Meses y meses previos al desenlace de una etapa histórica, nos vieron callados, y posiblemente interpretados por algunos frívolos o por algunos ciegos apasionados como indiferentes a un dolor patrio o como partícipes de la mentalidad y ejecutoria que producía esos dolores. A cada cual su juicio, su interpretación, su creencia, que sólo puede modificarla el tiempo. Es inútil razonar contra los prejuicios.
Las personas de nuestra manera de pensar nos veíamos cada día más arrojadas a un callejón sin salida. Estábamos contra el crimen y la violencia, pero no podíamos irnos con la revolución. Comprendíamos que ya la tragedia cubana avanzaba con violencia arrasadora y que no tenía nada que hacer la voz del periodista, y menos si éste pertenecía a la ideología conservadora. Se habían gastado las palabras persuasivas, los llamamientos al cese de la lucha, las apelaciones a buscar una salida incruenta. La palabra pertenecía a las armas, que no se han hecho para propiciar el entendimiento. A quienes no podíamos ni aplaudir lo que ocurría, ni dar por bueno lo que venía, no nos quedaba otra postura que la del silencio. Y al silencio fuimos.
Los tiempos cubanos, como los de casi todos los países en esta hora del mundo, se inclinaban visiblemente hacia las soluciones extremas. Muchos creían que se gestaba simplemente la caída del gobierno con su reemplazo por otro mejor, pero adscrito en definitiva a una línea jurídica, económica, social, política, dentro de una tradición inaugurada en la Carta Magna de 1940. Quienes veíamos que la nueva generación iba mucho más allá, y propugnaba una revolución y no un simple cambio de gobernantes abogábamos, por no tener fe en las revoluciones, por salidas de otro tipo, que eliminaran el gobierno malo, pero que no abrieran la terrible incógnita de una revolución social siempre más radical y profunda de lo que ¨afortunada o desdichadamente¨ Cuba puede y debe intentar en esta hora.
¿Y por qué no tenemos fe en las revoluciones? No es porque ellas produzcan trastornos, lesionen intereses, vuelquen las costumbres. No tenemos fe en ellas porque siempre se fijan tareas que requerirían la asistencia de grandes genios, la milagrosa autoridad de ángeles y santos para cambiar de la noche a la mañana la naturaleza humana. Las revoluciones quieren hacer por decreto que en un instante se precipite el progreso, y nazca el hombre nuevo y surja por encanto la ciudad soñada. Su gran paradoja consiste en que no quiere dar al tiempo lo que es del tiempo, ni al hombre lo que es del hombre, sino que intenta saltar, a pies juntillas, por encima del tiempo y del hombre para llegar de una vez a la meta teóricamente fijada. Provocan sufrimientos y conmociones que alteran a fondo y por mucho tiempo el desarrollo normal y seguro, el avance lógico y humano hacia el mejoramiento constante de las formas de vida. Quiere la perfección de la noche a la mañana y es en definitiva una noble pero trágica terquedad ideológica, soberbia intelectual, que quiere desconocer la naturaleza humana y piensa que las grandes ideas, el afán por la justicia, la sed de verdad, no han aparecido en el mundo porque a éste le han faltado revolucionarios. La historia muestra que los revolucionarios han contribuido como nadie a la aparición de nuevas ideas, de mejoramiento y de justicia, pero que los revolucionarios, cuando triunfan, ya no saben sino saltar hacia el porvenir, de un golpe, ignorando la dura materia del tiempo y la fuerte resistencia del hombre. Mientras no llegan al poder son un bien, pues traen el fermento de la inquietud y el aguijón del progreso.
(Gastón Baquero en su Exilio en Madrid)
El progreso cubano culminó, como se sabe, en la fuga del dictador, en la impotencia de la junta militar, y en el ascenso al poder de la juventud partidaria de la revolución. Los caracteres ideológicos de ésta no fueron nunca disfrazados por sus dirigentes. En el manifiesto dado por el Dr. Fidel Castro en diciembre de 1957, al desembarcar en Cuba, están contenidas todas las ideas que hoy se van convirtiendo en leyes. (Nota de Mons. Carlos M. de Céspedes: el desembarco del Granma tuvo lugar el 2 de diciembre de 1956, no de 1957; a qué manifiesto se está refiriendo Gastón, ¿no será acaso a La Historia me absolverá, manifiesto pronunciado por el Dr. Fidel Castro en el juicio por el asalto al Cuartel Moncada y al Cuartel Carlos Manuel de Céspedes, en 1953?). Si algún capitalista se engañó, fue porque quiso; si algún propietario pensó que todo terminaría al caer el régimen, pensó mal, porque claramente se le dijo por el Dr. Castro que todo comenzaría al caer el régimen; y si alguna persona alérgica a las grandes conmociones económicas y sociales siguió y ayudó al Movimiento, creyendo que éste venía solamente a tumbar a Batista, pero no a cambiar costumbres muy arraigadas en la organización económica y social, se equivocaron totalmente o no leyó con atención aquel manifiesto. El Dr. Castro no ha engañado a nadie, aunque mucha gente conservadora y enemiga de las convulsiones le siguieron sin preguntarse detenidamente hacia donde la llevaban.
Y como este columnista no fue ni es partidario de las revoluciones, ni de las transformaciones violentas de la estructura social (lo que no quiere decir que permanezca indiferente ante los males y renuncie a la superación de estos por medios que le parecen menos dañinos y más duraderos), no creyó nunca que se debió abandonar los esfuerzos para poner fin pacífico y no revolucionario a los horrores que Cuba padecía. Por supuesto que esta idea no sólo fue derrotada por los hechos lo que es mortal para una idea sino que se prestó y se presta a las interpretaciones más agresivas y mortificantes sobre el origen de la actitud.
Al triunfar la revolución no faltaron los atolondrados que seguían creyendo que por haber sido más o menos antibatistianos eran ya suficientemente revolucionarios. No veían que el 1º de enero, volado ya el posible puente de una junta militar delicia de los que querían dinamitar la casa, pero sin derribar las paredes ni el techo, Cuba entraba a vivir una etapa histórica absolutamente distinta. Esta etapa iba a requerir una nueva mentalidad en las clases, en los ciudadanos, en el Estado, en las costumbres, pero muy pocos lo sospechaban.
Al principio, todo fue júbilo. La caída de una dictadura que cometió tan terribles errores y realizó tantos horrores, fue ocasión justificada para el desbordamiento oceánico de alegría pura y sincera, sin diferencia de clases ni de individuos. Todos eran felices porque había caído la tiranía; pero muchos no sospechaban siquiera que recibían entre palmas una revolución social. Ya de Batista estaban hasta la coronilla los más tenaces batistianos. El río de sangre, la inseguridad para la vida y la propiedad, la censura de prensa, el imperio del terror como norma de gobierno, habían llegado a sensibilizar hasta a los reacios al dolor ajeno. Cuba había apurado el límite de la resistencia física y de la resistencia moral. De todos sus sufrimientos parecía librarse, en jubilosa catarsis, cuando ofrecía enardecida a los revolucionarios victoriosos el laurel de la gratitud y el aplauso de la admiración. Y como en 1902, como en 1933, como en 1944, el pueblo cubano se dispuso a iniciar de nuevo el camino hacia la honradez administrativa, la libertad ciudadana, el respeto a los derechos, la desaparición de los privilegios, y la vida reglada por la paz, la cultura y el progreso.
¿Cuál era la actitud correcta de quienes no creímos en la revolución y no hicimos por ella nada, aunque tampoco hicimos, en conciencia, nada contra ella? A nuestro juicio, lo decoroso, lo justo, era el silencio. Fácil nos hubiera sido, de quererlo, y pese al riesgo de esa burla, presentarnos en pose demagógica, arrojando flores al paso de los vencedores. ¿No es esto lo usual?¿ No hemos presenciado el desfile ignominioso de los incorporados, de los revolucionarios del 2 de Enero, de los radicales que no tienen mucho que perder y de los conservadores y hasta reaccionarios disfrazados de dantones? Quienes comprendimos que el 1º de Enero se iniciaba en Cuba una etapa de gran conmoción social, de renovación que iba mucho más allá de lo imaginado por tantos y tantos que confunden revolución con antibatistismo y sentíamos que esas nuevas ideas triunfantes no eran las nuestras, no podíamos hacer otra cosa que callarnos y dejar que la revolución misma se abriese paso entre las clases sociales, perfilando su real fisonomía y declarando paladinamente a quienes aún vivían engañados cuáles eran sus verdaderas proyecciones.
Ahora nos encontramos en el ápice del despertar. Aquella señora que compró sus bonitos del 26, no soñó que la revolución le iba a rebajar el 50% de sus rentas por alquileres; aquel industrial que por ideología o por miedo abrió sus arcas, creyó que tenía adquiridos títulos revolucionarios y subsiguiente influencia; aquel sacerdote que hizo de su sotana un manto de piedad para salvar vidas de jóvenes acosados y de su Iglesia un centro de conspiración, creyó que se tendría en cuenta su filosofía de la sociedad y de la vida. Cuantas ilusiones, esperanzas, elucubraciones y cálculos han fallado. Pues llegó la revolución de veras, radical, inflexible, sin compromiso ante sus ojos y anhelosa de llevar a cabo un enorme cambio, un programa descomunal de contenido económico y social, que ha venido gestándose en la mente de los cubanos revolucionarios desde los mismos años inaugurales de la República. Llegó la revolución en la que no tienen cabida el perdón de los errores, el pensamiento conservador, la doctrina tradicionalista ni el conformismo acomodaticio que, es cierto, ha frustrado tantas esperanzas del cubano.
Al chocar frente a frente con la realidad, muchos se han asustado. No sabían que una revolución era así. Pues así, y más, son las revoluciones. Por eso ante ellas, quienes no tenemos vocación política y no nos inclinamos a participar en movimientos contrarrevolucionarios por mucho que la revolución nos persiga, no sabemos hacer otra cosa que ponernos al margen, dejar pasar el poderoso torrente y desear, sin el menor resentimiento, que triunfe y se consolide cuanto sea bueno para Cuba, y que se disuelva rápidamente en el vacío cuanto pueda ser un mal para esta tierra de la cual pueden incluso hasta arrojarnos, pero no pueden impedir que la amemos con la misma pasión que pueda amarla el más revolucionario de sus hijos.
Al iniciar este viaje, lector, dejamos en manos de nuestro querido Director y amigo, José Ignacio Rivero, hombre cristiano, hombre de carácter, nuestro cargo en el DIARIO DE LA MARINA, de Jefe de Redacción, que tanta honra nos deja para siempre. Comprendemos que hay momentos en los cuales pueden ser confundidas, con daño para lo que más importa que es el DIARIO, las actitudes personales, las ideas propias, con las actitudes del periódico. En medio de la pasión, del asombro de las clases, del choque ideológico inesperado, tiene por ahora poco que hacer un periodista verticalmente conservador, un derechista en tiempos de derrota para las derechas. Cabe la adaptación sinuosa, o cabe el combate. Aquella es lo innoble y éste es lo absurdo. Desde lejos hablaremos, en tanto Dios provea otra cosa si nos da venia para ello el Director y si no se oponen ciertos defensores de la libertad de pensamiento¨, de otras tierras, de otros cielos, de otros personajes. Posiblemente, con toda posibilidad, volveremos de un modo o de otro a defender aquellas ideas en las cuales creemos sobre la sociedad, la economía, las relaciones humanas, la libertad frente al comunismo esclavizador, ideas de las que nos sentimos orgullosos, por maltratadas, incomprendidas y vilipendiadas que hoy se hallen. El mundo las necesita, aunque no quiera verlo. El miedo a defender las ideas que van contra la corriente o que son estigmatizadas como nocivas, es la mayor de las cobardías. Vale más morir junto a una idea vencida, en la cual se cree todavía, que uncirse al primer carro victorioso que pasa, renunciando a tener ideas, a defender una ideología, a proclamar la visión propia y sincera que se tiene de los hombres y del mundo.
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