CUBA EN MI MENTE
Por Esteban Fernandez
14 de noviembre de 2019
Siempre, desde el mismo día de mi salida, el 12 de agosto de 1962, mi mente ha estado en Cuba. ¿Eso es bueno, es malo, es una virtud, es un defecto? Tiendo a pensar lo peor: que ha sido funesto, que es un fallo y que no me ha sido beneficioso en la vida. Económicamente jamás he recibido un centavo producto de mi cubania ni mi escritura constante, y personalmente eso de tener a Cuba constantemente en mi subconsciente me ha perjudicado mucho. Lo reconozco y no me importa. Cada cual es como es. Hasta orgulloso estoy de eso.
Mis dos seres más queridos, mis hijas, lo aceptan con resignación y estoicismo. Desde que tienen uso de razón viven convencidas de que tienen una hermana mayor llamada “Cuba” a la cual quiero igual que a ellas. La primera palabra que dijeron, las dos, no fue “papi” ni “mami” sino “Güines”. Son libres de pensar como quieran, pero con respecto a Cuba han aprendido a decir: “Yo opino simplemente lo que opine mi padre”...
Ni la menor idea tengo de cómo controlar mi mente. A veces es hasta en contra de mi voluntad. Hablo de todo y me interesa todo -o casi todo- pero al final de la jornada mi mente siempre regresa a Cuba.
He optado por trabajos que requieran un mínimo de atención y todos los que han laborado junto a mí pueden atestiguar que han tenido que escuchar tremendas peroratas sobre nuestra nación. ¡Ni un solo día -en 56 años- he dejado de tener aunque sea un recuerdo para Cuba!
¿Quiere decir todo esto que adoro a Cuba? Sí. Idolatro a la nación en sí, a la patria, a la tierra y añoro (estando muy claro en sus defectos) a la Cuba del pasado, porque en la actualidad cada día estoy más decepcionado de la mayoría de mis compatriotas y de la población en general. Pero sigo pensando en ella, sigo odiando a los que la oprimen y sigo buscando ideas de cómo perjudicar al siniestro régimen.
Mis más cercanos amigos son exactamente iguales que yo. Con el resto de mis conocidos toco muchos temas pero con mis íntimos hermanos de ideales solamente hablo de Cuba. Atónita se quedó mi hija cuando hace años mi amigo Carlos Hurtado estuvo grave y yo hablaba más de una hora diaria con él y después ella me preguntaba: “¿Cómo está mi padrino Carlos?” y yo le contestaba “No sé, solamente hablamos de Cuba...”
No importa de lo que alguien me esté conversando yo puedo -sin querer y sin darme cuenta- llevar la plática a Cuba. Puedo estar en un parque o en una playa y ver a unos niños empinando papalotes y en lugar de disfrutar de esa tierna escena, pienso y digo: “Oh, eso me recuerda cuando yo hacía lo mismo en el Parque Martí cerca de mi casa de la calle Pinillos”.
Mis familiares más cercanos a veces no me siguen la corriente evitando de esa forma darme “pie para la décima” y que yo desarrolle a plenitud el insignificante hecho de que yo también empinaba papalotes en mi pueblo.
En la lejanía, quizás, algunas lectoras sientan admiración por mí, pero de cerca la cosa cambia porque es muy difícil para una mujer aceptar de buena gana que un sofá nuevo para la casa, una cortina, el color de la alfombra y hasta la compra de esa propia casa sean cosas secundarias para mí.
Precisamente mi amigo Orlando A Caso estuvo de acuerdo conmigo cuando en broma -o medio en broma- le dije: “Aris, creo que voy a escribirle al Guinnes Book of World Records para informarles que yo debo estar ahí como el individuo que más ha hablado públicamente de su pueblo natal en toda la historia mundial”.
Con tristeza noté que muchísimos -al llegar a la conclusión de que Cuba no sería libre- pusieron a la Isla en el espejo retrovisor de sus mentes. Otros que no quieren ni que les hablen de Cuba.
Conozco a una gran cantidad de antiguos patriotas que pusieron un largo intermedio, una enorme laguna mental, una tregua que ha durado 30 o 40 años, y que solamente sucediendo algo de tremenda trascendencia con respecto a nuestro país regresan desorientados a preguntar: “Oye ¿qué está pasando en Cuba?” Acto seguido, cuándo las aguas cogen su nivel, vuelven al ostracismo. Con los dedos de las manos -y me sobran dedos- puedo contar los que siguen fieles en sus mentes a la tierra que nos vio nacer y a la causa que nos trajo aquí.
Y precisamente aquí -firme- sigo yo, muchas veces a contrapelo de mis deseos, sin saber cúal es el mecanismo mental ni el motivo de mi trauma emocional, manteniéndome imperturbable con la Cuba verdadera incrustada en mi cerebro y en mi corazón y pidiéndole a Dios que nos conceda la libertad y siempre con el temor de que un día Dios me responda: “¡Ayúdense ustedes que yo los ayudaré después!”
Porque, desafortunadamente, el principal problema de pensar tanto en Cuba es que -después de escudriñar, de estudiar y de tratar de comprender a los cubanos- me atormentan las dudas y estoy muy cerca de llegar a la triste conclusión de que la inmensa mayoría de ellos no merece esa libertad. Ni saben lo que es eso.
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